martes, 27 de noviembre de 2007

Por qué escribo

© Diego Manuel

Me recuerdo de niña leyendo. En casa de mi madre todavía se apilan en un mueble los cuentos de mi infancia, que hoy contemplan y desordenan mis sobrinos, quienes no están aún en la edad de leer; pero sí de observar los dibujos y hacernos a todos explicarles las historias una y otra vez. A veces me quedo observándolos y me veo a mí misma, hace ya muchos años, transportada por los mismos relatos que ellos sostienen ahora entre sus manos, viajando a través del tiempo y del espacio hacia escenarios maravillosos donde personajes fantásticos emprendían aventuras que yo quería vivir de mayor.

En mi Colegio había una biblioteca. Cada viernes se abría a partir de las cinco y podíamos escoger un libro para leer durante la semana. Yo miraba las estanterías, indecisa, encandilada por la multitud de historias que me esperaban. A veces me sentía atraída por el título, otras por el dibujo de la portada, me inclinaba por una novela recomendada por alguna compañera o, por temporadas, leía todos los libros de una misma colección, historias de niños detectives que descubrían secretos, atravesaban cuevas y merendaban pasteles de arándanos, una fruta que yo jamás había visto en el mercado de mi pueblo, pero que me moría de ganas de probar.

Tuve una profesora que solía incluir redacciones en los deberes. A veces le ponía título (la primavera, la Navidad, el día de la madre) y en ocasiones pedía a dos niñas que dijeran cada una una palabra y nos encargaba escribir algo relacionado con aquellos dos términos que en la mayoría de los casos no tenían nada que ver (gafas y patio, bocadillo y crucifijo). A mi, más que trabajo para casa, me parecían un juego emocionante. Mi imaginación se activaba justo en el momento de conocer el tema de la redacción y me iba a casa barajando escenarios y personajes que empezaban a dar forma a la idea para un cuento.

Toda mi adolescencia está relacionada con los libros. Historias que, como canciones, vienen a mi memoria a la par que los recuerdos. Leí algunas novelas que ahora pienso que era incapaz de entender por aquel entonces, obras maestras de la Literatura Universal que descansaban en mi mesita de noche en la misma medida que los Superhumor.

Por eso creo que yo amé la escritura desde siempre gracias a la lectura. Me gustaba cómo hablaban los personajes, cómo se relacionaban y emprendían viajes o aventuras, cómo se enamoraban y sentían, cómo se enfrentaban a la muerte o a los malos. Y cómo los malos podían ser un poco buenos; los buenos, traviesos, o los desgraciados encontraban motivos para la esperanza. Asistía deslumbrada a esos espectáculos, lloraba, me reía y casi siempre entendía mucho mejor las historias que pasaban en los libros que lo que transcurría en la realidad.

Yo soñaba que hablaba como aquellos personajes, utilizando la palabra exacta en el momento adecuado, anhelaba expresarme de la misma forma, tener su ingenio o su valentía, pasear por los mismos escenarios y ser capaz de cambiar lo que no me gustaba con su misma habilidad. Y al mismo tiempo, me daba cuenta de lo complicado que podía resultar a veces manejarse en situaciones reales que no comprendía o que no tenía la capacidad de cambiar. Quizás por eso un día que ahora no recuerdo escribí un primer cuento que tampoco recuerdo, el primero que no fue un encargo de la profesora.

Desde entonces, universos y personajes me asaltan en medio de situaciones o lugares insospechados, seres que se comunican como a mi me gustaría hablar, que son capaces de expresar su miedo, su soledad, su alegría, que muestran sin pudor sus emociones, espacios en los que se confunden la realidad y la imaginación hasta el punto de parecer casi lo mismo. A veces, también por sorpresa, me descubro observando una cosa, un gesto, una conversación, como si fueran objeto de estudio, preguntándome qué pasaría si dejara a esos elementos expresarse en medio de un folio en blanco, si los manipulara hasta convertirlos en protagonistas de un mundo creado para ellos o por ellos. Cuando me pasa esto, no corro a dibujar, ni me asaltan las ganas de disertar sobre el tema, ni siquiera, la mayor parte de las veces, sería capaz de comentarlo con un amigo. A mi lo que me provocan es el deseo de escribir una historia, no sé por qué, quizás porque así dejo constancia de mi paso por el mundo, de mi forma de verlo, de imaginarlo o de evitarlo.

