miércoles, 10 de diciembre de 2008

Así de sencillo


Ya no te quiero. Lo he sabido hoy. Estaba comprando flores en el kiosco de Marcial. He dudado unos diez minutos, mientras él preparaba un ramo para una chica, entre los tulipanes naranjas o los liliums blancos. Ha sido uno de esos momentos en los que el tiempo pasa y me pongo nerviosa, porque sé que pronto tendré que tomar una decisión: tulipanes o liliums. Marcial me hubiera ayudado a elegir. Siempre lo hace. Pero no quería entretenerlo, había cola. Y durante ese tiempo me he mantenido inquieta por mi indecisión. ¿Tulipanes o liliums? Los tulipanes son más baratos y más alegres. Los liliums más caros pero también más elegantes. Marcial estaba acabando el ramo para la chica. Me ha mirado y he dicho: “Unos tulipanes”. En ese mismo momento he tenido como una revelación, una especie de evidencia que ha venido, no sé de dónde, y se ha instalado en algún sitio, quizás en mi corazón, aunque sea cursi decir algo así. Pero ha llegado y se ha quedado conmigo. No ha sido ninguna falsa alarma. Ni como cuando me repetía a mí misma, tratando de convencerme: “No puedo quererlo, tengo que olvidarlo después de todo lo que ha pasado”. Ha sido un sentimiento independiente del rencor, de la angustia o de la desazón con los que he vivido estos dos últimos años. Estaba ahí, claro como el día soleado de otoño que hacía hoy, sin explicación y sin dudas, así de sencillo. Eso es lo que hay: ya no te quiero.


domingo, 30 de noviembre de 2008

2008, yes we can

© Gloria

Este 2008 recorrí los cinco continentes en una sola tarde. Estaban todos en un barrio de Badalona. Uno de esos en los que la abstención es superior a la media, en los que la mayoría de los vecinos no piensan quién les gobierna, sino quién puede echarlos del trabajo o del país. Un barrio que ha crecido a ritmo de asentamiento, como ese pueblo malagueño llamado Almargen por el que pasábamos cuando íbamos a Ronda para ver a mi abuela y que mi madre siempre decía que se llamaba así porque se había formado “al margen de la ley”. Todavía no sé si era una broma o lo decía de verdad.

El caso es que, en mi viaje, conocí a tres niñas cuya edad no superaba los seis años, cada una de un continente. Todas se pusieron mis gafas, miraron mi cámara de fotos y, durante la merienda, contaron hasta veinte en inglés, saltándose el once y el dieciséis.

También conocí a un voluntario maestro jubilado, cuya mayor aspiración era enseñar a leer a sus niños en las clases de refuerzo, porque en el cole ya los daban por perdidos. Y a cinco educadoras, que se dejan la piel en esa coeducación de la que se habla desde los micrófonos de los mítines, pero a la que tan poco caso hacen en los despachos desde donde se tienen que asignar las subvenciones.

Y a una directora, que sonreía mirando al infinito mientras yo le aconsejaba que fueran a las instituciones públicas a pedir espacios para que los niños del barrio puedan jugar.

En ese viaje, gracias a esa directora, al maestro jubilado y, sobre todo, gracias a la niña que se llamaba a sí misma María Antonieta mientras el resto de niños la acusaban de embustera, me dí cuenta de que existen lugares en los que la ilusión y la esperanza de un futuro mejor valen más que el petróleo, que si hubiera una bolsa en la que cotizaran estos valores, la crisis sería literatura de ficción y que, a pesar de todo, compartir con ellos mi viaje, me hace comprobar la fuerza de la expresión de moda del año: yes, we can.

Nota: Este post está escrito para el concurso de 1 año en 1 post de Atrápalo. Aunque no puedo participar, me gustaría que lo votaras si te gusta. Gracias.




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lunes, 24 de noviembre de 2008

La comunicación


Pensé que estaba soñando cuando oí hablar a mi gata: “Hace un calor de mil demonios”, dijo mirándome como si le hubiera intentado timar en la compra y estuviera a punto de pedirme el libro de reclamaciones.


Sentí decepción y miedo a la vez, no sabría decir en qué proporción cada uno. ¿Era esa forma de recibirme después de todo el día en la oficina? Me preguntaba qué le habría hecho yo a Mildred para que ella se dirigiera a mí en ese tono. Siempre la había tratado bien, jamás la dejaba sola más de dos días seguidos, tenía los mejores canguros de gatos de toda la ciudad y, si ellos no estaban disponibles, mi madre, amante de los animales, la cuidaba con mucho gusto. Que conste que no me gusta molestar a mi madre. Ni a ella ni a nadie, esa es la verdad. Siempre que le pido un favor, la pobre señora se desvive por ayudarme; pero me da apuro que modifique sus planes por mí o que dedique su tiempo a algo que no le apetezca hacer. No quiero ser una carga para ella. Por eso, cuando la llamo o voy a visitarla jamás le digo que necesito ayuda. Prefiero que sea ella quién me pregunte si me hace falta algo. Y nunca accedo a la primera cuando se ofrece para hacerme un favor, así le doy tiempo para pensárselo, que después no dude de haber sido ella la que se ofreció. No me gusta ponerla en un compromiso, aunque sea mi madre. Una vez estuvo casi media hora insistiéndome para quedarse con Mildred. Y yo venga a decirle que no hacía falta, ya con los billetes de avión a Santander comprados y sin canguro para el animal. Al final accedí casi con disgusto a que se quedara con ella, cuando me suplicó: “Pura, hija, soy tu madre. Déjame a la gata, que estoy encantada de tener compañía... y vamos a dejar ya este tira y afloja, que me vas a volver loca”. Hay que tener cuidado en esos momentos de que la otra persona no llegue al límite y se rinda. Si sobrepasas ese punto, el otro pensará que es cierto que no lo necesitas, o que no quieres más pastel aunque te estés muriendo por otro pedazo o que puedes seguir esperando un rato más en la puerta de un lavabo público, cuando en realidad estás a punto de hacértelo encima. Hay que saber en qué momento aceptar. Es como si estuvieras comprando alfombras en Estambul, llega un punto en que el vendedor para de insistir y, si eso ocurre, ya no hay nada que hacer.


El caso es que allí estaba yo, acababa de oír a mi gata hablar y, aparte de estar muy disgustada por su comportamiento, estaba asustada. Puede que resulte raro que alguien sienta miedo de su propia mascota; pero era la primera vez que me hablaba y, la verdad, no fue una sorpresa agradable. Me sentía decepcionada. Yo prefería a Mildred cuando era silenciosa, como todas las gatas. Me preocupaba que, de pronto, se hubiera vuelto parlanchina.


Pero aún así, no quise incomodarla. Por eso me mostré lo más tranquila que pude, como si lo que acabara de suceder fuera lo más natural del mundo. Lo último que deseaba era que se sintiera un bicho raro, aunque lo fuera; pero tampoco quería mostrarme indiferente. No sabía muy bien a qué atenerme, la verdad. En mi descargo diré que hice un esfuerzo sobrehumano para no herirla.

- Llevas razón – le dije. Es verdad que hoy es un día muy caluroso. Quizás en un par de horas tenga que poner el aire acondicionado – añadí, condescendiente, tratando de centrar la atención en su problema, en vez de transmitirle mi preocupación y disgusto por el hecho de que ella se hubiera decidido a hablarme como lo había hecho.


Cuál fue mi sorpresa cuando la vi subir de un salto a mi sofá, donde se tumbó indolente, y, poniendo su cara sobre las patas delanteras y entrecerrando los ojos a lo Bette Davis en Eva al desnudo, me soltó:


- Por el amor de dios, hace horas que debía estar funcionando ese maldito cacharro. Vamos a morir abrasadas.


Si quiso herirme, lo consiguió. Me dejó sin habla, durante unos segundos me quedé paralizada observando su gesto de desprecio, como si hubiera perdido todo el interés por mí y quisiera estar en cualquier lugar que no fuera mi salón. Pensé que no sería capaz de pronunciar palabra en toda mi vida, pero lejos de hacérselo notar, intenté calmar mi respiración agitada, contar hasta diez y pasar por alto su menosprecio.


Quizás tuviera problemas que yo desconocía, aunque por otro lado, ¿cómo los iba a conocer? Por muy pendiente de ella que hubiera podido estar, nunca imaginé que pudiéramos tener una conversación. Mildred debería de haber entendido que yo no estaba preparada, era la primera vez que me hablaba. Es verdad que también se trataba de una situación nueva para ella; pero después de todo no había sido yo quién había destapado la caja de los truenos. A pesar de estos pensamientos que me pasaban por la cabeza a gran velocidad, pude mantener cierta serenidad y darme cuenta de que era yo la responsable de ella, y no al contrario, por lo que tendría que ser yo quien resolviera el conflicto. Tenía que ganar tiempo para pensar qué hacer, así que decidí responderle:


- Mildred, estás nerviosa y cansada. Relájate y verás como se te pasa un poco el calor. Si dentro de un rato sigues igual, pondré el aire acondicionado. Mientras tanto, voy a cambiarme y después podremos hablar tranquilamente.


Antes de poder dar un paso hacia la habitación, me replicó entre dientes con aquella voz grave a la que todavía no me había acostumbrado:


- Eso, tú vete como siempre pensando que puedes resolverlo todo a tu manera. Pura, la autosuficiente.

- ¿Qué quieres decir? – pregunté sin poder evitar teñir mis palabras de cierto resentimiento.

- ¿Qué sabrás tú de cómo me siento? Sólo tengo calor. Soy una gata, por el amor de dios.

Ahí ya no pude callarme ni serenarme, perdí los nervios. Quizás ese fue mi error; pero aquello era demasiado para mí. Soy humana, tengo sentimientos.

- ¿Quieres que ponga el aire acondicionado? ¿Es ese tu problema? Pues lo pongo, Mildred, lo pongo. Pero no había necesidad de hablarme de ese modo. Ya sé que eres una gata. ¿Y qué? ¿Eso te da derecho a tratarme como si fuera basura?

- Estás paranoica, Pura. Te has montado la película tú solita, yo sólo he dicho que tenía calor.

- Ah, sí, en un tono de lo más dulce. Da gusto llegar a casa y que tu propia gata te suelte una grosería tras otra. Y eso, claro, después de todo el día trabajando, mientras ella ha estado tranquilamente paseando por la casa.

- ¿Y qué quieres que haga? ¿Que mire las ofertas de trabajo mientras tú no estás?

- Por dios, Mildred, no pongas en mi boca palabras que yo no he dicho. No sé si te das cuenta de que es la primera vez que me dices que tienes calor. De hecho, es la primera vez que me hablas.

- Joder, si no te hablo me derrito. Y ni con esas.

- ¿No podemos tener una conversación tranquila después de haberme cambiado? ¿Tiene que ser de esta manera, deprisa y corriendo?

- ¿Pero qué coño tenemos que hablar? Yo sólo tengo calor – gritó, poniéndose en pie sobre el sofá.

- No me hables en ese tono, te lo advierto.

- Bueno, ya veo que no llegamos a ninguna parte tú y yo. Moriré de calor antes de que comprendas lo que te estoy diciendo – dijo, caminando hacia la cocina, de espaldas a mí.

- Lo entiendo perfectamente. Estás de mal humor y la pagas conmigo.

- ¿Sabes qué? – giró la cabeza y me miró desde la encimera -. Me voy de esta casa –amenazó.

- ¿Y dónde vas a ir, Mildred, al tejado de la vecina?

- ¡Pues sí! Es mucho más fresquito que este jodido apartamento.


Y dicho esto, antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba pasando, la vi saltar hacia el marco de la ventana, desde donde se volvió para mirarme orgullosa con esos ojos verde claros, casi amarillos y, tras girar sobre sus patas, de un brinco desaparecer de mi vida.


