sábado, 23 de febrero de 2008

El mejor momento del día


Cuando llega la hora de comer, Pilar prefiere salir del hospital y sentarse en un banco del parque a tomar un bocadillo. Es un momento para respirar, un momento de sosiego, al que se abandona con placer, el mejor momento del día. A veces camina un rato y da vueltas a la manzana. Mira con un poco de envidia a los transeuntes. Ellos son libres. Tienen una vida normal, van a trabajar, llevan a los niños al colegio, leen una novela en el autobús, están preocupados por la subida de los precios, por el cambio climático o por el paso del AVE por el centro de la ciudad. Esperan el fin de semana para descansar, o quizás, con un poco de suerte, salir de la ciudad con algún plan que los sacará de la monotonía de cada día.

Pilar dedica su tiempo de la comida a fantasear que es una persona normal, que sale de su trabajo estresante y se relaja un rato antes de volver a la oficina. A veces, incluso proyecta un fin de semana en la playa o mira escaparates a ver si encuentra un bonito vestido para el verano.

Los días de lluvia se va a la estación y pregunta los horarios de los trenes que van a Tarragona. Y se sienta frente a los paneles de información de salidas como si estuviera esperando que anunciaran el andén al que se tiene que dirigir para coger su tren. Observa con curiosidad a los viajeros, tratando de adivinar a dónde van y si compartirán vagón con ella.

Pilar saborea despacio el bocadillo y disfruta de ese momento, el mejor del día, un rato que ella ha decidido inconscientemente que será suyo, donde no quepa el dolor, ni la preocupación, ni la angustia, ni la culpa. Y en ese rato, sin darse cuenta ni proponérselo, acumula energía y fuerza, a base de pensar que es una persona como las demás, con una vida normal, medianamente feliz, medianamente tranquila.

Después, vuelve al hospital sin rencor, sin nostalgia porque el mejor momento del día se acabe. Vuelve al hospital gozando de esos últimos minutos de libertad, de aire, de normalidad. Y cuando entra en la habitación donde su hijo Andrés lleva ingresado seis meses, Pilar ya no se acuerda de su otra vida, de la vida normal que sueña cada día a la hora de comer. Se acaban las preocupaciones normales por la subida de los precios, por el cambio climático o por el paso del AVE por el centro de la ciudad, y se instala otra preocupación mucho más honda, más hiriente, más culpable, una preocupación que no tiene vacaciones ni fines de semana, una preocupación contraria a lo normal, extraña, enfermiza, dolorosa, la que la mantiene alerta ante cada respiración de su hijo, el niño que, según dicen, ya ha vivido más de la cuenta y que, sin embargo, quiere ser médico de mayor.

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