Aunque la mayoría de esas imágenes quedaron olvidadas justo en el momento en que nacieron y nunca fueron trasladadas al papel; cuando escribo, incluso cuando mis palabras terminan arrugadas en el fondo de la papelera, me siento bien. Digo bien en un sentido global que nada tiene que ver con los momentos de bloqueo, en los que pienso que esto no está hecho para mí, que necesitaría mil vidas para llegar a la suela de los zapatos a cualquiera de los escritores que admiro, e incluso de los que no admiro, que mis ideas son tontas y que me aburren hasta a mí misma. Me siento bien en el sentido de que estoy haciendo lo que incesantemente deseo hacer. Y también me ilusiona pensar que algún día, cuando alguien lea lo que escribo, quizás sienta la emoción que a mi me asalta cuando leo una historia que me conmueve.

domingo, 25 de noviembre de 2007

Cumpleaños

Pertenezco al cuarenta por ciento de la población mundial calificada como Capaces. Mi padre formó parte de ese grupo hasta sus cuarenta y siete años, cuando ingresó en el grupo de Cualificados después de media vida de trabajo. Recuerdo su cara de satisfacción el día en que recibió el comunicado, la misma expresión que cuando, años después, enfermo de Alzheimer, le llevábamos pasteles al Hospital de Incapaces Involuntarios de la Comunidad. Él sabía que jamás accedería al grupo de Maestros, pero la esperanza de que alguno de nosotros lo lograra mantuvo su ilusión hasta que dejó de pensar con coherencia, justo después de ser relegado de nuevo al grupo de Capaces, debido al rastro que dejó en la Red de Información Mundial a través de un ingenuo mensaje dirigido a su hermano, en el que expresaba sus dudas sobre el trabajo que estaba realizando el nuevo Director General de Asuntos Sociales, Omar Surdif.

Hoy es el día de mi cumpleaños. Mi madre se ha comunicado conmigo y me ha vuelto a repetir lo mismo de siempre. “Esta vez seguro que lo consigues, Europa, tú has nacido para ser una Maestra, tu padre siempre lo decía”. Mi madre mantiene aparentemente intacta la ilusión que heredó de mi padre, una esperanza que despliega en todos nuestros encuentros, en las conversaciones con los vecinos, en los mensajes a mis hermanos, algunos de los cuales ya son Cualificados y con los que mantengo un contacto cada vez más diluido en el tiempo, debido a la cantidad de actividades que realizan en su afán por conservar ese puesto. Llevo ese optimismo de mi madre colgado del cuello, lo veo en el espejo cada mañana al salir de la ducha, lo cargo como una losa que me acompaña al trabajo y, cada noche, vuelve conmigo a casa, se mete en mi cama y me recuerda que yo nací para ser una Maestra. Mi padre lo decía. Y lo que él decía era siempre lo correcto.

Camino del Edificio Azul, Octubre ha activado mi transmisor auricular para recordarme las pautas esenciales que debo seguir frente al Comité Evaluador. Me habla como experto, también como hermano, ha añadido. No ha olvidado felicitarme por mi cumpleaños, un Cualificado nunca olvida esas cosas, mucho menos si utiliza un medio de comunicación social, donde todo queda grabado y puntúa para las Evaluaciones Curriculares periódicas. De todas formas, se lo he agradecido sinceramente. Octubre y yo siempre hemos estado muy unidos, aunque ahora no sea lo mismo que antes y cuando hable con él tenga la sensación de que me mira con tristeza, como si estuviera decepcionado. Quizás lo esté, nunca he tenido el valor de preguntárselo.