Por supuesto en aquel momento pensé que en un rato volvería por donde se había ido. ¿Qué iba a hacer Mildred sin mí? Era incapaz de cuidarse por sí misma. Todavía recuerdo el enfado que cogió aquella vez que la dejé sola un fin de semana entero en casa. Estuvo una semana ignorándome. Y eso que le dejé comida y agua suficiente como para pasar un mes sola. Desde entonces, no me he atrevido nunca a irme sin dejarla con un canguro o con mi madre.


Pero Mildred no volvió. Todavía no ha vuelto, y de eso hace ya tres meses. Lo peor de todo es que ni siquiera puedo explicárselo a nadie. ¿Quién me iba a entender? Incluso mi madre me miró como si me viera por primera vez cuando le dije que la gata me había abandonado. “Se habrá perdido, mujer, Pura, no seas dramática”. Desde entonces no ha parado de insistirme para que me compre otra. Que me ve muy sola, me dice. No comprende que Mildred es insustituible. Hasta me hubiera acostumbrado a esa voz grave que tenía. Si no le hubiera podido la impaciencia, habríamos podido hablar y arreglar nuestras diferencias. Pero, claro, ¿qué sabrá ella sobre la comunicación? Si era la primera vez que hablaba.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Entrar en razón

Por favor, Dios mío, haz que me telefonee ahora. Oh, Dios, que me llame. No pediré nada más, te lo prometo. Me parece que no es pedir demasiado. Te costaría tan poco, Dios mío, concédeme esa pequeñez... Que me telefonee ahora mismo, nada más. Por favor, Dios mío, por favor, te lo ruego.

¿Cómo iba a saber yo que se iba a poner así? Sólo por insinuarle que merece un trabajo mejor. Cómo se ha puesto. Que nunca llegará a ser lo que espero de él, eso me ha dicho. Después de tanto sacrificio, Señor, después de treintaiun años dedicada sólo a él, desde que murió Antonio, que lo tengas en tu Gloria, él se contenta con ese trabajillo de comercial en una empresa de pacotilla. No se da cuenta de que él vale para mucho más, que tiene que apuntar alto y no conformarse con ser uno más del montón. Para eso me he dejado yo la vida trabajando en el hospital, porque, si no fuera por él, anda que no me hubiera quedado yo en mi casa con mi pensión. Pero no, yo quería que se educara en los mejores colegios y que sus amigos no fueran chusma, sino gente de bien, a ver si algo se le pegaba. Pero claro, él se juntaba con lo peorcito del barrio. Y así ha salido.

Pero no me lo tengas en cuenta, Señor, esto que digo es porque estoy enfadada. Yo sé que él es un chico bueno y comprensivo y sé que si Tú me haces esa gracia, si Tú haces que me llame ahora mismo, me darás la sabiduría para hacerle recapacitar. Es la primera vez que se va así, dejándome con la palabra en la boca. Dios mío, haz que me llame, yo sabré cómo hacer que cambie de opinión.

Ya lo hice cuando, con diez años, venía con aquel niño, ¿cómo se llamaba el infeliz? Gerardo. El hijo del cosario, ni más ni menos. Tenía una cara de desdichado, delgadito, callado, muy poca cosa. Se ponían a jugar los dos en la sala y ni se les oía. El niño aquel estaba esperando nada más a que le diera la merienda, a saber qué le daban en su casa, porque cuando veía el jamón serrano dejaba los juguetes a un lado y se lanzaba a comerse el bocadillo como un desgraciado, con esas uñas negras que ganas me daban de restregarle las manos con el cepillo. No me gustaba nada que viniera a casa con él.

Pero entonces fue fácil. Alberto lo pasó mal el día de su cumpleaños cuando vio que su amigo Gerardo no vino a la fiesta, pero se le pasó enseguida. Los niños son así. Preguntó por él un par de veces y luego con los regalos, la tarta y todo lo demás se olvidó. Yo sólo quería que mi Alberto se relacionara con lo mejorcito del pueblo, para que desde pequeño supiera desenvolverse en ese mundo al que estaba destinado. Allí estaban los niños que le convenían, como Ricardito, el hijo de Don Ricardo, el dueño de Las Tablas, la finca más importante del pueblo. Nada menos que un reloj le trajo de regalo. Qué iba a saber yo de lo que pasaría después. Los llamé yo misma uno por uno, le dije a Alberto que esa era la forma elegante de invitarlos, no a gritos en el recreo del colegio. Puse la casa como un palacio, llena de globos y de guirnaldas. Y mi niño vestido con su rebeca azul hecha a mano que me costó un ojo de la cara, su camisita y sus bermudas corinto. Estaba precioso.

No estarás castigándome por aquella mentira piadosa, ¿no, Dios mío? Ay, Señor, perdona que te hable así, no sé ni lo que me digo, es que estoy destrozada, el niño se ha ido y el teléfono sigue sin sonar. Es verdad, al día siguiente del cumpleaños, cuando Alberto me acusó de no haber invitado a Gerardo, le dije que aquel pobre niño no habría querido venir porque seguramente sus padres no tendrían dinero para comprar un regalo y que lo perdonara por haber mentido porque a los pobres no hay que tenerles en cuenta esas cosas. Dios mío, tú sabes que no estoy orgullosa de la forma en que lo hice, pero en aquel momento Alberto estaba embelesado con el niño mugriento ese, parecía que no hubiera otro en el mundo, y no se me ocurrió otra manera de apartarlo de ese peligro. Porque era un peligro. A saber dónde habrá acabado. Que no le deseo ningún mal, Señor; pero mi niño no era de esa clase y sólo le habría traido disgustos. Yo ya me confesé de ese pecadillo con Don Antonio. Dios mío, Tú sabes que todo lo que he hecho en esta vida ha sido por mi Alberto. Y míralo ahora, mira cómo me paga todos los sacrificios. Ni imaginarse puede todo lo que he tenido que luchar por él. Por favor, te ruego que lo hagas recapacitar y que me llame, que suene el teléfono ahora mismo.

Perdóname Dios mío por esta rabia que tengo, pero entiéndeme, yo soy su madre. ¿Tú crees que tiene que pagarme con esta moneda después de todo lo que he hecho por él? El mejor colegio del pueblo, cumpleaños por todo lo alto, los meses en Inglaterra para que aprendiera inglés con el dichoso Ricardito, la profesora particular para que lo ayudara con las Matemáticas, porque todo lo demás ya me lo estudiaba yo con él hasta la hora que fuera. Todo sacado de mi trabajo y la pensión de Antonio, ahorrando peseta a peseta, privándome de vestidos o caprichos, que ni uno me he dado para que a él no le faltara de nada y pudiera estar al nivel de sus amigos, haciendo horas extra en el hospital, para poder irnos de vacaciones a la costa y que alternara con su pandilla. Allí donde iba estaba yo como una sombra, discreta pero atenta a todo lo que le ocurriera.

Que hasta los padres de sus amigos me lo reconocen. Me los encuentro por la calle y me dicen: “Hay que ver, Angustias, lo que tú has hecho por tu hijo”. “Nada que no corresponda a una madre”, contesto yo con modestia, porque no quiero echarme ni una flor, que todas se las lleve el niño, ese que se ha ido dando un portazo.

Esto que te pido no es nada para ti, Dios mío, y yo sé que Tú lo puedes todo, porque me lo has demostrado más de una vez. Como cuando el verano antes de empezar a estudiar Empresariales en la ciudad me dijo que no quería irse a la costa porque prefería pasar las vacaciones en el pueblo con María. Me acuerdo y se me ponen los pelos de punta. Aquella lo que quería era enredar a mi Alberto, no hizo más que llamarlo durante todo el curso. Yo le preguntaba sin darle importancia si le gustaba, para poner freno a aquello en cuanto pudiera. Y él que no, que sólo eran amigos. Fue la única vez que me despisté, porque ella estaba en la pandilla, iban todos juntos, y yo pensaba que él había madurado y era consciente de que aquella niña no le convenía.

Me lo soltó de sopetón, con esa cara de inocente que casi me hace llorar. Porque lo vi, estaba dominado por la muchacha aquella, la hija del profesor de Ciencias, que era una espabilada. En cuanto llegó al pueblo hacía dos años me di cuenta de cómo se las gastaba la niña. No tenía vergüenza. Un domingo me los encontré por la calle, estaban con otros amigos, y cuando le recordé a Alberto que teníamos que ir a misa de siete, va la fresca y me suelta: “Angustias, que Alberto ya es mayorcito”. Le sonreí y, con toda la educación y tranquilidad posible, le dije: “Por eso, como ya es mayorcito puede llevar a su madre a misa y darle un capricho una vez a la semana, ¿verdad, cariño?” Alberto asintió y María se puso roja. Mejor una vez colorada que cien amarillas. Pero ni así se dió cuenta mi hijo de cómo era la desvergonzada y allí estaba diciéndome con toda su inocencia que prefería no ir a la playa. Y no fuimos, Señor, ya sabes todo lo que sufrí con aquello, que hasta te hice la promesa de salir en procesión el Jueves Santo si lo hacías entrar en razón. Un año estuvo estudiando en la ciudad y viniendo cada fin de semana a verla a ella. Y yo tragando como podía, porque ya él me había dejado claro que estaba enamorado y que yo no sabía cómo era María. Claro que lo sabía, mejor que él. Pero también sabía cómo son esas cosas y que aquella vez no sería tan fácil como con Gerardo. Así que durante aquel año tragué quina y tenía a María hasta en la sopa. Intentaba hacerle ver a Alberto cómo era ella, pero sin que se volviera en mi contra, con discrección. “María, hija, qué falda más bonita llevas; pero ¿no te queda un poco corta?” Y Alberto, aunque no lo dijera, pensaba lo mismo que yo, porque en el fondo él sabía distinguir la elegancia de la chabacanería. O les comentaba: “Me encontré a Laura, la hermana de Ricardito, que el año que viene empieza Derecho. Mira que es lista esa niña. Y educada. Cuando me ve me echa unos piropos... Y siempre me pregunta por ti, Alberto.” Los domingos, cuando lo acompañaba a la estación para que cogiera el tren de vuelta a la ciudad, le repetía que era el momento de centrarse en sus estudios y de conocer a gente, que las relaciones que hiciera entonces le iban a servir toda la vida y que ya no quedaban en el pueblo más que los viejos como yo y los jóvenes que no aspiraban a nada en la vida.

Dios mío, y así día tras día, semana tras semana, esperando hasta que llegó el momento en que Tú quisiste hacerme ese favor. El verano siguiente, en cuanto Alberto me dijo que se había enfadado con María, le tuve que decir que esa niña no era para él, que si no se daba cuenta de cómo me trataba, con esa distancia y ese descaro, ni una sola vez había venido a verme mientras él estaba estudiando. Él se merecía una chica como Laura, educada y cariñosa. Alberto me miró con esos ojos de cordero degollado, llenos de lágrimas. “No llores por ella, por Dios, hijo, ¿no ves que es una lagarta”. Y aún así él todavía me pidió que no dijera esas cosas de María, hasta que exploté y la que empezó a llorar fui yo, diciéndole: “¿No ves que no valora el sacrificio que haces por ella viniéndote todos los fines de semana? Con todo lo que podrías estar disfrutando en la ciudad y las chicas a la que podrías conocer” Mi hijo me abrazó, Dios mío, lo llené de besos, Tú te acordarás. Y ahí acabó todo el tema de María, toda mi preocupación.

Ay, Señor, pero así estamos otra vez. Cuánto sufrimiento para lo poco que te pido. Yo creía que me habías premiado mi sacrificio haciendo que Alberto y Laura se enamoraran. Y te lo agradezco, Dios mío, mil veces al día desde entonces, porque todo vino rodado y para mí era la recompensa a mis noches en vela, rezando para que todo le fuera bien al niño.

