miércoles, 10 de diciembre de 2008

Así de sencillo


Ya no te quiero. Lo he sabido hoy. Estaba comprando flores en el kiosco de Marcial. He dudado unos diez minutos, mientras él preparaba un ramo para una chica, entre los tulipanes naranjas o los liliums blancos. Ha sido uno de esos momentos en los que el tiempo pasa y me pongo nerviosa, porque sé que pronto tendré que tomar una decisión: tulipanes o liliums. Marcial me hubiera ayudado a elegir. Siempre lo hace. Pero no quería entretenerlo, había cola. Y durante ese tiempo me he mantenido inquieta por mi indecisión. ¿Tulipanes o liliums? Los tulipanes son más baratos y más alegres. Los liliums más caros pero también más elegantes. Marcial estaba acabando el ramo para la chica. Me ha mirado y he dicho: “Unos tulipanes”. En ese mismo momento he tenido como una revelación, una especie de evidencia que ha venido, no sé de dónde, y se ha instalado en algún sitio, quizás en mi corazón, aunque sea cursi decir algo así. Pero ha llegado y se ha quedado conmigo. No ha sido ninguna falsa alarma. Ni como cuando me repetía a mí misma, tratando de convencerme: “No puedo quererlo, tengo que olvidarlo después de todo lo que ha pasado”. Ha sido un sentimiento independiente del rencor, de la angustia o de la desazón con los que he vivido estos dos últimos años. Estaba ahí, claro como el día soleado de otoño que hacía hoy, sin explicación y sin dudas, así de sencillo. Eso es lo que hay: ya no te quiero.


Marcial me ha preguntado si me preparaba las flores, porque ya sabes que casi siempre prefiero hacerlo yo. No me gustan los ramos preparados, son como de cartón piedra, como esos peinados llenos de laca, recién salidos de la peluquería. Prefiero llevarme las flores y ponerlas yo a mi aire en un florero. Dirás que menuda tontería, que al final es lo mismo que si lo hubiera hecho el floristero, que al fin y al cabo es un profesional. Pero no es lo mismo. Nunca has entendido este tipo de cosas. Hay un abismo entre un ramo preparado y poner tú mismo las flores en un jarrón. La diferencia es tan grande como la que hay entre un sábado por la mañana, en el que sabes que toca hacer el amor, y un miércoles por la tarde, en el que te sorprende un beso apasionado fuera de horario. Pero tú no lo entenderías.


- Sí – le he dicho a Marcial -. Prepáramelo, por favor.

Y se lo he dicho sólo porque necesitaba esos minutos para comprobar que la evidencia seguía ahí. Te he recordado sentado en el sillón verde, leyendo el periódico mientras yo terminaba de vestir a Dani y arreglarme para ir a comer a la playa. Uno de esos fines de semana que tú odiabas (pero esto lo supe luego) y que a mí me encantaban porque habíamos hecho un plan para estar juntos los cuatro. Tú y yo con Dani y Mar. Yo sabía que te daba un poco de pereza, pero siempre había pensado que después agradecías haber estado un rato con tus hijos. Y, fíjate qué tontería, me sentía responsable de hacer que encontraras esos huecos para pasar tiempo con ellos.


Marcial estaba montando el ramo. Por un momento he pensado que estaba inquieto él también. No es común que le deje prepararme unas flores. Me conoce. Por eso, me iba preguntando si le ponía unas ramas de gipsophilia o lo adornaba con unos helechos. Mientras tanto, yo examinaba esa sensación, ese vacío que acababa de experimentar, recordándote sentado en el sillón verde, mientras leías el periódico. Mirándote en la distancia como si te hubieras convertido en otra persona, alguien muy lejano que me traía imágenes en blanco y negro, de otro mundo, de otra vida.


He llegado a casa, he tirado las gipsophilia y los helechos y he puesto los tulipanes en ese jarrón de cristal verde que nos regaló tu hermana y que te dejaste en casa cuando viniste a recoger tus cosas, dos meses después de que me dijeras tú a mí: “ya no te quiero”. Me he sentado en el sillón verde y me he puesto a llorar. Ni siquiera estaba triste. Pero no siempre hay que estar triste para llorar. Creo que ha sido por ese vacío repentino. ¿Qué voy a hacer ahora que no te quiero? Entonces ha sonado el teléfono.


- Hola, Clara, soy Pedro –he dicho con voz temblorosa. Estaba nervioso.

- Hola –has respondido tranquila.

- He pensado en ir a recoger a los niños para llevarlos al cine hoy, si no tenéis pensado hacer otra cosa -. No sé cómo me ha salido la voz, quizás porque esa ha sido la única frase que me he preparado antes de llamar. Me he preguntado si habría sonado como un autómata.

- Ah, sí, me parece bien. Creo que se pondrán contentos.


He tenido miedo al oirte. Estabas tan tranquila, como si hablaras con un hermano. He pensado mil formas de alargar la conversación mientras llamabas a Dani para que se pusiera al teléfono. Yo sólo quería hablar contigo.


