miércoles, 29 de julio de 2009

Infierno blanqueado


Para Eva, por esos infiernos que hemos compartido y aplacado a base de terapias de grupo. Igual después de este cuento necesitamos una las dos.

Julia se desabrochó el cinturón de seguridad justo cuando llegamos al parking y la puerta empezaba a abrirse. Fue uno de esos instantes en los que no sólo te fijas en ese detalle, sino que te sorprendes a ti mismo cayendo en la cuenta de que lo estás observando de forma especial, como si no fueras a olvidarlo nunca. Quizás porque ella nunca lo hacía hasta que el coche estaba aparcado en la plaza, retrasando por unos segundos su salida del vehículo, de forma que yo a menudo tenía que esperar fuera a que ella cerrara la puerta antes de pulsar el cierre centralizado. Era una de esas pequeñas incomodidades de la vida en común que se te pasa por la cabeza cada vez que ocurre, pero que nunca verbalizas, por lo insignificante.

Observé, por tanto, cómo ella recogía indiferente el cinturón antes de entrar al parking, algo que nunca hacía. O quizás debería decir algo que nunca la vi hacer, con la sorpresa que conlleva descubrir pequeños gestos insólitos en el comportamiento de la persona con la que convives. De pronto te parece que hay algo que no conoces de ella y que, por tanto, puede haber muchas más cosas que te son ajenas, una reflexión que, en ocasiones, yo dilataba durante mucho más tiempo del razonable, cuando, por ejemplo, me sorprendía en un restaurante pidiendo carne en vez de pescado o me hablaba de alguna compañera de colegio de quién yo no había oído hablar nunca.