Antes del proceso de evaluación me he reunido con Pulso en la zona recreativa frente al Edificio Azul. Le pedí que viniera a verme antes de enfrentarme al Comité. Me ha preguntado si estaba nerviosa. No, no lo estaba. Hace tiempo que ya no me pongo nerviosa. Creo que uno sólo se siente inquieto por dos motivos; si está frente a una novedad, que no es mi caso, o cuando sabe que puede cambiar algo por sí mismo y existe la posibilidad de fallar. A estas alturas ya he dejado de pensar que tengo el poder de hacer que mi situación evolucione. Sin embargo, a pesar de esta certidumbre, no puedo evitar que, cada año por estas fechas, esa esperanza inútil que mi padre me dejó en herencia, se levante conmigo cada mañana dispuesta a comerse el mundo. Tengo que hacer verdaderos esfuerzos por acallarla, pero ella, como una niña pequeña que todavía permanece libre y alegre en el grupo de Aprendices, se me muestra exultante como un pastel recién salido del horno al que es imposible resistirse. Por eso pedí a Pulso que viniera a verme, para que su abrazo cálido y pesimista me envolviera y me hiciera poner los pies en la tierra.
Mi hermano Pulso pertenece al grupo de Incapaces. No está orgulloso de ello, pero ya no lucha por un ascenso, está convencido de que no puede hacer nada para borrar el rastro que dejó cuando, en un arrebato adolescente, formó parte de la Revolución en la Sombra, un movimiento que nació en 2175 en un intento por cambiar el Orden Establecido y que fue sofocado definitivamente a finales de los setenta. A pesar de su estatus, Pulso mantiene una dignidad que yo siempre he envidiado. “Será que no tengo nada que perder, porque ya lo he perdido todo”, me dice con una sonrisa en los labios cuando le pregunto de donde saca las fuerzas.

Pulso me ha dado un abrazo que, en mi opinión, merecería el grado de Sabio, y me ha deseado suerte. Después, he atravesado el hall del Edificio Azul y he esperado siete minutos mi turno para entrar en la sala donde me esperaba el Consejo Evaluador.

- Tienes un bonito alias, Europa –ha dicho, conciliador, el Presidente, nada más leer mi currículum.

- Gracias – he respondido. Y esta vez he evitado romper el hielo explicándole al Consejo que mi padre eligió ese alias después de completar su tesis sobre la historia de Europa, hecho decisivo para que, años después, le ascendieran al grupo de Cualificados.


Después me han hecho las mismas preguntas de siempre, han evaluado mi trabajo en el Laboratorio de Reciclaje de la Comunidad y mis participaciones en las Jornadas Voluntarias de Bienestar Social. Por último, han examinado mi rastro en la Red de Información Mundial y, como un
déjà vu, he visto un signo de preocupación en sus caras que, de forma inmediata, he asociado con Horizonte y con mi permanencia, un año más, en el grupo de los Capaces.

Conocí a Horizonte cuando todavía ambos estábamos en el grupo de Aprendices. Enseguida me atrajo por sus palabras originales, escribía cosas que yo nunca antes había leído. Los profesores valoraban mucho su participación en los foros y chats, decían que tenía gran potencial investigador; pero Horizonte no le daba mucha importancia a todo eso. Pasaron dos meses antes de que me atreviera a preguntarle si le apetecía verme. Accedió enseguida y, desde entonces, nos estuvimos encontrando varias veces por semana en los ratos libres que nos dejaban las clases y actividades. Paseábamos por las zonas recreativas cogidos de la mano, buscando algún rincón discreto donde besarnos. Era en aquellos momentos cuando Horizonte me explicaba todas las historias maravillosas que tenía en su cabeza. Yo las escuchaba con los ojos cerrados, sentía su voz susurrante acariciando mi cuello, los mundos que inventaba recorriendo mis venas, sus personajes haciéndose un hueco entre mis recuerdos.


Nunca pensé que Horizonte dijera en serio lo de dedicarse a escribir. “¿Para qué?”, le preguntaba yo, como si hubiera olvidado la emoción que sentía cuando él me transmitía todas sus ideas. La misma pregunta que le hicieron después, cuando rechazó un excelente trabajo acorde con sus cualidades que lo hubiera catapultado al grupo de los Cualificados en muy poco tiempo. “Para sentirme libre, poder vivir otras vidas, entender a otros que no son como yo. Para que los que me lean sientan también todo eso.”, respondía Horizonte en cada entrevista con el Comité.


Cuando ingresó en el grupo de Incapaces, Horizonte salió también de mi vida. Yo estaba aterrorizada por la posibilidad de que aquella circunstancia me arrastrara también a mí a ese estatus y, aunque mantuvimos el contacto durante algún tiempo, poco a poco dejé de recibir sus mensajes y yo me volqué en mi nuevo trabajo, arropada por la esperanza que mi padre había invertido en mí.


