miércoles, 31 de octubre de 2007

Veintisiete de febrero

© taliesin

Hoy, haciendo limpieza, he recuperado una vieja agenda de cuando tenía quince años. El veintisiete de febrero estaba señalado en rojo. Por aquel tiempo, yo había inventado un alfabeto secreto para anotar cosas que no quería que nadie entendiera. Todavía recuerdo la clave, era tan inocente como asignar a cada letra un símbolo distinto. Cualquiera con el mínimo interés habría podido descifrar lo que escribí: “¿Qué estaremos haciendo dentro de dos años?”


Aquel día señalado en rojo era un jueves previo al Día de Andalucía. Habíamos salido una hora antes del Instituto porque Don Manuel, el cura de Religión, se había puesto enfermo y su clase tuvo que suspenderse. La excusa perfecta para que Cecilia, Julián, Sandra y yo fuéramos directamente a la Bodeguita, a tomar una caña y unas papas al bastón, antes de ir a casa a comer. Bajando por la Cuesta de Santa María, Cecilia se preguntó qué estaríamos haciendo ese mismo día dentro de cuatro años. “O de dos”, añadió, probablemente porque cuatro se le antojó un horizonte temporal inimaginable. Nos quedamos en silencio imaginando. Entonces saqué mi agenda y les prometí recordarles aquella conversación al cabo de dos años.


En la Bodeguita se nos unieron Martín y Mercedes, que llevaban unas semanas exhibiendo su pasión mutua por las esquinas de las calles adyacentes al Instituto, entre cigarrillos fumados a medias y pictolines que disimulaban el olor a tabaco en el aliento. Ellos fueron los primeros del grupo en empezar a salir y el resto nos moríamos de envidia al verlos subir juntos de la mano las escaleras de acceso a las clases. Sandra les explicó la conversación que habíamos tenido por el camino, así que ellos también se unieron al pacto de recordar aquel día al cabo de dos años.


Aquel fin de semana largo, Julián y Sandra empezaron a salir, más animados por los martinis de la fiesta que organizó él en su casa, aprovechando que sus padres no estaban, que por una verdadera atracción recién descubierta. Antes de final de curso acumulaban tantas peleas y reconciliaciones que incluso los profesores del Instituto sabían lo qué pasaba cuando veían a Sandra salir del baño con los ojos hinchados de tanto llorar. Aquella situación proporcionó a Julián una espontánea fama de seductor que le convirtió en protagonista tanto de los sueños de muchas admiradoras como de los cientos de chismes que se contaban en el pueblo sobre él. Y, desde entonces, Martín empezó a llamarlo “truhán”.


La historia de Julián y Sandra terminó el último día del curso, después de que él se dejara arrastrar por su propia leyenda y apareciera en el recién estrenado Chiringuito de verano paseando orgulloso de la mano de Paula, una chica dos años mayor que él, de la que se decía que ella misma invitaba a sus eventuales novios a dormir con ella cuando sus padres se iban los fines de semana. Cecilia y yo pasamos la noche intentando consolar a Sandra y, desde aquel día, empezamos a mirar a Julián con ojos rencorosos cada vez que lo veíamos rompiendo corazones paseándose con la pandilla de los de COU.


Ese verano mis padres alquilaron una casa en la playa, en la que estuvimos desde mediados de julio hasta finales de agosto. Al principio, me resistí sin fruto a estar durante tanto tiempo lejos de mis amigos, así que empecé las vacaciones refunfuñando y afirmando que no era justo que no me dejaran quedarme unos días en el pueblo, en casa de Sandra, después de haber aprobado todo el curso en junio. El enfado se me pasó varios días después. Mi madre había entablado amistad con una vecina de la urbanización y un día la encontramos en la playa con sus dos hijos. Rocío, de mi edad, delgada y nerviosa, y su hermano, un chico guapo un poco destartalado, un año mayor, que se llamaba Pablo y se convirtió en mi primer amor. Todavía, de vez en cuando, me acuerdo de él, de aquellos primeros besos agitados, con sabor a arena de la playa, protagonistas de aquel verano apasionado.