- Hola, papá.

- Dani, hijo, ¿quieres que vayamos al cine juntos hoy?

- ¡Sí! Vamos a ver Madagascar, ¿vale? –la voz de nuestro hijo casi me hace llorar. Esa alegría ajena a todo lo que estaba pasando.

- Bueno, a ver si a Mar le parece bien esa película...

- Jo, seguro que no –ha contestado Dani–. ¡Mar! –ha gritado a continuación-, que dice papá que si vamos al cine a ver Madagascar.

Me ha hecho sonreir. Es listo nuestro hijo. He quedado con ellos para recogerlos a la una, comer en el Burguer King e ir al cine. Después de hablar con Mar le he pedido que te pasara el teléfono.

- Dime.

- Nada, que iré a recogerlos a la una, si te parece bien.

- Sí, vale.

- ¿No habrías pensado hacer algo con ellos?

- No, tranquilo, estarán contentos de pasar el día contigo.

- Si quieres puedes venir con nosotros –te he soltado de sopetón, casi sin darme tiempo a mí mismo para pensar lo que decía.

- No, tengo cosas que hacer, gracias –has respondido serena, sin dudar, sin enfadarte, sin decirme que mantuviera las distancias. Y de pronto me ha entrado un frío atroz, como si me hubiera despertado solo esperando encontrarte al otro lado de la cama.

- Bueno, pues estaré allí a la una.


Lo primero que he pensado cuando has colgado el teléfono es que por suerte he podido secarme las lágrimas antes de que vinieran los niños. Creo que no se han dado cuenta de que he llorado. Después, he examinado esa sensación de lejanía mientras hablaba contigo. No, ya no eres el hombre al que quise. El que me llamaba desde la Facultad al Estudio para decirme que me escapara una hora porque no podía estar ni un minuto más sin verme. Ni el que apareció por sorpresa en casa de mis tíos en la sierra aquella Semana Santa, ni el que se levantaba de madrugada a preparar el biberón de Mar, mientras yo dormía, y después dormía cuando me levantaba yo a preparárselo a Dani. No eras el que cambiaba de canal y respondía “ya veremos” cuando yo proponía hacer algo el fin de semana, como queriendo aplazar esa decisión, lo que, aprendí después, significaba “no me apetece”.


Te rogué que me quisieras. “Quiéreme, quiéreme”, te decía. Y tú me respondías: “Pero si ya te quiero”. Y yo lo que quería decirte es que no soportaba verte todo el día enfadada, nerviosa, gritando a los niños que por qué no habían hecho los deberes o por qué se habían dejado en el colegio el libro de Matemáticas. Yo pensaba que, si me querías, si nos querías, se acabaría el malestar, te vería sonriente por la mañana, como los años que pasamos antes de que naciera Mar, en los que preparábamos el desayuno entre besos y llegábamos tarde los dos al trabajo. Y las pocas veces en que hablamos de cómo habíamos cambiado te llenabas de razones irrebatibles: que teníamos que educar a nuestros hijos, que su futuro era nuestra responsabilidad, que debíamos estar con ellos porque, si no lo hacíamos, nos arrepentiríamos. Llevabas razón. Pero con esa razón en la mano estabas en la otra punta del mundo, lejos de mí. Por eso no entendí tu sorpresa cuando te dije que ya no te quería, porque estaba seguro de que tú sentías lo mismo desde hacía mil años.


Me acuerdo muy bien de aquel momento. Tú estabas abriendo una botella de vino. Nunca bebías, pero aquella noche te dio por abrir una. Estabas desenroscando el tapón del sacacorchos y yo oí mis palabras como si estuviera en una catedral, resonando en toda la casa: “ya no te quiero”. El corcho cayó a tus pies y vi cómo rodaba por el suelo de la cocina hasta desaparecer debajo del fregadero, mientras me preguntaba qué más podía decir. Dejaste el vino sobre la encimera, despacio, apoyándote en él como si estuvieras colgando de un precipicio y no tuvieras otro lugar donde agarrarte. Vi cómo salías en silencio de la cocina, con aquel albornoz blanco que te encantaba, no sé si lo seguirás teniendo. Y yo me quedé allí, pelando patatas, como si no hubiera pasado nada, pensando qué debía hacer a continuación.


- ¿Desde cuándo? –te pregunto, mientras recuerdo aquel día en que me hiciste esa misma pregunta, cuando después de poner las patatas a cocer fui al dormitorio y te encontré sentada sobre la cama, con el albornoz blanco y la cara entre las manos.

- No sé, Pedro, supongo que ha sido poco a poco – respondes mirándome a los ojos.


He traído a los niños del cine y te he encontrado sentada en el sillón verde, leyendo. Mar y Dani han ido a ponerse el pijama. Me he sentado en el sofá y te he dicho que te hemos echado de menos. Me has mirado y has disparado: “Ya no te quiero”. Y por la forma de decirlo, por esa tranquilidad y ese abismo instalado entre nosotros, sé que es verdad. Ya no me quieres. Estás a millones de kilómetros de mí. Yo sólo quería abrazarte. Nada más, sólo quería abrazarte y rogarte que me quisieras, que por favor volvieras a quererme; pero te he hecho esa estúpida pregunta. ¿Qué más da desde cuándo?