Imagino que Horizonte sigue perteneciendo al veinte por ciento de la población mundial declarada como Incapaces y que esa circunstancia ha impedido un año más que el Comité Evaluador se haya decidido a ascenderme. Aunque durante algún tiempo me invadía un sutil resentimiento hacia la relación que mantuvimos en nuestra juventud, ahora la recuerdo con ternura y a veces, a solas en mi casa, trato de reconstruir todas aquellas historias que Horizonte me regaló en los momentos apasionados en que nos besábamos por las esquinas de las zonas recreativas.


Mi madre ha vuelto a comunicarse conmigo y me ha enviado una nueva dosis de esperanza, que esta vez no ha encontrado sitio en mí y se ha desperdiciado en el aire sin afectarme lo más mínimo. Después, he decidido emplear mi día libre en darme un paseo por las profundidades del Mar de Cristal, un lugar que suele relajarme. He vuelto a casa y he encendido el Comunicador, en el que anunciaban que Omar Surdif acaba de ser descendido al grado de Cualificado. Después he visto que el Informador General en su titular del día calificaba como “imparable declive hacia el abismo” el recorrido decadente del que fuera miembro de la Comisión Gobernadora Mundial en los años en los que mi padre enfermó. Me queda el consuelo de saber que nadie está al margen de la Ley de Evaluaciones Curriculares, algo que, sin duda, hubiera dibujado en la cara de mi padre un gesto de satisfacción.

viernes, 16 de noviembre de 2007

La semilla de una obsesión


Mi madre siempre decía que yo había salido al tío Miguel. Él era el hermano mayor de mi abuela. Era un hombre guapo, alto y fuerte. Siempre estaba rodeado de hijos o de amigos, era un hombre muy sociable, que se paraba a hablar con cualquiera. Llamaba la atención porque por aquel tiempo cada uno tenía su sitio en la sociedad. Los ricos eran ricos y los pobres eran pobres y nadie se atrevía a salir de ahí. Sin embargo, él no le daba mayor importancia a ese hecho y lo mismo conversaba sobre el tiempo y las mujeres con algún jornalero, que hablaba con el Marqués de la Gomera de la insondable belleza del San Jerónimo de Ribera que se salvó de la quema antes de la guerra y que se conservaba en la Iglesia Mayor.

A mi me gustaba que me comparasen con el tío Miguel, a quién yo admiraba por todas las aventuras que había vivido y que mi madre me había contado. Yo soñaba con seguir sus pasos y descubrir con mi pandilla del colegio alguna cueva, como la que el tío encontró una vez en la Serranía de Ronda. Mi madre me lo había explicado más de cien veces, pero yo no me cansaba de escucharla y le preguntaba tantos detalles que creo que al final ella acabó inventando la mitad de la historia.

En opinión de mi madre, el tío había sido un poco irresponsable. Aunque la abuela y sus hermanas ya estaban acostumbradas a sus excentricidades, en aquella ocasión le advirtieron que no tenía por qué arrastrar en sus andanzas a sus hermanos más pequeños, los tíos Isidoro y Jacinto, a los que el tío Miguel adoraba y siempre que podía llevaba consigo en todos sus viajes. Y, sobre todo, le recordaron que tenía que cuidar a su mujer, la tía Amelia, y a sus hijos, que ya no era un chiquillo y que tenía responsabilidades familiares. Mi tío abuelo respondió riendo que sólo se trataba de una excursión y que por la noche estaría de vuelta como siempre.Y añadió que se llevaría a sus hijos a la Sierra si tuvieran edad suficiente, porque el amor por la Naturaleza y el deseo de conocerla eran virtudes que pensaba transmitirles, ya que eran una ventana abierta a la contemplación de la belleza del mundo, que estaba ya bastante lleno de pobreza y sufrimiento.