Lloré varios días seguidos el regreso de las vacaciones, durante los que no dejé de hablar por teléfono y escribirme con Pablo, prometiéndonos que nos esperaríamos hasta el verano siguiente. Cecilia me acompañó en el desconsuelo, porque ella también sufría su primera ruptura; pero en su caso se trataba de un amor prohibido, porque el madrileño con el que había estado saliendo durante el verano ya iba a la Universidad y, además, tenía una novia desde hacía años, a la que no dejó a su vuelta a Madrid. A mí me sorprendió que mi amiga Cecilia hubiera accedido a salir con él, sabiendo que salía con otra; tuve la sensación de que se había transformado en otra persona, a la vez que sentía una gran desazón al verla sufrir por un desgraciado que la había engañado de aquella manera.


Sandra, que había pasado el verano en el pueblo porque había suspendido varias asignaturas, nos contó a la vuelta todos los rumores sobre Julián y que Mercedes había estado unos días en la casa de campo de los padres de Martín, lo que confirmaba la formalidad de su relación.

Cuando empezamos el curso, noté que Cecilia seguía estando rara. Hablaba con Julián de vez en cuando sin importarle lo que pensaba Sandra de él, y además, los fines de semana me sorprendía la desenvoltura con que se relacionaba con los amigos de Julián, la mayoría de los cuales, ese año, habían empezado a ir a la Universidad en la ciudad. Por otro lado, Sandra, que había suspendido otra vez en septiembre, decidió dejar el Instituto e irse a probar suerte a FP, por lo que no la veía con tanta frecuencia como antes. Martín y Mercedes seguían con su ya noviazgo formal, estaban todo el día juntos y se volvieron un poco aburridos, porque sólo hablaban de la familia, de los estudios, de lo que harían después del Instituto... como si tuvieran mucha prisa por planificar su futuro.


Yo seguí deseando durante unos meses que llegara pronto el próximo verano, para reencontrarme con Pablo; pero cada vez nos llamábamos menos, no sabíamos muy bien qué contarnos. Él me explicaba cosas de sus amigos y de su vida en la ciudad y a mi cada vez se me hacía más extraño imaginarlo en todas aquellas situaciones. Mis cartas se fueron acortando y, en las suyas, ya no enviaba cintas de El Último de la Fila, sino que me hablaba de David Bowie, que para él era el colmo de la originalidad. Pablo y yo nunca cortamos, pero yo me di cuenta de que todo había acabado el último día que hablé con él, el veintisiete de febrero, cuando le conté el pacto que había hecho un año antes con mis amigos, lo que a él le pareció poco menos que una niñería.


Aquel fue el curso de las huelgas en el Instituto. Pasamos casi dos meses en los que prácticamente cada semana suspendíamos las clases durante un día o dos. Protestábamos contra la Selectividad, aunque para nosotros todavía quedaba muy lejos, nos quejábamos de los cambios que el Gobierno quería hacer con la nueva Ley de Educación; pero casi ninguno de nosotros sabía exactamente cuáles eran esas reformas. Eso sí, los cabecillas de las suspensiones de clase parecía estar bien enterados y se encargaban de transmitirnos en las asambleas la importancia de rebelarnos contra lo que querían imponernos. Uno de ellos, Manuel Prados, Manu, iba siempre cargado con una guitarra y en las asambleas montaba un recital improvisado, así que acabábamos cantando canciones de Mecano y de Aute, y con eso nos creíamos que estábamos defendiendo nuestros desconocidos derechos.


Fue durante aquellos días de agitación en los que parecía que el tiempo era infinito, en los que empecé a relacionarme más con la pandilla de Manu, fruto del complicidad que nos unió al sentir que estábamos luchando por algo importante para nosotros. Sin darme cuenta, había dejado atrás al grupo de amigos de toda mi vida. Cecilia andaba ennoviada con uno de los universitarios amigos de Julián, quién venía de la ciudad a verla los fines de semana. Sandra se perdió entre sus compañeros de FP. Martín y Mercedes, que fueron contrarios a la huelga desde el principio, por el efecto que ésta causaría en nuestros futuros currículums, parecían también haber desaparecido de mi vida. Y Julián seguía enamorando a unas y otras, a las que paseaba por el pueblo en su envidiada vespino.