Sé que has hecho mucho por nosotros, desde que se casaron y Alberto empezó a trabajar con Don Ricardo en Las Tablas, llevándole la finca. Nunca me había sentido tan orgullosa de él, olvidé que esta vida es un valle de lágrimas. Ay, Señor, cuando entré en San Bartolomé del brazo de mi hijo, me parecía ir flotando de satisfacción. En ese momento no me dolían las manos de poner inyecciones, ni la espalda de asistir a las parturientas. Me sentía como una reina, del brazo de Alberto, vestido con su chaqué nuevo y yo con mi mantilla de Chantilly.

Mira que les he insistido para que tuvieran hijos, pero Tú no has querido dárselos. Yo te lo respeto, Señor, Tú sabes los planes que tienes para ellos. Pero no me dirás que eso no influyó para que, cuando murió Don Ricardo, que en tu Gloria lo tengas, el sinvergüenza de Ricardito le dijera a mi Alberto que tenía otros planes para Las Tablas y que se fuera buscando otro trabajo. Todo porque Don Ricardo, que era tan buena persona como infeliz, dejó en el testamento Las Tablas para su hijo y la casa palacio para Laura. ¿Me quieres decir qué hacemos nosotros con ese caserón si Alberto no tiene trabajo con el que mantenerlo?

Desde entonces, Dios mío, y de eso hace ya dos meses, te estoy pidiendo que el niño se decida a vender la casa palacio y comprar unas buenas tierras. Tú sabes que aquí si no tienes tierra no eres nadie. Y además, después de lo que ha pasado, tendría que montar su propia finca e ir con la cabeza bien alta por el pueblo, que nadie diga que Ricardito lo ha achantado.

Pues nada, ahora me viene con la sorpresa, otra vez con esa mirada inocente lleno de entusiasmo, a decirme que por fin ha encontrado un buen trabajo. ¿Buen trabajo? ¿Qué necesidad tiene de ponerse de comercial en una empresa que nadie conoce y trasladarse a vivir a la ciudad? Con lo bien que estaríamos aquí los tres.

Y todo esto, Señor, Tú lo has visto, se lo he explicado tranquila, sin alterarme. Que la casa no es de él, sino de Laura, me dice. ¿Y no es eso lo mismo? ¿No es ella su mujer? Y que siempre había querido trabajar en una empresa. Yo también he querido toda mi vida estar tranquila en mi casa sin trabajar; pero esa es la diferencia: mirar por los demás o mirar sólo por uno. Y este, Dios mío, sólo mira por él, ya ves cómo me agradece tanto sacrificio.

Pero no queda ahí la cosa, me trago mis palabras y le digo: “Hijo mío, si quieres trabajar en una empresa, tú sabrás por qué, que yo no lo entiendo; pero, si quieres, espérate a que te contraten de directivo en alguna importante. ¿Te vas a rebajar yendo de puerta en puerta de comercial? Alberto, tú no estás hecho para eso”.

¿Es para tanto? ¿Acaso lo he insultado, Dios mío, para que se pusiera así? Te lo ruego, te lo pido de rodillas, Señor, haz que me llame. Sólo que me llame, Dios mío, que suene ahora mismo el teléfono, que yo sabré cómo hacerlo entrar en razón.

Nota: Ejercicio del curso de Relato Avanzado del Curso de Escritura. La propuesta consistía en construir un relato a partir del primer párrafo.

martes, 16 de septiembre de 2008

Tout s'arrangera



Sábado, 21 de febrero de 1981

Hemos llegado a Bayeux a las 10 de la mañana. Más de un día después de salir de Osuna en el autobús. El viaje ha estado bien, hemos venido charlando. Rafa dice que se ha apuntado al intercambio para ligarse a una francesa. Rosario se metía con él, diciéndole que con lo bruto que es, las francesas saldrán huyendo, con lo finas que son. “En Francia son mucho más liberales”, ha dicho Luis. “Sí, claro, por eso van a estar esperando que lleguéis con los brazos abiertos, ¿no?”, ha contestado Marta, y he pensado que lleva razón; pero no lo he dicho. Al revés, he intentado apoyar a Rafa y a Luis y he gritado: “Todavía no nos hemos ligado a ninguna y ya estáis celosas”. Los chicos han aplaudido y las chicas me han llamado creído y salido. Y eso que no creo que me ligue a ninguna francesa. Llevo tres meses intentándolo con Sonia y todavía no me he atrevido a decírselo.

En el instituto nos estaba esperando Marie, la profesora de Español de los franceses. Nos ha hecho entrar en una clase para explicarnos todo lo que haremos durante la semana de intercambio. Después nos ha presentado a los alumnos que nos habían correspondido. A mí me ha tocado Pierre. Es moreno, alto y fuerte. Tiene dieciséis años, es uno de los mayores, ha repetido dos veces. Lo primero que me ha preguntado es si jugaba al fútbol. No lo he entendido hasta la tercera vez. Le he contestado que no y ya no ha vuelto a hablarme hasta por la tarde, para decirme que había venido su padre a recogernos. El padre se llama Antoine, me cae bien. Habla mucho. Aunque no lo entiendo, parece simpático. Pierre ha ido todo el viaje en silencio, escuchando música por los auriculares.

La casa está en medio del campo. Es muy grande, de piedra, con ventanas de madera. Jaqueline, la madre de Pierre, ha salido a recibirnos. Llevaba un delantal encima del chaquetón. Después he conseguido entender que se había estropeado la calefacción, por eso estaba cocinando con el abrigo puesto. Entonces me ha presentado a la hija, Sabine, que lleva los ojos tan pintados que parece que lleve un antifaz. Tiene el pelo negro con algunos mechones de rojo chillón. Y dos pendientes en cada oreja. Si la viera mi madre se llevaría un susto de muerte. También tienen un hermano pequeño, André. Se ha cambiado de habitación para que yo duerma en su cama, al lado de la de Pierre. Las paredes del dormitorio están llenas de pósters de futbolistas y cantantes sujetos con chinchetas.

Mientras ponía mi ropa en el armario ha venido la madre para darme una toalla y me ha dicho que cenaremos en un rato (¡son las seis y media!). Pierre se ha ido fuera a hacer footing. Yo le he dicho que estaba cansado y me he quedado solo en el cuarto. Como no sabía qué hacer me he puesto a escribir un diario.

Se me ha olvidado contar que esta mañana hemos visitado el instituto. Está muy bien. He visto que los franceses se pasan el día dándose besos. Cuatro cada vez que se ven. Creo que me llaman para cenar. Pepé, Pepé, con acento en la segunda e.

Domingo, 22 de febrero de 1981

Hoy hemos ido a Creully, que es en realidad el pueblo al que pertenece la familia de Pierre. Me han dicho que íbamos al mercado y que podía comprar regalos para mis padres. Los domingos ponen allí unas tiendas ambulantes, donde venden comida y licores. No tenía pensado comprarles nada, pero Jaqueline insistía tanto diciéndome que los quesos eran muy buenos que me he llevado dos.

Hemos ido Pierre, André y yo con los padres. André no paraba de dar saltos en el coche. Jaqueline le ha regañado para que se estuviera quieto, pero él ni caso. Me ha pisado varias veces. No le he dicho nada porque no quería parecer un chivato, así que he puesto los pies lo más lejos posible de él. Pierre estaba enfadado y ha ido todo el camino mirando por la ventanilla. En el desayuno ha discutido con Antoine. He entendido que Pierre quería que nos llevaran a casa de un tal Frederic (no sé si se escribe así), en Bayeux; pero el padre no ha querido. Entonces Pierre me ha preguntado “Qu'est-ce que tu préfères?” y yo he dicho “Je ne sais pas” y él me ha mirado con cara de fastidio. Luego he pensado que tendría que haberle dicho que prefería ir a Bayeux, pero en ese momento no he caído. Podría haberme avisado antes.

Sabine ha venido a desayunar con los pelos tiesos y los ojos con toda la pintura corrida. Parecía la niña del exorcista. No sé si la de la película, que no la he visto, pero sí la del Castillo del Terror que vino la última vez a la Feria. Ella se ha quedado en la casa porque mañana tiene un examen.

Creully es enano, pero hay un castillo muy guay, como de película. Lo hemos visto por fuera y luego nos hemos ido al mercadillo donde he comprado los quesos con la ayuda de Jaqueline. Ha empezado a llover y Antoine ha comprado cinco paquetitos que caben en un bolsillo y en realidad son bolsas con forma de chubasquero. Es una buena idea. Todos se han reido cuando he dicho que nunca los había visto antes. Nos los hemos puesto y hemos seguido paseando como si nada, aunque yo estaba chorreando de rodillas para abajo.

Antes de comer he llamado a mi casa desde una cabina. Mi madre me dijo ayer que la llamara para explicarle si estaba bien en la casa que me había tocado. Le he dado el número de teléfono de Pierre y me ha dicho que, a partir de ahora, ella me llamará a la hora de cenar, un día sí y otro no.

Hemos comido una cosa que se llama Raclette. Se pone queso en una minisartén, la minisartén se mete en un aparato que sirve para calentar el queso. Mientras se calienta, te pones en el plato patatas y embutidos y luego echas el queso derretido encima. Está bueno. André ponía la boca abierta en el borde del plato y empujaba la comida hacia adentro con el tenedor. Si lo viera mi madre se pondría histérica y se daría cuenta de que poner los codos en la mesa mientras como no es para tanto.

Por la tarde me he aburrido un poco. Pierre ha hecho un intento de hablar conmigo, me ha puesto música francesa y me ha preguntado si me gustaba. Le he dicho que sí por no molestarlo, pero en realidad no me gustaba. Le he preguntado si conocía alguna música española y me ha dicho Julio Iglesias. A Los Secretos no los conocía; pero sí a Dire Straits, aunque Pierre cree que son aburridos y prefiere a unos que se llaman The Police. Ha puesto una canción de ellos y está bien. Ya no hemos hablado más, se ha ido a ver la tele y yo me he quedado aquí escribiendo. ¡Son las 4 y ya es de noche! Menos mal que mañana hay instituto y veré a mis amigos allí.

Lunes, 23 de febrero de 1981

Son las 9 de la noche. Pierre está tumbado en la cama leyendo una revista y escuchando música. Yo estoy nervioso sin saber qué hacer, así que me he puesto a escribir. Hoy hemos visitado El tapiz de Bayeux, que es un tapiz de más de 60 metros de largo del siglo XI que cuenta la historia de una guerra entre Francia e Inglaterra. Es lo más famoso que tiene Bayeux, aparte de Anne Marie, la francesa que le ha tocado a Luis y está buenísima, a quien todos se quieren ligar. Yo ni lo intento, tendré suerte si me dirige la palabra en todo el intercambio. En todas partes hay carteles, postales y regalos con el tapiz de Bayeux. Tampoco es para tanto, cuando vayan los franceses a Osuna y vean los cuadros de Rivera de La Colegiata se darán cuenta de que los dibujos del tapiz no tienen comparación. Hemos estado por lo menos una hora viendo el tapiz, aunque los españoles mirábamos todo el rato a Anne Marie; las españolas a Bruno, el francés de Rafa, un tío con tupé que las iba sobando a todas; los franceses, que no son tontos, miraban a Carmen y, cómo no, las francesas a Quico, como hacen de costumbre las españolas cuando no hay francesas. Después hemos ido a dar una vuelta por el pueblo. Bueno, es casi una ciudad, porque es bastante grande. Los franceses han vuelto al Lycée porque tenían clases. Yo me he ido con Luis, Antonio, Rosario y Marta a tomar un café a un bar. Hemos pedido un café au lait y nos han puesto un tazón de medio litro con leche y dos gotas de café. Le hemos preguntado a un camarero si no había cafés más pequeños y nos ha hecho una clase tipo Barrio Sésamo, sacando tazas de detrás de la barra a la vez que decía “grand” o “petit”. Hemos vuelto al Lycée, teníamos que estar allí a la 1 para comer y después nos hemos ido a ver la catedral. Ha sido divertido explicarnos lo que habíamos hecho el domingo. A Antonio lo llevaron a cazar topos. Le ha tocado una francesa muy pava que se pasa el día estudiando, aunque para el caso Pierre es igual, aunque en vez de estudiar escuche música. Pero por lo menos a mí me llevaron al mercadillo de quesos. Que para qué habré dicho nada, porque Rosario ha empezado a decir que ya se notaba el tufillo y tonterías así. Han estado toda la tarde dando por saco con el tema. Pero, la verdad, ahora que estoy aquí escribiendo en el cuarto, me parece que huelo a queso... Hablando de olores, Rafa cuando llegó a su casa no encontraba el WC por ningún sitio, porque aquí la bañera y el WC están en cuartos separados, así que al final se lo hizo dentro de la bañera, pero por el lado por donde no estaba el grifo. Y como no había ducha, tuvo que poner el tapón y llenar un poco la bañera para que se fuera la meada. Entre unas cosas y otras estuvo un buen rato allí dentro y después Bruno le preguntó que qué hacía y se tuvo que inventar que había tenido que lavarse los piés. Entonces fue cuando el francés lo llevó al WC para explicarle que la próxima vez se los lavara en el bidé, que está en el mismo cuarto.