Así que el tío Miguel salió aquella madrugada con sus hermanos Isidoro y Jacinto camino del monte, a lomos de tres mulas, junto con cuatro amigos más, con la intención de estar en la cueva al amanecer. Mi abuela y la tía Amelia fueron juntas a misa por la mañana y estuvieron rezando como siempre para los hombres volvieran sanos por la noche. Sin embargo, ellos no volvieron hasta tres días después. Mi madre lo recordaba casi con la misma angustia que habían vivido la abuela y la tía Amelia, y me contaba que durante dos días ni ella, que era hija única porque la abuela no pudo tener más hijos, ni sus cuatro primos, los hijos del tío Miguel, fueron a la escuela, porque en el pueblo estuvieron cuarenta y ocho horas esperando a que la Guardia Civil encontrara despeñados a los excursionistas en la Sierra.

A mi no me interesaba nada saber lo que pasó aquellos días en el pueblo, lo que de verdad quería saber era lo que había ocurrido dentro de la cueva, así que cada vez que, durante mi infancia, me encontraba con mis tíos, les pedía que me explicaran todo lo que su padre les había contado a su vuelta. El paso de los años había transformado las emociones y ellos entonces, cuando me relataban la aventura del tío Miguel, se vanagloriaban de que su padre había encontrado un esqueleto de una chica prehistórica, que había donado al Museo de Ciencias Naturales de Madrid, y que se podían ver esos restos en el museo junto a un cartel que explicaba la hazaña de aquellos hombres que, por primera vez, atravesaron la Cueva del Pozo Negro.

Así que yo, de niña, me sentía orgullosa de ser como el tío abuelo Miguel, el primer hombre aventurero del que oí hablar y no me importaba nada que mi madre me dijera como algo negativo que había salido a él, porque a mi me parecía un hombre prodigioso y estaba decidida a vivir aventuras como las que él emprendió en su juventud. Y, para ello, lo primero que tenía que hacer era recopilar toda la información posible sobre él y sobre su vida.

Conseguí enterarme de que durante aquellos tres días en la cueva, mi tío encabezó la expedición en busca de una salida, después de desplomarse la estrecha galería por donde accedieron a la cueva. Poco después de quedarse sin agua ni comida, encontraron una amplia estancia donde hallaron el esqueleto que todavía ahora se exhibe en el Museo de Ciencias de Madrid. Mi tío, en aquel momento en el que los hombres que lo acompañaban estaban aterrados por la posibilidad de morir allí dentro, exclamó que aquel descubrimiento era una señal de que saldrían con vida, pues el mundo tenía que contemplar lo que ellos estaban viendo. Un día después, tras atravesar una galería por la que tenían que avanzar a gatas, llegaron a la que llamaron después la Sala de la Luz, que tenía una salida en el techo, a unos ocho metros del suelo, por la que pudieron ver, al fin, emocionados y exhaustos, la claridad de la mañana.

En mi búsqueda de información sobre el tío Miguel, a quién estaba decidida a emular, me encontré con un hecho que él siempre había tratado de mantener en secreto, y aunque todos en el pueblo lo sabían, nunca nadie se atrevía a hablar de eso en su presencia, ya que cuando alguno lo intentó, a él se le había transformado la cara y había gritado enfurecido que no quería hablar del tema, que era algo pasado y en el pasado debía seguir. El hecho de que el tío Miguel se enfadara era especialmente llamativo, porque era un hombre cordial y optimista que no solía enfrentarse con nadie. Aunque le gustaba charlar y discutir, siempre escuchaba los diferentes puntos de vista y respetaba cualquier opinión por lejana a la suya que fuese. Mi madre decía que el tío Miguel era un hombre de paz, porque la guerra le había hecho sufrir tanto, que pensaba que no había ideas en el mundo que merecieran tanta desolación. Por eso, a todos sobrecogía el enfado del tío Miguel y procuraban acallar los intentos de algunos de hacerle hablar sobre su secuestro.

Yo lo oí por primera vez de boca de la tía Amelia, años después de muerto el tío Miguel, en el entierro del tío Isidoro. Como pasa en todos los sepelios, la gente, especialmente los contemporáneos al difunto, suelen comentar historias de su vida, y en aquella ocasión oí a la tía Amelia decir que ya había muerto el único de la familia que sabía toda la verdad, refiriéndose a su cuñado Isidoro.

Horas después, mi madre me explicó lo que sabía, que era muy poco, y no sólo no logró colmar mi curiosidad, sino que la despertó de tal manera que, desde entonces, cuando yo tenía catorce años, descubrir lo que pasó se ha convertido en una obsesión para mi.