Terminó el curso a duras penas, con la mitad del temario por estrenar debido a las interrupciones. Para celebrar la llegada de las vacaciones, Manu organizó una fiesta en una casa de campo que tenían sus padres a siete kilómetros del pueblo. El día antes, me encontré a Julián en la Bodeguita y le dije que se viniera a la fiesta con su novia del momento. Noté que le hizo especial ilusión y me dijo que no faltaría.


Llevábamos ya varias horas en el campo, asando costillas en una barbacoa y bebiendo cervezas, cuando llegó Goyo, el hermano mayor de Manu, conduciendo el Seat Panda de su madre. Recuerdo que al verlo pensé que había pasado algo; pero nunca hubiera imaginado lo que venía a decirnos.


Tuve que oirlo tres veces antes de poder reaccionar. Julián había muerto. Iba en su vespino camino del campo, cuando se empotró contra un coche al girar en una curva. Recuerdo muy bien que grité “mentiroso” a Goyo, mientras un temblor gigantesco avanzaba desde mi estómago a la garganta y un calor inhumano me recorría la cara, la mirada perdida en el cuerpo de Manu y las lágrimas prisioneras enterradas en algún lugar de donde luchaban por salir, para calmar así el vendaval que se había instalado dentro de mi. Hasta un día después no pude llorar, abrazada a Cecilia, en el zaguán de la casa de Julián, cuando vimos pasar a sus amigos y hermanos llevando la caja hasta el coche fúnebre.


Aquel verano volví a la playa con mis padres. Pablo no apareció y en el fondo fue un alivio. No habría sabido cómo comportarme. Aunque eché de menos a mis amigos, tampoco tenía ganas de que acabaran las vacaciones, de las que me quedó el recuerdo de haber leído Cien años de soledad y Por quién doblan las campanas, mientras descubría la música hipnótica de Alchemy de Dire Straits, que ya siempre relacionaré con esos libros.


Volvimos al Instituto unas semanas más tarde. Ya estábamos en COU y teníamos la sensación de estarnos jugando el futuro de nuestras vidas. Los padres de Cecilia decidieron enviarla a estudiar a la ciudad, donde vivía con su abuela, así que ya casi no la veía. Sandra dejó FP y empezó a trabajar de dependienta en una zapatería. Cuando coincidía con ella me parecía que era como una señora, hablaba con desenvoltura con las mujeres del pueblo y parecía que hubiese una distancia infinita entre nosotras. Siempre que me la encontraba me acordaba de Julián y la misma nostalgia me impedía conversar con tranquilidad. Yo estaba segura de que ella también pensaba en él, sin embargo, nunca lo comentábamos. Martín y Mercedes vivían permanentemente agobiados por los exámenes y sólo me los cruzaba por los pasillos del Instituto o alguna vez en la cola del cine. Sin embargo, cada vez que veía a alguno de los cuatro, hacíamos el propósito de quedar algún día y tomar una cerveza juntos, como cuando éramos una pandilla.


Ese día fue el veintisiete de febrero, dos años después de aquella conversación. Unos días antes, al mirar mi agenda, lo recordé, los llamé por teléfono y los convoqué en la Bodeguita. Al principio estábamos un poco cortados, hacía tiempo que no quedábamos y, además, todos echábamos en falta a Julián, aunque nadie se atrevía a nombrarlo. Después de un par de cervezas, Martín me sorprendió diciendo: “vamos a brindar por el truhán”. Cecilia, Mercedes, Sandra y yo tuvimos que restregarnos los ojos, porque se nos saltaron las lágrimas. Pero desde ese momento ya no pudimos parar de hablar y de reirnos, recordando los días en que Martín y Mercedes empezaron a salir, o cuando Sandra se encerraba con sus celos en los baños del Instituto, o las clases de Religión con Don Manuel y su bronquitis crónica.