Después de la catedral hemos vuelto al Lycée y cada uno a su casa. Luis y Marta tienen suerte, porque su casa está en el pueblo y pueden quedar; pero yo estoy en medio del campo y no hay nada que hacer. Cuando hemos llegado a la casa, Sabine me ha enseñado a jugar al solitario. Aunque sigue con las mismas pintas, ahora ya me parece más simpática, por lo menos me habla, no como Pierre. No he jugado mucho, porque ha venido André y ha empezado a preguntarme cosas, como si me gustaba más el fútbol o el baloncesto o si sabía jugar a nosequé. Hemos cenado oeufs en cocote, que son una especie de huevos al plato, ensalada y embutidos. Estaba recogiendo los platos con Pierre y Sabine, cuando ha sonado el teléfono. Jaqueline ha venido y me ha dicho que era mi madre. Me ha parecido raro, porque quedamos en que hablaríamos mañana. Me ha dicho que ha habido un golpe de estado en Madrid esta tarde. Yo la verdad es que no sabía muy bien lo que era un golpe de estado, me sonaba algo grave, cosas de guerra o algo así; pero ella me ha explicado más o menos que los políticos están en Las Cortes y los militares los han secuestrado. Entonces se ha puesto a llorar porque mi hermano Manolo está en la mili en Sevilla, y dice que en Valencia los que están en la mili han salido con tanques a la calle y que a ver si va a haber una guerra y no voy a poder volver. Mi padre le ha quitado el teléfono y me ha dicho que no me preocupe, que ellos están bien y que no pasará nada. Yo oía a mi madre por detrás decir en voz baja: ”¿Cómo puedes decir que no pasará nada?” y echarse a llorar. Mi padre me ha preguntado qué habíamos hecho y le he contestado que habíamos visto el tapiz y la catedral y él me ha dicho que qué bien y que si estoy aprendiendo francés, pero en realidad lo que quería era aparentar que no estaba preocupado, que es lo que hace cuando lo está y la cosa es grave. Al final se ha puesto mi madre más tranquila y me ha dicho que había hablado con Manolo y que, de momento, estaba en el cuartel y estaba bien. Me llamará mañana otra vez. He colgado y cuando he ido a la sala Jaqueline y Antoine ya sabían lo que pasaba en España, porque estaban viendo la tele. Jaqueline me ha preguntado cómo está mi familia. No le he explicado lo de Manolo, porque tampoco sé cómo explicárselo en francés, así que le he dicho que bien y ella me ha abrazado. Me ha dado un poco de corte y no sabía dónde poner las manos. Después he jugado un rato con Sabine al solitario y me he venido al cuarto. Me han entrado ganas de llamar a Sonia, que no ha venido porque ella es de inglés, y seguro que cuando volvamos a Osuna ya estará saliendo con alguno; pero aquí ¿desde dónde voy a llamar? También me he acordado de Manolo. Espero que no tenga que salir con los tanques ni nada de eso. Está de administrativo, así que no creo. Es un cachondo y parece muy valiente, pero en el fondo es un cagao, sólo se fue a la mili porque no sabía qué estudiar y decía que así se la quitaba de encima. ¡Qué mala suerte, joder! Me he puesto nervioso pensando en eso y he decidido escribir, porque tampoco sabía muy bien qué hacer.

Martes 24 de febrero de 1981

Hoy nos han reunido a todos los españoles en el Salón de Actos del Lycée. Nuestros profesores de francés, Rafael y Lourdes, nos han explicado lo que está pasando en España. Estaban muy serios y con cara de no haber dormido mucho. Enseguida me he dado cuenta de que Luis y Marta se daban la mano. Después se han soltado, pero cuando Rafael ha dicho que ayer por la noche el Rey salió por la tele y dijo que él no estaba de acuerdo con los militares ni con el golpe de estado, Marta ha soltado “¡Bien!” y le ha vuelto a dar la mano a Luis. Me he preguntado qué habría pasado con estos dos y la verdad es que estaba más pendiente de ellos de lo que decían los profesores. Lo del Rey parece que es muy bueno, porque como es el jefe de las Fuerzas Armadas, los militares tienen que hacerle caso y dejar libres a los políticos. El peor es Tejero, porque no ha obedecido al Rey y sigue encerrado en Las Cortes sin dejar salir a nadie. Rafael y Lourdes nos han dicho que vamos a esperar a ver qué pasa y que de momento cancelábamos la visita al Cementerio Americano, a donde teníamos que ir hoy. En vez de eso, nos han dicho que acompañemos a los franceses a las clases. No me ha dado tiempo de hablar con Luis ni con Marta, porque después de la reunión han venido los profesores franceses, que también tenían cara de no haber dormido, y nos han dicho a qué aula teníamos que ir cada uno. Yo he sido de los primeros en salir y con toda la bulla no he podido preguntarle a Luis. Ahora estoy en 1ºE, sentado al fondo de la clase de Pierre. Están dando Física y no hay ningún otro español aquí. Como me aburría, me he puesto a escribir.

Miércoles 25 de febrero de 1981

Tengo un montón de cosas que escribir y no sé si me dará tiempo, porque dentro de un rato Antoine nos llevará a Pierre y a mí a Bayeux a cenar a casa de Silvie junto con otros españoles y franceses del intercambio. Silvie es la fracesa a la que me he ligado. Yo todavía no me lo creo, aunque es verdad. Es delgada, un poco más baja que yo y pelirroja. Lo que menos me gusta es que lleva unas gafas rojas redondas y parece una azafata del Un, dos, tres, pero no está tan buena, claro. Lo que más me gusta son sus besos, tiene los labios suaves y esponjosos y no puedo parar de besarla. Ella tampoco puede parar. Por eso casi no he hablado con ella, aparte de todo lo que le conté del Golpe de Estado justo antes de enrollarnos ayer por la tarde. Ella también me decía Pepé, con acento en la segunda e; pero cuando empecé a decirle Sílvi, con acento en la primera i, aprendió a pronunciar mi nombre como es.

Ayer, después de la clase de Física, antes de que llegara el profesor de Ciencias, Silvie vino a preguntarme qué era lo que escribía. Ella está en la clase de Pierre y no se ha apuntado al intercambio. Le expliqué que escribía cosas del intercambio y que como estábamos en un Golpe de Estado a lo mejor servía por si había una guerra y no podíamos volver a España en mucho tiempo y después yo tenía que encontrar a mi familia. No sé de dónde me saqué eso, nadie nos había dicho que podría pasar algo así. A lo mejor fue porque el verano pasado leí Por quién doblan las campanas, en el que Jordan, el protagonista, se liga a María en medio de la guerra. Me dí cuenta de que Silvie se emocionaba y empezamos a hablar del golpe de estado. Yo no sabía muy bien qué explicarle, porque por la mañana no había prestado atención a los profesores, estaba distraido viendo cómo Luis y Marta se daban la mano. Exageré un poco la situación, porque veía que ella intentaba consolarme y eso me gustaba. También le expliqué que mi hermano estaba haciendo la mili y que seguramente le habrían obligado a salir con los tanques por Sevilla. Ella puso los ojos como platos, me cogió la mano y la apretó durante unos segundos. Bueno, todo esto se lo expliqué como pude, porque en francés es un poco difícil de decirlo. Supongo que ella me entendía más o menos. Después llegó el de Ciencias y tuve que volver a sentarme al fondo de la clase. Durante toda la hora Silvie estuvo enviándome papelitos que decían cosas como “Ne t'inquìète pas, tout s'arrangera” o “Je resterai toujours ton amie”. Yo le contestaba con otros papelitos que decían “Je l'espère” o “Merçi, moi aussi je serai toujours là pour toi”. Casi al final de la clase, vino una de las secretarias del Lycée a decirle una cosa al profesor. Entonces él me señaló y me dijo que tenía que ir al Salón de Actos a reunirme con el resto de profesores y alumnos españoles. De pronto, Silvie se levantó y preguntó si podía acompañarme; pero él no la dejó venir conmigo. Cuando llegué al Salón de Actos la mayoría de mis compañeros estaban allí, incluidos Luis y Marta sentados juntos en la última fila y cogidos de la mano. Me senté al lado de Luis y le pregunté en voz baja: “Tío, ¿te has enrollado con Marta?” Él sonrió y, antes de que pudiera responder, Marta se giró hacia mí y dijo: “Estamos saliendo desde ayer”. Y le dio un beso a Luis. Entonces llegaron los profes, Rafael y Lourdes. Enseguida me dí cuenta de que tenían buenas noticias, porque estaban sonrientes, no como por la mañana. Nos explicaron que el golpe de estado se había acabado, que los militares golpistas se habían rendido y habían dejado salir a los políticos. Todos nosotros empezamos a aplaudir y a pegar saltos. “Esta tarde iremos al Cementerio Americano”, dijo Rafael. Y nosotros seguimos gritando de alegría. En aquel momento pensé que en realidad ninguno de nosotros había entendido muy bien lo que estaba pasando, aunque todos habíamos tenido miedo de que algo horrible pudiera ocurrir, sin saber exactamente qué podría ser. Salimos del Salón de Actos y Luis aprovechó un momento para explicarme cómo se había ligado a Marta, mientras ella iba al cuarto de baño. Ya decía yo que tenían suerte viviendo los dos en Bayeux. Salieron con sus franceses por la noche y se habían enrollado. Luis me lo estaba contando, cuando vi a Silvie, buscándome. Nada más verme me preguntó qué había pasado. Le respondí que se había acabado el golpe de estado y ella me echó los brazos al cuello y me abrazó fuerte. Yo estaba como mareado y en un segundo pensé: “Ahora o nunca”. Le dí un beso en la boca, allí en medio del pasillo. Ella se despegó un poco, tuve miedo de que no le hubiera sentado bien lo del beso; estaba esperando a que me diera un empujón o algo así. Pero no, se acercó y me dio otro beso, más largo que el de antes. Desde entonces no hemos parado de enrollarnos. Luis se quedó de piedra, porque lo vió todo. Lo que no sabía es que la noticia era tan nueva para mí como para él.

Bueno, lo escribo rápido porque en un rato me voy, el caso es que comí con Silvie en el comedor y ella me presentó a tres amigas. Una de ellas era Béatrice, la francesa que le ha tocado a Carmen. Yo ya la conocía del día del tapiz. Entre todas decidieron que hoy iríamos juntos a cenar. Silvie pudo apuntarse a la excursión al Cementerio Americano, a la que fuimos todos, franceses y españoles. Es un campo enorme lleno de cesped y de cruces blancas. Los muertos judíos no tienen cruz, sino una estrella de David. Y está justo en la playa donde se produjo el desembarco de Normandía. Silvie y yo fuimos todo el rato de la mano. De vez en cuando, nos quedábamos atrás y aprovechábamos para besarnos. En el autobús de vuelta, Pierre me dijo que convencería a su padre para que hoy nos llevara a Bayeux a cenar a casa de Silvie. Y me guiñó un ojo. Creo que desde ese momento empecé a caerle mejor y él también a mí.