- Yo siempre te querré –te digo. Y me siento estúpido. Por dios, ¿dónde está ahora todo ese discurso que traía preparado para explicarte que eres lo que más me importa del mundo?, ¿cómo se me ocurre resumirlo con esa odiosa frase, “yo siempre te querré”, manoseada hasta el infinito? Yo sólo quiero abrazarte.

- No pensaba decírtelo, pero creo que así estaremos más tranquilos y podremos tener una relación civilizada –contestas, como si no hubieras oído lo que te digo. Quizás no lo hayas escuchado, quizás yo no lo haya pronunciado. Dios, es como si me hablaras desde Nueva Zelanda vestida de aborígen. Ya no eres la misma.


Ya no soy la misma. Lo he visto al instante. Mi vida ha cambiado esta mañana en el kiosco de flores, mientras elegía entre tulipanes o liliums. Y lo he comprobado cuando he podido mirarte a los ojos mientras te decía que ya no te quería, quizás para confirmármelo a mí misma. Me ha extrañado tu serenidad, afirmando que siempre me querrías como si le estuvieras hablando a un cliente desde detrás de la mesa de tu despacho. Quédese tranquilo, déjelo en mis manos. Así es como me ha sonado. Por primera vez le he hablado al hombre al que ya no quiero, a ese que no puedo explicarme de dónde salió, ni cuando; pero que ahí estaba, incómodo por la situación, intentando mantener el tipo mientras oía mis últimas palabras de amor, buscando la frase adecuada para hacer que la conversación suene civilizada y despojada de pasiones. Al fin ha sucedido, ya no hay rencor, ni culpa ni desazón. Ya no hay nada. Sólo vacío.


“¿Qué voy a hacer yo ahora con este vacío?”, he pensado mientras nos despedíamos civilizadamente en la puerta, sin rastro de emoción. He visto a los niños al fondo del pasillo, peleándose por usar el ordenador, y he sentido unas ganas tremendas de abrazarte por última vez.

6 comentarios:

ChusdB dijo...

¿Gloria,no crees que el florista acertó? El tulipan es alegre y cuando muere se abre totalmente y muestra su interior,al contrario que los lilliums,por muy elegantes que sean,que siempre desprenden un olor amargo que hace que estar allí, en la misma habitación, resulte incómodo (me parece muy desagradable) y además, cuando se mueren se cierran en si mismos arrugándose y no enseñan su interior,ese interior lleno de estambres y pistilo amenazante que suele manchar tanto al mínimo roce, que si los tocas es difícil quitar la mancha...(Elucubraciones de un día frío,supongo). Besos.

Gloria dijo...

Hola Chus. Sí, creo que los tulipanes fueron todo un acierto. Y me han encantado tus reflexiones de día frío. Tengo pendiente revisar este cuento, le falta un poco de trabajo y, con tu permiso, cuando lo haga, usaré tus reflexiones que son preciosas y tienen mucho que ver con la forma de enfrentarse a la situación en la que se encuentran Clara y Pedro.

Gracias, como siempre, por volver a esta fiesta, es una gozada verte por aquí.

Un beso de tulipán.

Anónimo dijo...

Tengo que admitirlo, me has hecho llorar ¡te parecerá bonito! ¡justo ahora, tan cerca de unas fechas en las que una se pone más sensiblera y ñoña que de costumbre...! je,je, es broma; lo de que me has hecho llorar, no, eso es cierto, y es que pones tanta alma en todo lo que escribes que es imposible no identificarse con tus personajes y sentir con ellos. Puede que sí, que, como dices, este cuento necesite algo más de trabajo pero ese toque tan tuyo lo convierte en una pequeña joya. Siguiendo con las flores y citando a Juan Ramón, "No la toquéis más, que así es la rosa"
Besos desde Cádiz,
La Sita

Gloria dijo...

Sita, qué preciosidad de cita, me ha encantado. Me emociona que hayas encontrado ese alma en el cuento, así que ya somos dos las lloronas. Una de Sevilla y otra de Cádiz, ¿dónde se ha visto eso?

Gracias por seguir viniendo. Un brindis por esa rosa que me dejas.

Anónimo dijo...

Lo has pulido más, ¿no ? Gloria... Aunque sigue tan bonito como antes; ya se sabe un brillante no es más que un diamante y brilla más o menos según el número de caras (facetas) que tenga...¡lo de antes era un diamante en bruto,pero piedra preciosa también!

Gloria dijo...

Hola, Chus. He estado "retirada" de la fiesta estos días de Navidad. Retomo la tarea ahora. No... no lo he cambiado... quizás es que tú lo miras ahora con otros ojos, generosos como siempre.

Besos de feliz año.