Cuando nos despedimos sabíamos que nada de todo aquello volvería; que cada uno había tomado ya un camino distinto en su vida. Y hoy, al encontrar mi vieja agenda y recordar aquellos años, he tenido la sensación de que el único que sigue ahí, igual que antes, es Julián, que se quedó conquistando a unas y a otras dando vueltas por el pueblo en su vespino.

domingo, 21 de octubre de 2007

Caos


Mi padre siempre había sido una persona silenciosa. Era muy inteligente, cultivado, leía mucho y le interesaban todas las ramas del arte y de la ciencia. Después de acabar la carrera de Física, consiguió una plaza de Catedrático en la Facultad de Granada y se había especializado en la Teoría del Caos, lo que le había procurado numerosos reconocimientos a nivel internacional. En sus relaciones personales carecía de la elocuencia y el dominio que exhibía en su vida profesional, hasta el punto de parecer desnaturalizado, aunque probablemente sólo se tratara de timidez. Se sentía cómodo estudiando los comportamientos impredecibles de los sistemas cuyas condiciones iniciales no se pueden determinar con exactitud, lo que se conoce como “el efecto mariposa”. En el verano de 1979, unos meses después de casarse con mi madre, fue incapaz de advertir que las condiciones iniciales impuestas por él en una situación personal, me transmitirían los dos datos personales que han condicionado toda mi vida: Me llamo Mortimer y nací en Baltimore.


- Andrés, cariño, he decidido que te acompañaré a ese congreso en Baltimore – dijo un día mi madre exultante, poniendo la cena sobre la mesa.
- ¿Cómo me vas a acompañar, en tu estado? Julia, pero si te da miedo el avión... – respondió mi padre sorprendido.
- Es igual, me tomaré una pastilla para dormir y te acompañaré.

- Pero no es bueno que tomes somníferos estando embarazada – argumentó él.

- No bebo, no fumo, unas pastillitas no le harán daño al niño, Andrés – resolvió ella.

- No te entiendo, nunca quieres acompañarme y ahora que estás embarazada y que me voy a la otra punta del mundo se te antoja venir conmigo...

- Exacto, es un antojo, así que tengo que ir. No quiero que mi hijo nazca con una mancha en forma de Baltimore.

- Y además, ¿qué vas a hacer tú en Baltimore? Estaré todo el día en el congreso. Y no sabes inglés.

- Sé francés. El francés lo entiende todo el mundo, mon amour – respondió mi madre seductora.

Mi padre se resistió a acceder al capricho de mi madre; pero las condiciones iniciales ya habían cambiado, ni siquiera se dio cuenta de que estaba inmerso en un sistema que había dejado de ser estable y que todo podía evolucionar de forma distinta a como él había determinado. Por eso, días después, subió al avión arrastrando a duras penas a su anestesiada esposa, quién se había tomado demasiado pronto una doble dosis de somníferos.

Después de un largo viaje en el que mi madre se despertó varias veces aterrorizada y hubo que sedarla de nuevo para que no sucumbiera a un ataque de histeria, llegaron a Baltimore.


- Est ce que l'hôtel se trouve très loins? – preguntó mi madre al conductor, nada más subir al taxi que les llevaba al hotel.

- I´m sorry, I don´t speak French – respondió el taxista.

- Te lo dije – reprochó mi padre a mi madre.

- Qué poca sensibilidad tienes, Andrés, después del viaje que he pasado.


Llegaron al hotel. Mi madre siempre me cuenta que ella supo que iba a pasar algo, porque mi padre estaba muy agitado, daba vueltas por la habitación y dudaba si colocar su ropa en el armario, entrar en el lavabo a darse una ducha o llamar a recepción para que subieran algo de comer. Ella, en cambio, estaba encantada de la aventura, orgullosa de haber sido capaz de acompañar a su marido hasta allí y deseosa de hacer planes para los ratos en los que mi padre estuviera libre.


- Andrés, mañana, ¿a qué hora empieza el congreso? – le preguntó mientras terminaba de colgar su ropa en el armario.

- Julia, tengo que decirte algo – dijo mi padre haciendo sentar a mi madre sobre la cama.

Entonces fue cuando le contó toda la verdad. Había recibido una oferta de trabajo de la Universidad de Baltimore. Una plaza en el Departamento de Física Dinámica, el más destacado de Estados Unidos en el estudio de la Teoría del Caos. Era una oportunidad óptima para avanzar en sus estudios, lo que probablemente lo convertiría en uno de los más importantes especialistas en Caos Determinista del mundo. Por eso había ido a Baltimore. Mi madre asentía, orgullosa de su marido, se levantó de la cama y lo abrazó feliz de haberlo acompañado ante la sorpresa de mi padre.

- Y, ¿hasta cuándo tienes ese trabajo? – preguntó mi madre.

- Son dos años – respondió mi padre sonriendo.