Esta mañana hemos ido a Caen, que es una ciudad grande cerca de Bayeux. Hemos estado viendo el Ayuntamiento, que en realidad se llama Abbaye aux Hommes, la abadía de los hombres. Y después, sobre todo las chicas, han estado comprando regalos y postales. Los chicos se dedicaban a mangar cosas en las tiendas. Es increible lo fácil que es, nadie vigila nada. Yo he estado explicando a Luis lo de Silvie y no he robado nada porque me pongo nervioso y se me nota, aunque sí he distraído varias veces al dependiente para que Rafa pudiera llevarse algo. Lo he hecho porque el tío es un pesado y no paraba de insistir. Luis tampoco tenía mucho interés por mangar nada, pero sí por saber cómo había empezado a salir con Silvie y por explicarme cómo se había enrollado con Marta.

Hemos llegado al Lycée después de comer. Silvie me ha dicho que me ha echado mucho de menos, pero enseguida ha llegado Antoine a recogernos a Pierre y a mí para ir a casa y dentro de un rato nos vuelve a llevar a Bayeux. Pierre ha convencido a su padre para que nos deje quedarnos a dormir en Bayeux, en casa de Frédéric, que es el francés de Quico. Mañana hacemos una excursión al Mont Saint-Michel. He hablado con mi madre y me ha dicho que Manolo está muy bien y que le dan permiso el fin de semana para ir a Osuna. Estaba contentísima.

Jueves, 26 de febrero de 1981

Frédéric vive en una casa grande con una casita pequeña en el jardín, que es en realidad su habitación y cuarto de estudio. Como es independiente de la casa de sus padres, puede hacer lo que le dé la gana allí. Fuimos a la cena nueve personas. Los franceses: Pierre, Frédéric, Béatrice, Silvie y dos amigas suyas que no se han apuntado al intercambio. Los españoles: Carmen, Quico y yo. La madre de Silvie es muy simpática y muy joven. Yo estaba muy cortado, porque Silvie ya le había explicado que salimos juntos. Es increible, la madre estaba tan contenta y no paraba de preguntarme cosas. Y Silvie no se cortaba dándome la mano y cosas así. Aquí los franceses son muy liberales. Después de la cena, más o menos a las diez de la noche, Pierre le dijo a la madre de Silvie que si podíamos ir a casa de Frédéric a escuchar música. Al principio no quería dejarla salir, porque era muy tarde y al día siguiente había que ir a clase; pero al final entre todos la convencimos. En el cuarto de estudio de Frédéric estuvimos escuchando música. Entonces me dí cuenta de que no era el único que había ligado. Quico estaba con Béatrice, enseguida se fueron a la habitación. Y Frédéric estuvo intentando enrollarse con Carmen, diciéndole que podrían intercambiarse las casas cuando a ellos les tocara ir a Osuna: Béatrice en la de Quico y él en la de Carmen. Ahora sé que consiguió ligársela, pero la verdad es que yo no los vi, porque a las doce Silvie dijo que tenía que irse, que era demasiado tarde, y la acompañé a su casa. Antes de entrar, nos enrollamos junto a una tapia que hay delante de su jardín y esa ha sido la mejor vez porque estábamos solos y la acaricié por todo el cuerpo. No quería que se fuera, pero ella decía que su madre le regañaría por llegar tan tarde. Me prometió que intentaría venir hoy al Mont Saint-Michel y entró en su casa.

Al final Silvie no ha podido venir a la excursión. Como no está apuntada al intercambio, no la han dejado. Estaba casi llorando cuando me lo ha dicho. Al principio, en el autobús, yo estaba serio, no me apetecía nada pasar todo el día por ahí, estaba cabreado porque Silvie se había quedado en Bayeux. Rosario se ha sentado a mi lado y ha empezado a canturrear: “Pepe se ha enamorado, Pepe se ha enamorado”. Yo hacía como que no la oía, pero le hubiera tapado la boca con mucho gusto. Rafa, que es un bruto pero es buena gente, ha gritado: “Pepe es el más listo de este autobús, coño”. Nos hemos reído y se me ha pasado el cabreo. Además, luego se han empezado a meter con Quico, Carmen, Béatrice y Frédéric. “Esto no es un intercambio, ¡es un doble intercambio!”, gritaba Rafa. Carmen se ponía roja como un tomate y no dejaba a Frédéric ni darle la mano.

El Mont Saint-Michel es un monte en medio de una playa gigantesca. Cuando sube la marea se convierte en isla. La marea sube a la velocidad de unos caballos galopando. Eso no lo hemos visto. Por lo menos no me he dado cuenta. Encima del monte hay un monasterio como de película y todo el pueblo está lleno de museos, de iglesias, murallas, restaurantes y tiendas. Le he comprado a Silvie una colonia. Rosario me ha ayudado a elegirla. A Luis y Marta casi no los he visto. Se han pasado el día dándose besos por las esquinas. Casi todo el rato he estado con Pierre, Antonio, Rosario, Rafa y sus franceses. Rafa no paraba de robar cosas a escondidas de los franceses, a quienes les molesta que vayamos mangando por las tiendas. Rafa dice que lo que se lleva ya se lo cobran por otro lado. Puede que lleve razón, porque nos hemos comido un bocadillo en un bar que nos ha costado un ojo de la cara. Aquí en Francia todo es mucho más caro que en España, pero en el Moint Saint-Michel mucho más. Mientras comíamos, Antonio ha estado hablando de la que podría haberse armado con el golpe de estado. Decía que ahora podíamos estar en guerra y que gracias al Rey todo se había solucionado. Antonio piensa que la culpa de todo la tienen los franquistas, que no se han acostumbrado a que en España ahora hay una democracia. “Si viviera Franco, anda que íbamos a estar nosotros de intercambio en Francia”, ha dicho. “Pues mi padre dice que con Franco vivíamos mucho mejor, sin tantas huelgas ni terrorismo ni nada”, ha soltado Rosario. “Ni libertad”, ha añadido Antonio.

Después hemos cogido el autobús de vuelta y Antoine nos esperaba en el Lycée. No he podido ver a Silvie. Hace un rato que hemos cenado. Sabine no está, creo que se ha ido a estudiar a casa de una amiga.

Viernes, 27 de febrero de 1981

Esta mañana he vuelto a ver a Silvie. Le he dado la colonia. Le ha encantado. Nos hemos visto en todos los descansos entre clase y clase. Ella está triste porque mañana nos vamos, pero yo le digo que no lo piense. Ahora estamos en el Salón de Actos, vamos a ver una película del desembarco de Normandía. A las doce hay un partido de fútbol entre españoles y franceses. Yo no juego, no me gusta el fútbol, pero iré con Silvie a animar. Esta noche hay una fiesta de despedida en el Lycée. Rafa dice que es su última oportunidad. Yo tengo ganas de ir, pero por otro lado me da pena que se acabe la semana de intercambio. No sé cuándo volveré a ver a Silvie.

Sábado, 28 de febrero de 1981

Estoy en el autobús. He dormido un rato, pero me ha despertado Rafa, dándose cabezazos contra mi hombro. Vamos todos en silencio porque estamos muertos entre la fiesta de ayer y el viaje de hoy, la mayoría va durmiendo.

Ayer fuimos al partido. Ganamos los españoles. Silvie me dijo que intentaría apuntarse al intercambio para venir a Osuna con el resto de franceses. Me hizo prometerle que le escribiría todos los días. La fiesta estuvo muy bien. Fue en el gimnasio del Lycée. Ponían una canción francesa y una española. A Silvie le gustaron Los Secretos. Bailamos un montón de lentos. Me daba un poco de corte enrollarme con ella delante de todo el mundo, así que salíamos de vez en cuando al patio para estar solos, aunque siempre había parejas fuera, pero eso ya no me importaba. Rafa al final se ligó a la francesa pava de Antonio. Nos hemos estado riendo de él un buen rato por eso. A él le da igual, también se reía. A la una vino Antoine a recogernos a Pierre y a mí para llevarnos a su casa. Más o menos todo el mundo se fue a esa hora, porque se acababa la fiesta en el Lycée. Bueno, menos los que viven en Bayeux, que estuvieron por lo menos hasta las tres en casa de Frédéric y Quico. Esta mañana hemos salido a las nueve. Me he tenido que levantar muy temprano, porque ni siquiera había hecho la maleta. Los quesos huelen un montón, seguro que apestan toda mi ropa. Silvie ha venido a despedirse. Lloraba todo el rato. Yo intentaba consolarla y le decía que nos veríamos cuando viniera a Osuna, aunque no es seguro que pueda venir. Ojalá la dejen. Me ha regalado un cassette de música francesa, la mayoría de canciones que pusieron en la fiesta. No es que me guste mucho, pero es un detalle. “Je t’aime” ponía en la carátula. Me lo ha dicho varias veces antes de que subiéramos al autobús. Yo también se lo he dicho a ella, claro. Por supuesto no he llorado, pero tenía un nudo en la garganta. Pierre me ha dado la mano al despedirse.

Todavía nos queda mucho viaje, aunque tengo ganas de llegar. Sobre todo para ver a Manolo y explicarle que al final he ligado. Él siempre se mete conmigo por eso. También quiero que me cuente si tuvo que salir con los tanques a la calle durante el golpe de estado. Menos mal que al final se arregló todo. Si no, cualquiera sabe qué hubiera pasado, igual hubiéramos tenido que volvernos y los franceses no podrían venir a Osuna en mayo, durante la feria. Me alegra saber que cuando lleguemos a España todo estará igual que antes. Acabo de encontrarme en el bolsillo del pantalón la notita que Silvie me envió: “Ne t'inquìète pas, tout s'arrangera”

jueves, 7 de agosto de 2008

La estantería


- Como sigas apretando así vas a terminar pasando de rosca el tornillo y luego será imposible sacarlo.
- ¡Ah! ¿Y cómo se supone que tengo que hacerlo, le pido por favor que se enrosque hasta el final?
- Oye, no me contestes así, te lo he dicho de buena manera. Haz lo que quieras.
- Haz lo que quieras... No es hacer lo que yo quiera, sino hacer lo que hay que hacer. Como tú no me informas, y se supone que eres el experto, pues no sé hacerlo. Lo hago lo mejor que puedo, pero claro, el señorito sólo se digna dirigirme la palabra cuando ve que hago algo mal.
- Te he informado de que si seguías apretando se pasaría de rosca. Pero tú te cabreas con cada cosa que te digo porque piensas que sabes hacerlo y te molesta que te diga cómo se hace. ¡Ah! Ahora te vas, ¿eh? Pues nada, que te vaya bien.
- Te estoy escuchando.
- Te has puesto el abrigo, eso quiere decir que te vas, ¿o es que tienes frío?
- Me he puesto el abrigo porque está claro que no tengo nada que hacer aquí contigo. Me voy a la calle y cuando vuelva sabré perfectamente hacer mi trabajo: recoger todo lo que hayas dejado por el suelo.
- Sí, será mejor que te vayas.
- Eso es: ``vete, vete´´. ¡Hablar contigo es imposible!. Pues ahora no me voy, esta es mi casa. No soy yo la que tiene que irse.
- El que tiene que irse soy yo, ¿no? Pues nada, cargo otra vez todas las herramientas y me voy. Para qué habré tenido que venir a ayudarte a montar esto...
- ¿Qué haces?
- Estoy recogiendo. Me voy.
- No te he dicho que te vayas. Sólo quiero que hablemos de lo que ha pasado.
- ¿Qué ha pasado? Te he dicho que ibas a pasar de rosca un tornillo y me has echado de tu casa.
- No. Lo que pasa es que tú no hablas, tú vas haciendo y piensas que has dicho las cosas y en realidad no las has dicho. Y luego quieres que todo se haga como tú has pensado que se hiciera, pero sin que lo hayas comentado. Y me vas a volver loca.
- Joder, no llores. No entiendo qué te pasa... estábamos tan a gusto montándote la estantería y es que todavía no sé lo que ha pasado
- Ante cualquier discusión tú sales corriendo, así cómo quieres que te conozca, así cómo quieres que no me enfade y que sepa lo que quieres. ¿Cómo quieres que sepa si de verdad quieres que vaya a vivir contigo?
- Te he pedido que te vinieras a vivir conmigo... Si te lo he pedido es porque quiero, si no, no te lo hubiera dicho. Pero tú me has dicho que no estabas segura, pues yo lo respeto. Y, por favor, deja de llorar. Toma, un pañuelo.
- Pero es que no estoy segura porque no sé si tú quieres de verdad o te vas a cansar de mí a la media hora de estar juntos.
- No me voy a cansar. Pero si nos cansamos, pues qué le vamos a hacer. No hacer las cosas por miedo a que se estropeen... No llores, ¿cómo me voy a cansar? Si estoy loco por ti... Ven, dame un abrazo.
- ¿De verdad, de verdad que quieres que viva contigo?
- De verdad.
- ¿Y qué hago ahora con la estantería?
- ¡Qué tonta eres! Ven aquí...

