viernes, 22 de febrero de 2008

Taller de Cine y Vídeo

© Charles Chaplin


“Taller de Cine y Vídeo”. Enseguida me llamó la atención el pequeño cartel colgado en el tablón de corcho de la Casa de la Cultura. En Las Tablas no había mucho que hacer, era un pueblo perdido en medio de una gran llanura casi desierta, a más de tres horas de la ciudad más cercana, en un punto estratégico sobre una colina que emergía como una isla en medio de un mar plano de tierra estéril y pedregosa. Yo llevaba dos años allí trabajando. Había sido una suerte encontrar una plaza en la biblioteca cartográfica más desconocida del país, donde me dedicaba a recuperar, catalogar y digitalizar mapas. Un sueño para cualquier documentalista. El único inconveniente era que Las Tablas no tenía mucho que ofrecer aparte del trabajo, así que yo acogía con entusiasmo cualquier actividad que me sacara de la rutina.

Tenía algunos amigos allí, como Víctor Pineda, el alcalde, un chico de mi edad que se metió en política más por aburrimiento que por vocación, y que, de vez en cuando, conseguía subvenciones para organizar cursos o conciertos en la Casa de la Cultura del pueblo. Entre Víctor y yo convencimos a Elena, la de la mercería, para que se apuntara al taller. Además, se inscribieron otros tres compañeros que yo sólo conocía de vista. Julián, quién estudiaba a distancia Filosofía mientras ayudaba en el bar que regentaba su padre en el Casino; Ana, la peluquera y Serafín, un carpintero por vocación que construía maquetas de edificios famosos con palillos de dientes.

El primer día del taller nos estábamos presentando cuando aparecieron nuestros profesores, Daniel y Gema, cargados con una cámara y un maletín lleno de vídeos y documentos. Eran una pareja joven que dedicaban sus fines de semana a ir de pueblo en pueblo impartiendo aquel curso, contratados por Ayuntamientos o Colegios, compaginando esa actividad con su trabajo en una tienda de telas que el padre de Daniel tenía en la ciudad.

Gema nos explicó el programa del taller y nos aseguró que la cuarta semana seríamos capaces de montar un cortometraje en sólo dos días.

A medida que transcurría la mañana e íbamos enfrascándonos en la Historia del Cine, desde los hermanos Lumière hasta la llegada del sonido, Gema y Daniel se fueron transformando en divos en blanco y negro, transmitiéndonos su pasión por aquellas películas como si fuéramos los productores de los que dependía su rodaje. Gema adquiría la pose de la vampiresa Theda Bara mientras veíamos escenas de Cleopatra, Daniel parecía la reencarnación de Griffith hablándonos de los decorados y los planos de Intolerancia. Ambos se quedaban mudos como si fueran parte del decorado de la escena final de La quimera del oro y a nosotros seis nos atrapaba la melancolía que invadía a nuestros profesores al volver a ver la escena final de Candilejas.

Creo que fue aquel día en el que Julián empezó a pensar en el argumento de nuestro corto, basándose en un poema del checo Vladimir Holan, Toscana. Aunque estuvimos encontrándonos en el Casino cada tarde desde ese fin de semana, intercambiándonos las películas que Daniel y Gema nos había prestado, hablando de cine y de posibles argumentos para el cortometraje, Julián no comentó que estaba escribiendo un guión hasta varios días después.

El sábado siguiente reanudamos el taller dispuestos a pasarnos otras seis horas viendo películas, pero Daniel y Gema lo dedicaron a explicarnos la parte técnica del cine, los tipos de planos, la iluminación, la construcción de las escenas, el enfoque. Estuvimos haciendo pruebas con la cámara y descubriendo trucos que se empleaban para dar efectos de miedo, de persecución o de lejanía. A partir de ese día, y durante mucho tiempo, no pude ver una película sin contar el número de veces que cambiaba el plano.