- ¿Cómo que dos años? – dijo mi madre aturdida - ¿Qué quiere decir que son dos años? – la pobre mujer no daba crédito.

- Un mínimo de dos años, sí, creí que lo habías entendido...

- ¿Que había entendido qué? – gritó mi madre desesperada - ¿Que me has traido aquí para que pasemos dos años? ¡He hecho una maleta para una semana! – mi madre se levantó de la cama y empezó a caminar arriba y abajo por la habitación, sujetándose la barriga y llorando.


Mi padre trató de explicarle que tenía intención de contárselo todo después de aquel viaje, en el que iba a firmar el contrato de trabajo y buscar una casa donde trasladarse a principios de otoño y que pensaba que ella podría viajar junto con el niño después de Navidad, cuando ella ya hubiera tenido tiempo de hacer todos los preparativos; pero que ella se había empeñado en acompañarlo y él se había visto incapaz de convencerla para que no lo hiciera.


- ¿Por qué no me lo dijiste antes de hacerme venir aquí, Andrés? Te has vuelto loco. No, no te has vuelto loco. ¡Siempre has estado loco! – gritaba mi madre fuera de sí.

- Pensé que si me acompañabas y veías cómo era Baltimore y me ayudabas a elegir la casa...

- ¡Ya tenemos una casa! ¡En Granada! – le cortó mi madre.


Antes de que mi padre pensara siquiera en cómo tranquilizarla, mi madre empezó a sentirse mal. Primero tuvo un mareo y mucho calor. Estaba a punto de desmayarse. Entonces, le sobrevino la primera contracción. Mi padre deseó que fuese una falsa alarma, un dolor aislado provocado por el disgusto. La tumbó sobre la cama y llamó a recepción para pedir un médico. Antes de que llegara la ambulancia mi madre ya había roto aguas. Estaba en el séptimo mes de embarazo, a punto de parir y con un ataque de nervios que le impedía poner en práctica cualquier ejercicio de respiración que le sugiriese mi padre.


Finalmente llegaron al hospital. Las enfermeras la sujetaban porque no dejaba de agitarse fuera de sí. Lloraba, gritaba a mi padre, cerraba las piernas. No quería que su hijo naciera allí, en aquellas condiciones. El ginecólogo se reunió de urgencia con mi padre y le dijo que era una situación grave, ya que la mujer no podría colaborar en el parto estando como estaba. Opinó que sólo había una solución. Dormirla y practicarle una cesárea. Mi padre accedió. Al cabo de unas horas, vine al mundo en medio de la situación más caótica a la que mi padre se había enfrentado en toda su vida. El ginecólogo que nos salvó la vida a mi madre y a mi se llamaba Mortimer Fine.

Estuve un mes en la incubadora. En ese tiempo, mi madre pudo recuperarse poco a poco. Durante una semana no dirigió la palabra a mi padre, y eso que era casi el único con el que podía hablar, a excepción de alguna enfermera que medio entendía el francés. Un día, estando junto a mi en la incubadora, apareció mi padre. Ella le dijo que pensaba volver con su hijo a Granada en cuanto yo pudiera viajar y que esperaba no volver a verlo nunca más. Mi padre no sabía ya cómo pedirle perdón por todo. Pasaba los días en los pasillos del hospital, porque mi madre no quería verlo en la habitación. Al final, un día, se armó de valor y fue a hablar con ella.

- Julia – le dijo nada más entrar en la habitación – déjame hablar contigo sólo hoy y después haz lo que quieras.

Mi madre lo escuchó en silencio.

- Lo he fastidiado todo. Lo siento mucho – el hombre había repasado mil veces lo que quería decir, pero en aquel momento no sabía cómo empezar. – Lo que más me importa sois tú y nuestro hijo.

Él espero a que ella dijera algo, pero mi madre no abrió la boca.

- Me habría gustado que las cosas hubieran salido de otra manera. Quería organizarlo todo para que no tuvieras que preocuparte durante el embarazo, para que te resultara más fácil el cambio de situación. No podía decir que no a este trabajo. Es lo que he querido toda mi vida.