domingo, 27 de julio de 2008

El sueño del gato


Estaba a punto de meterme en la ducha cuando sonó el interfono. Fui a ver quién era. Una voz desconocida preguntó por mí. Era el cartero, me traía un paquete. No sabía que los carteros trabajaban los sábados por la mañana. Mientras el hombre subía a casa en el ascensor y me ponía un vestido de verano, me he preguntado qué era lo que vendría a entregarme. De pronto me he acordado. El sueño del gato. El libro que ha editado la Escuela de Escritores con cuentos de los alumnos. En ese libro hay un cuento mío, La huida. Lo pedí hace unos días y lo había olvidado.

He sonreído al cartero que me ha hecho firmar un resguardo y, en cuanto se ha ido, he abierto el paquete con cuidado para no estropear el libro. Calculo que debe haber unos trescientos cuentos en él. He tenido la sensación de abrir una caja llena de cartas escritas por algún desconocido con la emoción de poder leerlas. Entonces he empezado a buscar entre los autores a mis compañeros de la Escuela. He encontrado cuentos de Emilia, Begoña, Javier... Aquí sigo desde entonces, leyendo historias diferentes con una cosa en común: la ilusión de formar parte de un libro hecho de sueños, un libro que lleva en su título esa declaración de intenciones.

Esta fiesta tiene hoy otro motivo para brindar, que el gato no deje de soñar nunca.

viernes, 20 de junio de 2008

Dúplex de blogs


Hay gente con la que te cruzas y que te hubiera gustado conocer mejor. Me ha pasado eso con Marta. Hemos compartido oficina durante varios años, hasta que un día ella se planteó dejar el trabajo para poder estudiar y dedicarse a lo que más le gusta: hacer fotos.

Parece sencillo apostar por lo que más feliz te hace pero, en cambio, tenemos tanto miedo a lo desconocido que a veces hacemos imposibles los cambios, aunque sean para mejor. Por eso, admiro a Marta.

Un par de días antes de irse, me envió una invitación para ir a una exposición de fotografías suyas. Y entonces fue cuando se nos ocurrió hacer un dúplex de blogs. Ya que están tan de moda las comunidades, nosotras empezamos hoy con esta primera piedra de nuestro dúplex. Yo me inspiraré en sus fotos para escribir mis cuentos y ella se inspirará en mis cuentos para hacer sus fotos.

Hoy estamos más de fiesta porque he colgado su primera foto en mi cuento anterior. Un reloj que no marca las horas. No me digáis que no es bonita. Gracias, Marta, y suerte en tus exámenes.

martes, 3 de junio de 2008

Reloj, no marques las horas

Cuando mi hermano Hugo fue de campamento la primera vez yo tenía seis años y los sábados por la mañana papá y mamá hablaban bajito en la cama y a veces decían: “Ay, madre, ay, madre”.

Yo no sabía qué les pasaba aunque pensaba que debía ser algo divertido porque mamá se levantaba contenta y preparaba pan frito para desayunar, y a mí me encantaban los sábados que desayunábamos pan frito todos juntos.

Aquel día nos levantamos muy temprano para llevar a Hugo al campamento. Papá le había comprado una mochila enorme con diez bolsillos por lo menos y mi hermano estaba deseando llevarla a la espalda porque mamá le decía que era como la de un explorador.

Paramos en todas las fuentes de la carretera, mamá nos hizo fotos en cada una y Hugo usaba el cacillo de lata del campamento para beber. Después, teníamos que parar porque nos hacíamos pis y papá apuraba hasta el último momento. Mamá se ponía nerviosa y decía: “aquí mismo, para aquí”, mientras nosotros gritábamos: “para ya, papá, que me lo hago”.

Antes de llegar al campamento tuvimos que pasar por un camino de tierra. Mamá llevaba un mapa que le habían dado a Hugo los boyscouts; pero creo que no estaba muy bien dibujado porque mamá dijo: “nos hemos perdido, hay que preguntar”.

Papá estaba enfadado porque no le gustaba perderse y menos que mamá le dijera cada dos por tres: “pregunta, Antonio, hay que preguntar”.

Llevábamos ya un buen rato perdidos en medio del campo y mamá venga a decirle a papá que preguntase, hasta que él bajó la ventanilla y dijo: “eh, amigo, ¿por dónde se va al campamento de los boyscouts?”. Mamá, Hugo y yo nos asomamos por la ventanilla; pero no vimos a nadie. Yo pensé que debía de haber algún hombre escondido detrás de un árbol o algo así, hasta que mamá dijo: “¿a quién preguntas?” Y papá respondió: “a nadie, pero ya he preguntado, ¿no?”. Entonces, mamá y Hugo empezaron a reírse, y yo me reí también, aunque no sabía muy bien por qué; pero a papá no le hizo ninguna gracia.

Por fin llegamos al campamento, nos despedimos de Hugo y nos quedamos mirándolo cuando se cargó la mochila y caminaba hacia su tienda. Sólo se le veían las piernas blancas y escuchimizadas por debajo. Parecía una mochila con patas.

A la vuelta, le pregunté a mamá cuándo me tocaba a mí ir de campamento y ella me respondió: “cuando tengas diez años”.

Después, papá puso la cinta de Antonio Machín, que era la que más nos gustaba, y todos cantamos Reloj, no marques las horas. A mamá le encantaba esa canción, decía que era romántica; pero a mí me ponía un poco triste, como cuando los domingos volvíamos de comer en casa de los abuelos y yo todavía tenía que hacer divisiones antes de cenar.

Hugo volvió al cabo de una semana lleno de picaduras de mosquito, y aunque contaba que la comida era asquerosa y que no paraban de andar y correr y trabajar todo el día, a mí no se me quitaron las ganas de tener diez años e ir de campamento con una mochila llena de bolsillos.

Hoy mamá ha puesto el despertador a las ocho de la mañana. Papá vendrá a recogerme. Ya se ha puesto bueno y no está tan triste como cuando dejó de trabajar porque tenía la enfermedad de la depresión y, como ya puede conducir, me llevará al campamento. Hugo vendrá con nosotros, aunque le fastidia y está enfadado. Dice que prefiere quedarse para jugar al fútbol con sus amigos y ya quiere saber si volverán antes de las ocho, porque ha quedado con su amiga Clara (en realidad es su novia, pero a él le da rabia que la llamemos así) para ir al parque. Seguro que se pasa todo el viaje con los cascos puestos, escuchando música y sin hablar. Mamá dice que es porque está en la edad del pavo; pero él dice que nadie lo entiende. Y la verdad es que yo no lo entiendo, siempre está peleándose con mamá porque nunca le hace caso a la primera. Entonces, mamá se enfada y dice: “se acabó la tele”. Así que al final me quedo sin tele sin haber hecho nada malo.

Mamá no vendrá con nosotros al campamento, porque como ahora están separados ya no vamos juntos a ningún sitio. Pero ayer me prometió que haría pan frito para desayunar, aunque a mí me ha dado un poco de pena recordar los sábados por la mañana en los que hablaban bajito en la cama y decían: “ay, madre; ay, madre”, que ahora ya sé que es hacer el amor, porque ya tengo diez años.

(*) Tengo que poner título a este cuento y tengo dos opciones: "Una mochila con diez bolsillos" o "Reloj, no marques las horas". Como no me decido, te pido ayuda: ¿Qué título te gusta más? Escribe tu respuesta en los comentarios. ¡Gracias!

ACTUALIZACIÓN 18/06: Título fijado definitivamente como "Reloj, no marques las horas" gracias a la aportación de los usuarios y a la de mi amiga Marta Pueyo, que me ha regalado una foto preciosa para ilustrar este post.

sábado, 19 de abril de 2008

Rosas contra el olvido

El próximo miércoles se celebra una de las fiestas que más me gustan de Barcelona: el día de Sant Jordi. Los enamorados se regalan libros y rosas. Según la tradición, ella compra un libro para él, y él una rosa para ella. Por fortuna, la mayoría hemos adaptado un poco la tradición a estos tiempos y regalamos rosa y libro, independientemente del sexo.

Las calles de Barcelona se llenan de tenderetes y de gente que pasea cargada de libros y de rosas. Es una fiesta en la que todos participan, un día en el que merece la pena salir a darse una vuelta y disfrutar del ambiente. Me encanta la combinación de libros, rosas y amor.

Supe el otro día de una iniciativa, Rosas contra el olvido, que invita a la gente a regalar rosas a personas mayores que sufren las consecuencias de la soledad y la vejez. El objetivo, llegar a las 1001 rosas. No son muchas, ¿los ayudamos?

Cumpleaños desapercibido

El lunes pasado esta fiesta cumplió un año. Me he dado cuenta hace unos minutos. He estado tan liada que olvidé descorchar una botella y brindar con vosotros, los que pasáis por aquí y los que dáis vida a este baile, lanzándoos a la pista con las primeras notas de cualquier canción.

Gracias, gracias, gracias mil por no dejar de sorprenderme, por hacer que ese adjetivo que titula este blog siga teniendo sentido, por manteneros atentos a pesar de los cambios de ritmo. Estoy aprendiendo, gracias por la paciencia.

Es un placer veros por aquí. Coged una copa y brindad conmigo.

El baño

© minuano12

Amaneció un día espléndido de primavera tardía. Cálido, soleado, claro. Yo había estado esperando durante todo el invierno que llegara un día así. Cada vez que me asomaba al balcón, observaba la piscina reluciente, con sus pequeños azulejos de gresite que teñían el agua de un azul intenso, casi irreal. Me sentía fascinada por su quietud, sólo interrumpida a veces por las ondas que dejaba a su paso algún gorrión que sobrevolaba el agua, apenas rozándola para beber. Los días de lluvia, se me pasaban las horas mirando embelesada las diminutas salpicaduras que agitaban la superficie, componiendo una coreografía hipnótica como las interferencias de una televisión no sintonizada, en la que las oscilaciones provocadas por cada gota de lluvia se entrecruzaban como las notas improvisadas de una jam session.

La piscina está situada en medio del patio trasero de nuestra casa, orientado al sur. La rodea una franja de césped que termina en los muros altos de piedra que delimitan el jardín. Muy pocas veces sopla el viento y siempre viene del norte, pasando por encima de la casa sin alterar la placidez del agua.

Cuando desperté aquel sábado de primavera, me asomé al balcón y comprobé que no había ni una sola hoja flotando sobre la superficie de la piscina, parecía como si toda el agua fuese un solo bloque inamovible de cristal azul. Durante unos segundos me sentí como parte de una fotografía, detenida en el tiempo. Un instante sólo alterado por el deseo de sumergirme en el agua después de un rato de sol.