Antes de que acabara el fin de semana, Víctor ya nos anunció que había pedido una subvención para montar un cine fórum al cabo de unos meses, Elena comparaba a sus clientas de la mercería con actrices famosas, Ana quería hacer un curso de maquillaje para cine y teatro, Serafín soñaba con montar un taller de decorados en la ciudad y yo con organizar sesiones de cine con los vídeos que se pudrían en la biblioteca en la que trabajaba. Sólo Julián permanecía callado escuchándonos, aunque, de vez en cuando, preguntaba a Daniel y Gema sobre los tipos de plano más convenientes para escenas que le venían a la cabeza.

Entonces llegó la sesión de guión. Estuvimos esbozando algunas ideas que comentábamos con los profesores, la dificultad de rodarlas, los escenarios donde podrían transcurrir y otras dudas que iban surgiendo sobre la marcha. Julián miraba unos papeles ensimismado, mientras íbamos charlando, hasta que Gema le preguntó en qué estaba pensando.

- Bueno, yo he escrito un guión –dijo él mirándonos a todos.

- Ah, ¿sí? Venga, pues léenoslo –le animó Daniel.

Julián empezó a leer su guión, después de decirnos con timidez que estaba basado en un poema. Había pensado en todo. Las escenas, los planos, el entorno, el vestuario. Los siete oyentes escuchamos hipnotizados la historia a medida que Julián nos explicaba cómo había imaginado cada escena, qué música acompañaría cada momento, qué sensación quería reflejar con cada plano.

Un escritor vive en un pueblo de la Toscana. Suele escribir en alguna taberna, siempre acompañado de un vaso de vino. Dedica algunas palabras a los ancianos que se sientan en mesas cercanas a la suya, pero se le ve enfrascado en una historia que no acaba de redondear. El poema que escribe tiene que ver con una mujer. Lo sabemos porque mientras está sentado en la mesa, con la pluma en la mano, garabateando unos papeles, hay fundidos que trasladan al espectador a escenas irreales, como de sueño, en las que aparece la mujer con un vestido blanco de gasa que oscila con la brisa. Él corre hacia ella hasta darse cuenta de que ha desaparecido. Entonces se desespera mirando hacia todas partes sin verla. Volvemos a la relidad y vemos al escritor abatido, con la cabeza entre las manos, como si no supiera por dónde seguir. En otro de sus sueños se los ve de frente a la cámara en un plano medio, desnudos de cintura para arriba. Entonces el plano se rompe en mil pedazos y nos damos cuenta de que estaban ante un espejo.

Un día, de pronto, recibe una carta de manos de una niña. La lee y la imagen se pierde entre las letras que se van difuminando hasta llenar la imagen. Sabemos que ha pasado algún tiempo porque el escritor lleva otra ropa. Camina al encuentro de la mujer. Es irreal porque ella es la protagonista de su historia; pero es real porque donde se encuentran son escenarios por los que ya lo hemos visto moverse cuando la película transcurría en el plano de la realidad. Se encuentran y pasean por el pueblo. Un travelling circular marca un momento álgido, en el que están cara a cara, mirándose al fin, en medio de una estancia enorme y vacía con grandes ventanales en forma de arco, donde la luz es tan intensa que el espectador apenas puede ver sus figuras. Ellos permanecen allí mirándose mientras el travelling nos transporta a otro escenario similar, lleno de luz, pero ahora está en ellos, porque están al aire libre, y lo que se vuelve oscuro es lo que enmarcan los arcos, las tumbas de un cementerio. El travelling acaba y la cámara se centra en los ojos del escritor, que está mirando fijamente a la mujer, como si se perdiera dentro de ella. En la escena final, los dos están sobre una cama dormidos, envueltos en sábanas blancas, en una postura que parece el símbolo del ying y el yang, cada uno con la cabeza frente a las piernas del otro. Encogidos, pero relajados. Entonces una lluvia de pétalos de rosas rojas cae sobre ellos y el plano se funde con otro en el que vemos unos escritos en el suelo salpicados de miles de gotas de sangre, que en un principio confundimos con las flores, y una mano muerta colgando sobre ellos. Un travelling recorre la imagen de la mano, sube por el brazo y vemos el rostro muerto del escritor sobre una cama.

Nos quedamos boquiabiertos, sin saber qué decir.