A mi padre se le llenaron los ojos de lágrimas, estaba desahogándose, desde que nací no había podido hablar con nadie, no sabía cómo hacerlo, se sentía como un niño pequeño, sin herramientas para afrontar las situaciones, fracasado. Por eso, había tomado una decisión. Si ella quería volver a Granada y no hablar más del tema de Baltimore él estaba dispuesto a renunciar al trabajo. De hecho, ya había renunciado. No había aceptado la oferta que le habían mantenido hasta el día anterior.


Mi madre conocía bien a mi padre. A ella le gustaba de su marido esa timidez y esa falta de habilidad para relacionarse, siempre le dió mucha ternura verlo esforzarse por ser amable y considerado. Toda la vida había sido así. Se conocían desde niños. Ella siempre se sintió atraída por él, un chico callado y misterioso, que leía a todas horas; pero siempre dispuesto a dedicarle un momento, a pesar de que se llevaban diez años de edad. Cuando mi madre era niña, mi padre era un joven atractivo y solitario que vivía en el portal de al lado. El hijo del sastre. Se encontraban con frecuencia en la calle y él le hablaba con delicadeza, como si en ese momento conversar con ella fuera lo más importante que podía hacer. Aunque nunca le revelaba cosas personales, él la escuchaba y trataba siempre de encontrar una solución a sus pequeños problemas: cuando sus padres la castigaban, cuando suspendía una asignatura, cuando se enfadaba con una amiga... Él siempre la había acompañado.


Por eso, aquel día en que él renunció al sueño de su vida, ella se sintió tan apenada que, a pesar de todo lo que había pasado, supo que en aquel momento no podía abandonarlo.


Después de tantos años, todavía me admiro de la serenidad con que mi madre, una mujer sencilla y apasionada con tendencia al dramatismo, sugirió a mi padre que llamara enseguida a la Universidad para que le mantuvieran la oferta de trabajo. Él, sin saber todavía lo que sería de su matrimonio, salió de la habitación, telefoneó al Rector desde la cabina más cercana, y concertó una cita para el día siguiente.


Cuando volvió junto a mi madre, ella ya había decidido que se volvería a Granada en cuanto yo estuviera fuera de peligro y arreglaría todo lo necesario para poder viajar a Baltimore después de Navidad. También estaba resuelta a llamarme Mortimer, como agradecimiento al médico que me salvó la vida.


Pasamos los primeros tres años de mi vida en Baltimore. No tengo recuerdos de aquel tiempo en el que mi madre se vió obligada a aprender inglés y vivir en un lugar extraño, alejada de sus amigas y de su familia; y en el que mi padre se convirtió en el científico especializado en Teoría del Caos más importante de todo el mundo.


Hice a mi madre explicarme la historia de aquellos días miles de veces cuando era pequeño, inconsciente de todas las ocasiones en que yo tendría que repetirla a lo largo de mi vida, cuando me preguntaban mi nombre o el lugar donde nací. La última vez ha sido esta misma tarde, cuando he atendido a un periodista que llamaba para entrevistarme, porque mañana recogeré en Estocolmo, en nombre de mi padre, el Premio Nobel de Física. Hasta para esta ocasión mi padre ha sido imprevisible. Murió dormido en su cama, poco después de saber que se lo habían otorgado, dejándonos a mi madre y a mi el recuerdo de una persona buena, que se movía con dificultad en este mundo de leyes sociales que no comprendía; pero que sabía expresar con su silencio mucho más de lo que la mayoría de nosotros es capaz de decir con palabras.

lunes, 15 de octubre de 2007

No he dejado de pensar en ti

Empecé a escuchar tu programa para combatir el insomnio después de que Ana me dejara. Yo nunca había tenido afición por la radio, incluso recuerdo haber discutido con mi hermano, cuando todavía compartíamos habitación, porque a él le gustaba un programa deportivo nocturno y yo me concentraba en el murmullo de sus auriculares y no podía dormir.