Entré en la habitación. Mi marido todavía dormía en nuestra cama. Había llegado tarde la noche anterior y no quise despertarlo. Además, me apetecía disfrutar sola de ese momento que había estado esperando durante todo el invierno.

Unos días antes me había comprado un bikini nuevo. Decidí estrenarlo, pero mientras me desnudaba sólo podía pensar en el placer del baño que iba a darme, el primero de la temporada de calor, y entonces el bikini me pareció una prenda incómoda e innecesaria. Yo no solía bajar desnuda. Mi marido siempre insistía en que los muros del jardín eran lo suficientemente altos como para que nadie pudiera vernos desde otras casas; pero me incomodaba estar sin ropa al aire libre, siempre pensaba que alguien podría llegar a la casa de forma inesperada, aunque sabía que era un temor infundado, porque la única persona que tenía llaves era la asistenta, quién siempre llamaba antes de entrar. Sin embargo, aquel día bajé las escaleras desnuda y me tumbé sin pudor en una de las hamacas del jardín.

Estuve durante un buen rato acumulando rayos de sol y calor, alargando la espera del baño como un niño que deja la mejor golosina para el final, hasta que sentí unas gotas de sudor recorrer mi costado y me incorporé, dispuesta a sumergirme en el agua. Noté que estaba agitada, nerviosa, como cuando se acerca el momento de un primer beso. Quizás por eso mi recuerdo de aquel instante sea un poco difuso, como si en mi memoria no hubiera quedado sitio más que para la excitación y el deseo de estar dentro de la piscina.

Bajé despacio por la escalerilla, sintiendo cómo se me erizaba la piel al contacto con el agua fría, cómo mi respiración se aceleraba y perdía el compás a medida que mi cuerpo se empapaba. Me sumergí por completo y me repuse de la impresión inicial con un par de brazadas suaves. Podía ver cómo al nadar iba dibujando en la superficie una pequeña ola que me precedía sólo unos centímetros y me sentí hipnotizada por la suavidad con que el agua mansa se iba transformando en onda hasta llegar al borde de la piscina.

Nadé con suavidad durante un tiempo indeterminado, gozando de una especie de ingravidez que me iba transformando. De pronto reparé en que no estaba cansada, era como si los brazos y las piernas se movieran sin esfuerzo, flotando al son del agua sin que nada los impulsara, como si no tuviera huesos y mis músculos se hubieran vuelto fluidos. Mi baño sólo se interrumpía de forma desagradable cuando sacaba la cabeza para respirar. Justo entonces, sentía que me ahogaba.

Seguí nadando y buceando, abstraída por completo de pensamientos y cada vez alargaba más el momento de salir a respirar. No sé cuánto rato estuve así, de un lado a otro de la piscina, pero recuerdo que varias veces descarté la intención de terminar el baño e ir a preparar el desayuno. Tendría que secarme un poco al sol y subir a casa. Pero me sentía tan relajada que en el mismo instante que pensaba eso, decidía pasar un rato más en la piscina.

En un momento dado me dí cuenta de que, de una zambullida, había dado dos vueltas buceando a la piscina. Me maravillé por mi recién descubierto aguante. Aunque no tenía necesidad, por inercia, saqué la cabeza del agua para respirar. En un segundo vi a mi marido asomado al balcón. Me pareció que estaba buscándome; pero antes de poder gritarle que estaba dándome un baño, sentí una angustiosa opresión en los pulmones y una asfixia insoportable. En un movimiento reflejo volví a sumergirme hasta que pude recuperarme y sentirme un poco mejor. Desde debajo del agua podía ver a mi marido entrar y salir de la habitación, buscándome con la mirada desde el balcón. Pensé que tendría que advertirle de que estaba en la piscina, pero cuando intenté llamarlo, otra vez con la cabeza fuera del agua, volvió la opresión y la asfixia y me zambullí de nuevo, sin apenas tiempo para emitir un gemido que él no pudo escuchar.

Asumí que en algún momento él me encontraría y me abandoné a la ingravidez del agua, resistiéndome a realizar ningún esfuerzo por nadar, meciéndome en el propio movimiento ondulatorio que yo había creado. Poco a poco me invadió la sensación de que ocupaba toda las piscina, notaba el roce de los pequeños azulejos de gresite en mis caderas, en la espalda, en las plantas de los pies. Y esa percepción me fascinaba, nunca había sentido tanto bienestar, una armonía que no tenía comparación con ningún momento que yo hubiera vivido. No estaba sumergida en el agua. Era el agua misma. Me sobrevino esa certeza como cuando alguien sabe que tiene hambre, de una forma natural, sin razonamiento ni preocupación. Miré mi cuerpo desnudo y no me sorprendió no verlo, porque yo estaba dentro de mi cuerpo, que había ocupado el volumen de toda la piscina.

Desde entonces, paso unos inviernos apacibles, a veces mecida por la cadencia de las gotas de lluvia que se funden en mi superficie, y unos veranos agitados por los baños de la familia que vino a vivir a la casa el otoño siguiente, cuando mi marido se trasladó, después de un verano extraño, lluvioso y frío.

He sido feliz todo este tiempo, pero ahora me asalta una preocupación. He oído decir que van a hacer obras en el patio. ¿Y si tuvieran que vaciar la piscina?

martes, 11 de marzo de 2008

La cena

Julia se había quedado sentada en el sofá leyendo una revista, mientras Manuel, en la cocina, batallaba con unos rábanos que se resistían a ser pelados. Se le escurrían de las manos, como se le estaba escurriendo desde hacía meses el momento adecuado para hablar con Julia.
- ¿Te ayudo? - le había preguntado ella.
- No hace falta - había respondido él, ansioso por desaparecer de su vista y repasar a solas, una vez más, la conversación que tenía pendiente con ella.
Se había ofrecido a hacer la cena. "Julia, tenemos que hablar", le diría después. Una ensalada y algo de fruta. "¿Qué pasa?", respondería ella. Una cena sencilla, sosa, sin riesgo de que a ella le gustase especialmente. "Ya no te quiero", continuaría él. De esos platos cotidianos que pasan desapercibidos. "¿Qué? ¿Qué quieres decir con que ya no me quieres?", preguntaría ella de forma retórica clavando sus ojos en él. Una comida rápida hecha sin amor, una más de una noche más. "Ya no siento lo mismo por ti", trataría de explicarse él. Lechuga, tomate, zanahoria, espárragos, maíz y rábanos. "¿Has conocido a alguien?", preguntaría ella tratando de justificar el desamor. Nada elaborado ni delicioso. "No, no es culpa de nadie", él le diría la verdad. Una cena anodina que, sin embargo, los dos recordarían siempre.
- ¿Quieres que fría un poco de beicon y se lo echamos a la ensalada? - Julia apareció en la cocina por sorpresa.
- Por mí no, pero si tú quieres - ya estaba, ya se había liado, ya no sería la cena aséptica que necesitaba. Ahora ella, como siempre hacía, se afanaría en compartir con él aquel momento. Querría resucitar su ensalada muerta, dar vida a una cena marchita, combatir el silencio con una de esas discusiones circulares en los que ambos se abandonaban a la decisión del otro, "como tú
quieras, a mi me da igual".
- Venga sí, y abrimos una botellita de vino - afirmó Julia, sorprendiendo a Manuel con su determinación.
- No - cortó él. - Bueno, yo no quiero, que mañana me tengo que levantar temprano - añadió, tratando de suavizar la frialdad de su negación anterior.
- ¿Qué te pasa? ¿Estás de mal humor? - preguntó ella y él se sintió culpable.
- No me pasa nada - respondió Manuel, alargando la primera sílaba de la palabra "nada", como si fuera la tercera vez que pronunciaba aquella frase.
- Bueno, pues yo sí beberé un poco de vino - dijo Julia fingiendo no haber oído el tono con que él le había contestado.
Se hizo un silencio incómodo mientras ella descorchaba una botella. Manuel observó las piernas de Julia a las que había dedicado su mirada tantas horas hacía tantos años. Las seguía teniendo bonitas. Incluso cuando asomaban por debajo del camisón, luciendo aquellos calcetines para llevar sin zapatos con topitos plastificados en la suela y que le llegaban a la altura de la
pantorrilla. Parecía una niña. Ese pensamiento le dió ganas de llorar. ¿Cómo explicar algo que uno mismo no entiende? Ya no la quería. No había nada más. Y a la vez sentía la necesidad de abrazarla. Quizás para dejar de sentirse culpable. O para dejar de sentirse tan solo.
Ella abrió la botella sin esfuerzo, aunque con aquella mueca que siempre hacía cuando estaba concentrada, asomando la punta de la lengua por el lateral de la boca.
- ¿Seguro que no te apetece? - preguntó ella levantando la botella.
- Ya no te quiero - dijo Manuel, mirándola. Y se le ocurrió que, como en el cine, un zoom alejaba el fondo y acercaba la imagen de ella que resaltaba nítida sobre la cocina desenfocada.
Julia puso despacio la botella sobre la encimera; pero no la soltó. Se agarró a ella como si fuera un punto de apoyo. "¿Desde cuándo?", preguntó como si se hubiera perdido en medio de una ciudad desconocida.
- Ya no me acuerdo - respondió él.
Ella retiró despacio la mano con que sujetaba la botella. El corcho rodó por la encimera y cayó al suelo. Los dos se concentraron en seguir su recorrido, hasta detenerse a los pies de Julia. Manuel vio salir de la cocina a los calcetines de topos plastificados antes de preguntarse cuántas ensaladas resucitadas habían compartido desde que la conoció.

sábado, 23 de febrero de 2008

El mejor momento del día


Cuando llega la hora de comer, Pilar prefiere salir del hospital y sentarse en un banco del parque a tomar un bocadillo. Es un momento para respirar, un momento de sosiego, al que se abandona con placer, el mejor momento del día. A veces camina un rato y da vueltas a la manzana. Mira con un poco de envidia a los transeuntes. Ellos son libres. Tienen una vida normal, van a trabajar, llevan a los niños al colegio, leen una novela en el autobús, están preocupados por la subida de los precios, por el cambio climático o por el paso del AVE por el centro de la ciudad. Esperan el fin de semana para descansar, o quizás, con un poco de suerte, salir de la ciudad con algún plan que los sacará de la monotonía de cada día.

Pilar dedica su tiempo de la comida a fantasear que es una persona normal, que sale de su trabajo estresante y se relaja un rato antes de volver a la oficina. A veces, incluso proyecta un fin de semana en la playa o mira escaparates a ver si encuentra un bonito vestido para el verano.

Los días de lluvia se va a la estación y pregunta los horarios de los trenes que van a Tarragona. Y se sienta frente a los paneles de información de salidas como si estuviera esperando que anunciaran el andén al que se tiene que dirigir para coger su tren. Observa con curiosidad a los viajeros, tratando de adivinar a dónde van y si compartirán vagón con ella.

Pilar saborea despacio el bocadillo y disfruta de ese momento, el mejor del día, un rato que ella ha decidido inconscientemente que será suyo, donde no quepa el dolor, ni la preocupación, ni la angustia, ni la culpa. Y en ese rato, sin darse cuenta ni proponérselo, acumula energía y fuerza, a base de pensar que es una persona como las demás, con una vida normal, medianamente feliz, medianamente tranquila.