- Ella era la muerte – explicó Julián, sin necesidad, antes de que pudiéramos expresar nuestra admiración.

Al cabo de unos segundos de silencio, Gema dijo:

- Chicos, vamos a rodar ese corto.

Y entonces nos pusimos a trabajar. Daniel empezó a pensar en el vestido de la protagonista, que coseríamos con telas de su tienda. Serafín iba dándole vueltas al mecanismo con el que haríamos el travelling circular. Julián, que había pensado en todo, nos llevó a ver los escenarios que había imaginado. Ana dijo que tenía un espejo que podíamos romper, claro que sólo podríamos hacer una toma de esa escena. Gema y yo estuvimos de acuerdo en que Víctor debía ser el escritor, porque era alto y delgado, con pinta de intelectual. Al fin, Julián se atrevió a sugerir que había pensado en Elena para representar el papel de la protagonista y a partir de ese momento todos empezamos a llamarla la musa.

Nos pasamos toda la semana organizando el momento del rodaje, revolucionamos a medio pueblo y en aquellos días ninguno de nosotros echó de menos estar en otro lugar o pensar en otra cosa que no fuera nuestro corto.

De todas las escenas, sólo tuvimos que renunciar al espejo roto en mil pedazos, porque a la hora de la verdad no conseguimos que se partiera más que en tres; pero incluso estuvimos tan orgullosos del travelling circular, que manteamos a Serafín por haber sido capaz de construir aquellos raíles artesanos con los que lo hicimos. Cada uno de nosotros fue cámara en los planos que más nos gustaban e incluso se nos unieron algunos amigos que sujetaban cartulinas blancas alrededor de Víctor y Elena para dar más luz a la escena.

El día del montaje, habíamos hablado tanto con Julián, con Daniel y Gema, que en unas horas lo tuvimos acabado y terminamos el taller brindando por nuestro trabajo con unas cervezas a las que nos invitó el padre de Julián en el Casino.

Los vecinos de Las Tablas fueron al estreno de Toscana en la Casa de la Cultura y todos nos sentimos como si estuviéramos pisando la alfombra roja del Teatro Kodak de Los Ángeles.

El Taller de Cine y Vídeo había acabado, pero cada uno de nosotros tenía dentro una inquietud que mantendríamos ya para siempre.

Seguimos encontrándonos con frecuencia, para ver películas o planear otro corto que había escrito Julián, Veinte de febrero, y que nunca llegamos a grabar.

Poco después, volvimos a coincidir con Daniel y Gema en la ciudad, porque habían presentado la cinta en una muestra de cine joven y había sido seleccionada para una proyección. Resultó un poco decepcionante después del estreno en Las Tablas, porque en la sala enorme sólo estábamos nosotros y otro grupo de gente que esperaban para ver su película que se proyectaba a continuación.

Vivimos aquel invierno como si fuéramos los protagonistas de un cuento de Éric Rohmer, llenos de sueños y de proyectos que aparecían en todos los encuentros por la calle, en los cafés que compartimos e incluso en las siguientes elecciones que Víctor volvió a ganar.

Un tiempo después me fui de Las Tablas. Era complicado mantener en buenas condiciones los mapas de la biblioteca, así que los trasladaron a una de la ciudad, más grande y con mejores instalaciones, por lo que mi trabajo allí se esfumó junto con los mapas. Desde entonces, hablé con algunos de mis compañeros del taller un par de veces por teléfono, en algún cumpleaños y también cuando supe que Ana y Serafín se casaban. Ellos me explicaron que hacía tiempo que Julián se había ido a vivir a Londres, cuando terminó la carrera de Filosofía, pero que no sabían nada más.

Hoy he tenido noticias de él, cuando he buscado en el periódico en la sección de cine una película para ir a ver mañana y he descubierto que en una sala pequeña, en la hora golfa del jueves, ponen Veinte de febrero, dirigida por Julián García.

1 comentario:

ChusdB dijo...

Como ya conocía a Julián, de tu anterior post,ha sido muy fácil imaginar mi película con tus personajes mientras realizaban su película. Me gusta que encadenes historias, Gloria.