La primera vez que te oí fue justo después de escuchar la declaración de un chico. Explicó que tenía que ir a la cárcel después de años de haber superado su adicción a la heroína. Había rehecho su vida y cuando todo le empezaba a ir bien lo reclamaban para cumplir su condena. Tu papel debía ser neutral, no te correspondía valorar lo que la gente contaba a través de tu programa, pero por el tono de tu voz era muy fácil deducir lo que pensabas sobre los temas que surgían cada noche. En aquella ocasión te conmoviste por el dramatismo con que el muchacho había expuesto su problema. Tu voz lanzó un reclamo emocionado a las personas de la audiencia que pudieran darle algún consejo legal al chico o que hubieran estado en una situación parecida, para que llamaran y le enviaran alguna palabra de consuelo. Estuve a punto de cambiar de emisora en ese momento, confieso que me decepcionó, me pareció deprimente ese formato que se aprovechaba de las debilidades de las personas enfermas de soledad, una especie de corral de vecinas radiofónico donde cuestionar la vida de esa gente indefensa. Pero justo entonces empezó a sonar Don´t Fall Apart on Me Tonight de Bob Dylan. Te imaginé seleccionando esa canción, entre miles de discos, para obsequiar al muchacho con unos minutos de compañía y esa imagen tuya me hizo seguir atento al programa.

A partir de ese día fui fiel a la cita cada noche. Me enseñaste a ser compasivo con las personas enfermas que explicaban sus dolencias hasta el último detalle. Tú los atendías con una paciencia infinita transmitiéndoles tu confianza en que esa noche, o quizás la siguiente, alguien expondría motivos para tener esperanza. Te acompañé mientras consolabas a cientos de mujeres maltratadas, comprobé cómo tu voz las abrazaba hasta hacerlas sentir menos solas. Estuve contigo el día que sutilmente reprochaste a un oyente su declarada homofobia. Aplaudí divertido la elección del declarado himno gay No more Tears (enough is enough) interpretado por Barbra Streisand y Donna Summer, mientras esperábamos alborozados las llamadas de censura a los comentarios que acabábamos de escuchar.

Cada vez me acordaba menos de Ana, tú la reemplazaste con tu voz sugerente y tu carácter optimista. Al principio no necesité nada más, pero después empecé a buscar información sobre ti en revistas y foros de Internet. Descubrí que estabas decidida a mantener tu anonimato. Tenías un alias en la radio, pero ni rastro de tu verdadero nombre, ni una foto tuya publicada. Respondías sin tapujos a las preguntas que te hacían en las entrevistas, por eso supe que tenías una familia numerosa a la que amabas, que tus amigos solían regalarte libros porque conocían tu amor por la Literatura, que habías combatido varios fracasos amorosos a base de películas antiguas y gin tonics compartidos con amigos y que en aquel momento no tenías pareja. Pero el misterio que mantenías sobre tu apariencia y tu identidad alimentaba mi fantasía. Me hice una imagen de cómo eras y podía verte en todas aquellas situaciones, con tu cuerpo menudo y proporcionado, tu ropa alegre, el pelo recogido en un moño desenfadado a la altura de una nuca delicada, las manos moviéndose con desenvoltura al ritmo de tus palabras, los ojos grandes y vivos, la boca pequeña, la nariz comedida, los pechos pequeños y redondos, el culo vivaracho.

Una noche en el programa se debatía si un oyente debía perdonar o no a su pareja por haberle sido infiel a través de Internet. Justo después de escuchar Nothing else matters, entró en antena un chico. Noté enseguida que lo conocías, te dirigiste a él con la confianza con que se le habla a un amigo. Él opinó que el oyente debía olvidar el asunto y continuar con su relación. Tú le preguntaste si él lo haría. Él respondió “sabes que sí” y eso fue suficiente para que yo sintiera unos celos endemoniados. Me reproché haberme enamorado de una persona a la que no conocía, de quién en realidad no sabía nada, a la que nunca había visto. Me había dejado engañar por una voz que simulaba ser mi compañera, pero que en realidad era interesada y sólo me necesitaba, como a otras tantas miles, para mantener la audiencia que le daba de comer. Estaba tan enfadado que ni siquiera advertí que el programa acababa y no fue hasta oír la melodía final cuando me di cuenta de que te había ignorado y no había escuchado tus palabras de despedida. Entonces empecé a llorar. Las lágrimas, como el primer cigarrillo que uno se fuma en una recaída tras haber dejado el tabaco, hicieron que, al mismo tiempo, me serenase y me sintiera culpable por dudar de tu lealtad. Fue entonces cuando decidí que las cosas iban a cambiar. Iría a buscarte, te declararía mi amor y prometería no volver a dudar de ti.