Después, vuelve al hospital sin rencor, sin nostalgia porque el mejor momento del día se acabe. Vuelve al hospital gozando de esos últimos minutos de libertad, de aire, de normalidad. Y cuando entra en la habitación donde su hijo Andrés lleva ingresado seis meses, Pilar ya no se acuerda de su otra vida, de la vida normal que sueña cada día a la hora de comer. Se acaban las preocupaciones normales por la subida de los precios, por el cambio climático o por el paso del AVE por el centro de la ciudad, y se instala otra preocupación mucho más honda, más hiriente, más culpable, una preocupación que no tiene vacaciones ni fines de semana, una preocupación contraria a lo normal, extraña, enfermiza, dolorosa, la que la mantiene alerta ante cada respiración de su hijo, el niño que, según dicen, ya ha vivido más de la cuenta y que, sin embargo, quiere ser médico de mayor.

viernes, 22 de febrero de 2008

Taller de Cine y Vídeo

© Charles Chaplin


“Taller de Cine y Vídeo”. Enseguida me llamó la atención el pequeño cartel colgado en el tablón de corcho de la Casa de la Cultura. En Las Tablas no había mucho que hacer, era un pueblo perdido en medio de una gran llanura casi desierta, a más de tres horas de la ciudad más cercana, en un punto estratégico sobre una colina que emergía como una isla en medio de un mar plano de tierra estéril y pedregosa. Yo llevaba dos años allí trabajando. Había sido una suerte encontrar una plaza en la biblioteca cartográfica más desconocida del país, donde me dedicaba a recuperar, catalogar y digitalizar mapas. Un sueño para cualquier documentalista. El único inconveniente era que Las Tablas no tenía mucho que ofrecer aparte del trabajo, así que yo acogía con entusiasmo cualquier actividad que me sacara de la rutina.

Tenía algunos amigos allí, como Víctor Pineda, el alcalde, un chico de mi edad que se metió en política más por aburrimiento que por vocación, y que, de vez en cuando, conseguía subvenciones para organizar cursos o conciertos en la Casa de la Cultura del pueblo. Entre Víctor y yo convencimos a Elena, la de la mercería, para que se apuntara al taller. Además, se inscribieron otros tres compañeros que yo sólo conocía de vista. Julián, quién estudiaba a distancia Filosofía mientras ayudaba en el bar que regentaba su padre en el Casino; Ana, la peluquera y Serafín, un carpintero por vocación que construía maquetas de edificios famosos con palillos de dientes.

El primer día del taller nos estábamos presentando cuando aparecieron nuestros profesores, Daniel y Gema, cargados con una cámara y un maletín lleno de vídeos y documentos. Eran una pareja joven que dedicaban sus fines de semana a ir de pueblo en pueblo impartiendo aquel curso, contratados por Ayuntamientos o Colegios, compaginando esa actividad con su trabajo en una tienda de telas que el padre de Daniel tenía en la ciudad.

Gema nos explicó el programa del taller y nos aseguró que la cuarta semana seríamos capaces de montar un cortometraje en sólo dos días.

A medida que transcurría la mañana e íbamos enfrascándonos en la Historia del Cine, desde los hermanos Lumière hasta la llegada del sonido, Gema y Daniel se fueron transformando en divos en blanco y negro, transmitiéndonos su pasión por aquellas películas como si fuéramos los productores de los que dependía su rodaje. Gema adquiría la pose de la vampiresa Theda Bara mientras veíamos escenas de Cleopatra, Daniel parecía la reencarnación de Griffith hablándonos de los decorados y los planos de Intolerancia. Ambos se quedaban mudos como si fueran parte del decorado de la escena final de La quimera del oro y a nosotros seis nos atrapaba la melancolía que invadía a nuestros profesores al volver a ver la escena final de Candilejas.

Creo que fue aquel día en el que Julián empezó a pensar en el argumento de nuestro corto, basándose en un poema del checo Vladimir Holan, Toscana. Aunque estuvimos encontrándonos en el Casino cada tarde desde ese fin de semana, intercambiándonos las películas que Daniel y Gema nos había prestado, hablando de cine y de posibles argumentos para el cortometraje, Julián no comentó que estaba escribiendo un guión hasta varios días después.

El sábado siguiente reanudamos el taller dispuestos a pasarnos otras seis horas viendo películas, pero Daniel y Gema lo dedicaron a explicarnos la parte técnica del cine, los tipos de planos, la iluminación, la construcción de las escenas, el enfoque. Estuvimos haciendo pruebas con la cámara y descubriendo trucos que se empleaban para dar efectos de miedo, de persecución o de lejanía. A partir de ese día, y durante mucho tiempo, no pude ver una película sin contar el número de veces que cambiaba el plano.

Antes de que acabara el fin de semana, Víctor ya nos anunció que había pedido una subvención para montar un cine fórum al cabo de unos meses, Elena comparaba a sus clientas de la mercería con actrices famosas, Ana quería hacer un curso de maquillaje para cine y teatro, Serafín soñaba con montar un taller de decorados en la ciudad y yo con organizar sesiones de cine con los vídeos que se pudrían en la biblioteca en la que trabajaba. Sólo Julián permanecía callado escuchándonos, aunque, de vez en cuando, preguntaba a Daniel y Gema sobre los tipos de plano más convenientes para escenas que le venían a la cabeza.

Entonces llegó la sesión de guión. Estuvimos esbozando algunas ideas que comentábamos con los profesores, la dificultad de rodarlas, los escenarios donde podrían transcurrir y otras dudas que iban surgiendo sobre la marcha. Julián miraba unos papeles ensimismado, mientras íbamos charlando, hasta que Gema le preguntó en qué estaba pensando.

- Bueno, yo he escrito un guión –dijo él mirándonos a todos.

- Ah, ¿sí? Venga, pues léenoslo –le animó Daniel.

Julián empezó a leer su guión, después de decirnos con timidez que estaba basado en un poema. Había pensado en todo. Las escenas, los planos, el entorno, el vestuario. Los siete oyentes escuchamos hipnotizados la historia a medida que Julián nos explicaba cómo había imaginado cada escena, qué música acompañaría cada momento, qué sensación quería reflejar con cada plano.

Un escritor vive en un pueblo de la Toscana. Suele escribir en alguna taberna, siempre acompañado de un vaso de vino. Dedica algunas palabras a los ancianos que se sientan en mesas cercanas a la suya, pero se le ve enfrascado en una historia que no acaba de redondear. El poema que escribe tiene que ver con una mujer. Lo sabemos porque mientras está sentado en la mesa, con la pluma en la mano, garabateando unos papeles, hay fundidos que trasladan al espectador a escenas irreales, como de sueño, en las que aparece la mujer con un vestido blanco de gasa que oscila con la brisa. Él corre hacia ella hasta darse cuenta de que ha desaparecido. Entonces se desespera mirando hacia todas partes sin verla. Volvemos a la relidad y vemos al escritor abatido, con la cabeza entre las manos, como si no supiera por dónde seguir. En otro de sus sueños se los ve de frente a la cámara en un plano medio, desnudos de cintura para arriba. Entonces el plano se rompe en mil pedazos y nos damos cuenta de que estaban ante un espejo.

Un día, de pronto, recibe una carta de manos de una niña. La lee y la imagen se pierde entre las letras que se van difuminando hasta llenar la imagen. Sabemos que ha pasado algún tiempo porque el escritor lleva otra ropa. Camina al encuentro de la mujer. Es irreal porque ella es la protagonista de su historia; pero es real porque donde se encuentran son escenarios por los que ya lo hemos visto moverse cuando la película transcurría en el plano de la realidad. Se encuentran y pasean por el pueblo. Un travelling circular marca un momento álgido, en el que están cara a cara, mirándose al fin, en medio de una estancia enorme y vacía con grandes ventanales en forma de arco, donde la luz es tan intensa que el espectador apenas puede ver sus figuras. Ellos permanecen allí mirándose mientras el travelling nos transporta a otro escenario similar, lleno de luz, pero ahora está en ellos, porque están al aire libre, y lo que se vuelve oscuro es lo que enmarcan los arcos, las tumbas de un cementerio. El travelling acaba y la cámara se centra en los ojos del escritor, que está mirando fijamente a la mujer, como si se perdiera dentro de ella. En la escena final, los dos están sobre una cama dormidos, envueltos en sábanas blancas, en una postura que parece el símbolo del ying y el yang, cada uno con la cabeza frente a las piernas del otro. Encogidos, pero relajados. Entonces una lluvia de pétalos de rosas rojas cae sobre ellos y el plano se funde con otro en el que vemos unos escritos en el suelo salpicados de miles de gotas de sangre, que en un principio confundimos con las flores, y una mano muerta colgando sobre ellos. Un travelling recorre la imagen de la mano, sube por el brazo y vemos el rostro muerto del escritor sobre una cama.

Nos quedamos boquiabiertos, sin saber qué decir.

- Ella era la muerte – explicó Julián, sin necesidad, antes de que pudiéramos expresar nuestra admiración.

Al cabo de unos segundos de silencio, Gema dijo:

- Chicos, vamos a rodar ese corto.

Y entonces nos pusimos a trabajar. Daniel empezó a pensar en el vestido de la protagonista, que coseríamos con telas de su tienda. Serafín iba dándole vueltas al mecanismo con el que haríamos el travelling circular. Julián, que había pensado en todo, nos llevó a ver los escenarios que había imaginado. Ana dijo que tenía un espejo que podíamos romper, claro que sólo podríamos hacer una toma de esa escena. Gema y yo estuvimos de acuerdo en que Víctor debía ser el escritor, porque era alto y delgado, con pinta de intelectual. Al fin, Julián se atrevió a sugerir que había pensado en Elena para representar el papel de la protagonista y a partir de ese momento todos empezamos a llamarla la musa.

Nos pasamos toda la semana organizando el momento del rodaje, revolucionamos a medio pueblo y en aquellos días ninguno de nosotros echó de menos estar en otro lugar o pensar en otra cosa que no fuera nuestro corto.

De todas las escenas, sólo tuvimos que renunciar al espejo roto en mil pedazos, porque a la hora de la verdad no conseguimos que se partiera más que en tres; pero incluso estuvimos tan orgullosos del travelling circular, que manteamos a Serafín por haber sido capaz de construir aquellos raíles artesanos con los que lo hicimos. Cada uno de nosotros fue cámara en los planos que más nos gustaban e incluso se nos unieron algunos amigos que sujetaban cartulinas blancas alrededor de Víctor y Elena para dar más luz a la escena.

El día del montaje, habíamos hablado tanto con Julián, con Daniel y Gema, que en unas horas lo tuvimos acabado y terminamos el taller brindando por nuestro trabajo con unas cervezas a las que nos invitó el padre de Julián en el Casino.

Los vecinos de Las Tablas fueron al estreno de Toscana en la Casa de la Cultura y todos nos sentimos como si estuviéramos pisando la alfombra roja del Teatro Kodak de Los Ángeles.

El Taller de Cine y Vídeo había acabado, pero cada uno de nosotros tenía dentro una inquietud que mantendríamos ya para siempre.

Seguimos encontrándonos con frecuencia, para ver películas o planear otro corto que había escrito Julián, Veinte de febrero, y que nunca llegamos a grabar.

Poco después, volvimos a coincidir con Daniel y Gema en la ciudad, porque habían presentado la cinta en una muestra de cine joven y había sido seleccionada para una proyección. Resultó un poco decepcionante después del estreno en Las Tablas, porque en la sala enorme sólo estábamos nosotros y otro grupo de gente que esperaban para ver su película que se proyectaba a continuación.

Vivimos aquel invierno como si fuéramos los protagonistas de un cuento de Éric Rohmer, llenos de sueños y de proyectos que aparecían en todos los encuentros por la calle, en los cafés que compartimos e incluso en las siguientes elecciones que Víctor volvió a ganar.

Un tiempo después me fui de Las Tablas. Era complicado mantener en buenas condiciones los mapas de la biblioteca, así que los trasladaron a una de la ciudad, más grande y con mejores instalaciones, por lo que mi trabajo allí se esfumó junto con los mapas. Desde entonces, hablé con algunos de mis compañeros del taller un par de veces por teléfono, en algún cumpleaños y también cuando supe que Ana y Serafín se casaban. Ellos me explicaron que hacía tiempo que Julián se había ido a vivir a Londres, cuando terminó la carrera de Filosofía, pero que no sabían nada más.

Hoy he tenido noticias de él, cuando he buscado en el periódico en la sección de cine una película para ir a ver mañana y he descubierto que en una sala pequeña, en la hora golfa del jueves, ponen Veinte de febrero, dirigida por Julián García.