Mi madre tendría unos quince años cuando, un día, la tía Amelia se presentó en su casa llorando y se encerró con mi abuela en el despacho. Poco después, llegó mi abuelo, un hombre serio y ensimismado, que por aquel entonces era director de la Caja de Ahorros. Entró en el despacho con la cara desencajada y ninguno salió de allí hasta una hora después, las mujeres hechas un mar de lágrimas y mi abuelo todavía más demacrado de lo que entró. Al tío Miguel lo habían secuestrado y pedían doscientas mil pesetas, que entonces era una fortuna, por su rescate.

A la tía Amelia se lo había comunicado un muchacho delgado como un espectro, que no pasó del zaguán de su casa, le entregó un papel mugriento y salió corriendo antes de que la tía pudiera cruzar palabra con él. Ella nunca más volvió a verlo.

La tía Amelia tenía instrucciones de depositar doscientas mil pesetas en una casa abandonada camino de El Balconcillo, antes de tres días, si quería volver a ver vivo a su marido.

Tanto ella como mis abuelos, estuvieron de acuerdo en no llamar a la Guardia Civil, porque temían por la vida del tío Miguel; sin embargo, no tenían dinero suficiente para pagar el rescate y durante los dos días siguientes mi abuelo estuvo haciendo gestiones en la Caja de Ahorros para poder hacer un préstamo a la tía Amelia sin despertar sospechas. Para entonces, todo el mundo en el pueblo se había enterado de la noticia. Al final, el abuelo consiguió el préstamo y la tía Amelia lo hizo llegar con un mensajero a la casa abandonada que los secuestradores habían especificado en la nota.

Varias horas después, el tío Miguel apareció mugriento en su casa, donde se comportó como si nada hubiera pasado, para desesperación de la tía Amelia, quién jamás entendió que su marido no denunciara a quienes lo habían secuestrado, pues, según sus palabras, él sabía perfectamente quienes eran.

La que sí fue denunciada por haber pagado el rescate fue la tía Amelia, ya que toda la gente del pueblo conocía el suceso y las autoridades no podían hacer la vista gorda y hacer como si no hubiera ocurrido nada.

Ella se presentó muy digna en el juicio y a la pregunta del fiscal de por qué había pagado en vez de dejar que la Guardia Civil hiciera su trabajo, ella respondió:

- Su señoría, ¿qué hubiera querido usted que hiciera su mujer en caso de estar en esa situación?

A la tía Amelia le pusieron una multa de quinientas pesetas y el juicio terminó con la declaración del tío Miguel. Lo único que él dijo entonces, prometiendo que nunca volvería a hablar del tema, fue que la guerra había dejado a su paso mucha necesidad, y que lo que había ocurrido sólo era producto de la miseria y el sufrimiento. Después, durante años, estuvo pagando el préstamo a la Caja de Ahorros y no permitió que nadie hablara del suceso en su presencia.

A mis catorce años, la historia del secuestro del tío Miguel sustituyó a la de la Cueva del Pozo Negro. Aunque años después pude visitar la cueva con un guía, e incluso estuve en el Museo de Ciencias de Madrid admirando el esqueleto de la niña prehistórica y el cartel que demostraba la autoría del hallazgo por parte del tío Miguel, desde entonces me persigue la obsesión por descubrir qué pasó durante aquellos días del secuestro y por qué mi tío nunca quiso explicar nada a nadie, a excepción, tal vez, de su hermano Isidoro.

sábado, 10 de noviembre de 2007

Variaciones sobre La fe, de Quim Monzó

© nacu


Hoy, por primera vez después de mucho tiempo, he vuelto a la destartalada cafetería en la que Alicia y yo solíamos encontrarnos. He pedido un capuccino con canela de los que ella siempre tomaba. Recuerdo que cada vez insistía en que lo probara. Yo me resistía diciendo que nunca me había gustado la canela. Y entonces podía ver la desilusión en su mirada y esperaba unos segundos mientras removía mi café con la cucharilla, a que ella expusiera su teoría.

- El amor es tan misterioso – empezaba diciendo ella.

- ¿Por qué dices eso, mi vida? – le preguntaba yo, sabiendo ya de antemano por dónde iba a encaminarse la conversación, mientras acariciaba una de sus manos, siempre frías.

- Yo me siento como si fuéramos uno, como si mi vida hubiera estado siempre unida a la tuya, incluso desde antes de conocernos. Y, sin embargo, hay cosas que a mi me encantan y que tú aborreces. Es tan raro... – ella perdía su mirada en su capuccino y yo me debatía entre decirle que lo probaría y demostrarle que el hecho de tener gustos distintos no tenía nada que ver con que estuviéramos unidos para siempre por nuestro amor.

- Que nos amemos no quiere decir que tengan que gustarnos las mismas cosas – respondía yo, sonriendo y llevándome su mano a mis labios para besarla.

- Ya lo sé, ya lo sé, pero todo me parece tan extraño... Estás tan dentro de mi, y a la vez tan lejos... Me gustaría poder estar en tu interior y pensar lo que tú piensas. Así sabría si me quieres de verdad como te quiero yo a ti – concluía ella, exponiendo su verdadero temor.

- ¡Claro que te quiero! – le aseguraba yo –. Te quiero más que a nadie en el mundo. Te quiero tanto que sería capaz de tomarme cien capuccinos si tú me lo pidieras. ¿Quieres que lo haga? ¿Eso te demostraría que te quiero de verdad? – le preguntaba yo, deseoso de encontrar una fórmula que definitivamente la hiciera creer en mi amor.

- Ay, Raúl, no se trata de eso, porque aunque lo hicieras yo no sabría si lo haces porque de verdad me quieres o porque quieres que crea que me quieres – respondía ella, y yo me llenaba de desconsuelo porque adivinaba que no había nada que pudiera hacer para despejar sus dudas.

- Te quiero. Lo sé porque estás en mi pensamiento a todas horas, porque en cualquier momento del día quiero estar contigo y abrazarte, porque no puedo pensar en otra mujer que no seas tú. Ojalá pudieras estar dentro de mi y comprobar que lo que te digo es cierto – insistía yo. - ¿Qué sentido tendría hacerte creer que te quiero si no te quisiera? – preguntaba, animado por la posibilidad de que la respuesta a aquella cuestión la hiciera entender que la quería.

- Es posible que creas que me quieres, pero que no me quieras. Las personas tenemos el deseo de amar, que no es lo mismo que amar de verdad – decía ella mirándome con tristeza.

- No creo que te quiero, sé que te quiero – volvía a decirle yo. – Me apena comprobar que no me crees, me aturdes con tus dudas – añadía, intentando hacerle ver que su incertidumbre también me afectaba.

- Quizás es que no me quieres – resolvía ella, dándole un sorbo a su capuccino.

Así pasaban las horas en aquella cafetería, antes de que saliéramos al cine y termináramos la noche haciendo el amor en mi casa, donde yo siempre insistía en que se viniera a vivir conmigo, con la esperanza de que esa petición despejara todas sus dudas. Ella me aseguraba que lo pensaría, que todavía no estaba totalmente segura de mi amor, pero que cada vez estaba más cerca de mi y que aquel día llegaría tarde o temprano.

Alicia nunca vino a vivir conmigo. Un día, en la cafetería de siempre, delante de su capuccino que aquella vez no me ofreció, me dijo que pensaba que era mejor que lo dejáramos.

- ¿Por qué? – pregunté yo, en aquel momento más atónito que herido.

Ella dijo que no sabía si yo la quería de verdad, que eso siempre había sido un obstáculo en nuestra relación. Yo insistí, como siempre, en que la quería. Desesperado, le pregunté qué era lo que esperaba de mi, qué podía hacer para que me creyera. Entonces me confesó que había conocido a alguien y que estaba segura de que esa persona la quería de verdad. Me quedé helado, no pude reprocharle nada, sólo deseaba saber una cosa.

- ¿Cómo sabes que te quiere de verdad? – pregunté, con un asombro absoluto. Ni siquiera pensaba en mi tristeza, sólo quería encontrar la clave que con tanto empeño yo había estado buscando sin lograrlo.

- No puedo explicártelo, Raúl, está mucho más allá de algo que pueda hacerse o decirse, simplemente sé que me quiere - dijo, y yo sentí que aquellas palabras me las estaba robando, como si en aquel momento se hubiera transformado en mi, y yo en ella.