Al día siguiente era viernes. Salí de la oficina temprano y me dirigí a la emisora donde sabía que trabajabas. Esperé un rato en la puerta, confiado en identificarte cuando entraras en algún momento de la tarde. Después pensé que quizás ya estabas dentro y decidí preguntar al recepcionista. Atravesé la puerta justo detrás de dos mujeres. Tuve tiempo de fijarme en ellas. Una era alta, rubia y curvilínea, con aspecto de estrella de cine, una de esas que no se pueden dejar de mirar cuando pasan junto a ti. Su minifalda dejaba apreciar unas piernas impecables, seguramente propietarias de una agenda también perfecta llena de teléfonos de hombres triunfadores y atractivos. El aspecto de la otra mujer era opuesto por completo al de la modelo. Le sobraban unos quince kilos, todos ellos necesitados de un poco de ejercicio. Llevaba el pelo desordenado recogido en una coleta desvaída que caía sobre un jersey demasiado ancho y anodino. Ellas se dirigieron hacia el ascensor, que estaba justo enfrente del mostrador de la recepción. Esperé unos segundos a que el recepcionista me atendiera. Oí el timbre que precedía la apertura de las puertas del ascensor y justo en el momento en que el conserje me miró, escuché tu voz con toda claridad. “Al fin viernes, este fin de semana pienso dormir por lo menos diez horas seguidas”, dijiste. Una frase insignificante que podía haber pronunciado cualquiera. Me giré hipnotizado para mirarte; pero las puertas ya se habían cerrado. En décimas de segundo, mientras mi corazón latía trastornado, me planteé las posibilidades que teníamos juntos tú y yo, tanto si eras la mujer seductora de la minifalda como si la voz que oí pertenecía a la chica deslucida de la coleta. Me sentí incómodo ante cualquiera de las dos opciones. No podía sentirme atraído por alguien de aspecto abandonado, por fascinante que fuese su voz. Y la idea de declararme a una mujer espectacular con una agenda repleta de hombres interesantes me resultó ridícula.

Salí aturdido del edificio sin responder a la pregunta del conserje, me dirigí a la boca de metro y justo antes de bajar las escaleras, llamé a Ana. “No he dejado de pensar en ti en todo este tiempo”, le dije.

domingo, 7 de octubre de 2007

Seca



Hasta para titular este post me siento hoy seca. Esta noche no he dormido bien, demasiadas ideas en mi cabeza batallaban para protagonizar mi próximo cuento. Al final me he levantado y me he sentado delante del ordenador. Aquí sigo, desesperada. Todas las ideas salieron volando por la ventana y me han dejado sola ante la página en blanco.

He releído escritos antiguos, he buscado una imagen inspiradora, he revisado los momentos más importantes y los más ordinarios de mi vida. Nada de eso me ha servido. He recurrido a Internet, a menudo fuente de soluciones. Confieso avergonzada que he escrito en Google “técnicas de desbloqueo”. He utilizado una lista de palabras sugerentes, he jugado con ellas. Los dedos se quedaban atascados entre las teclas del ordenador. He probado a usar una metáfora; pero me ha parecido tan inútil como hacer un gazpacho con sandía. En un momento dado, he abandonado el reto de enfrentarme a la propuesta de la semana del curso de Escuela de Escritores y he bajado el listón hasta “escribir lo que salga sin pensar”. No salía nada. He llorado un rato preguntándome para qué tanto esfuerzo. A media tarde me he tumbado en la cama y he puesto en práctica una técnica de relajación que aprendí hace tiempo a ver si me tranquilizaba. He vuelto al ataque al cabo de un rato; pero ni el precioso atardecer ha logrado hacerme reaccionar. Incluso he escuchado ya no sé cuántas veces Parachutes de Coldplay.

Después de todo esto he mirado el correo por si tenía algún mensaje nuevo y he descubierto un par de avisos de comentarios en mi blog que no había contestado. Vergonzoso. Para dos lectores que tengo y los trato de esta manera. Menuda fiesta sorpresa. He respondido a chusdb que hoy especialmente agradecía sus comentarios y he entrado en el blog del Vendedor, compra venta de nubes, en busca de consuelo e inspiración. Me ha recibido una nube que no merecía. He llorado con su post de África. Me ha emocionado tanto que he intentado dejarle un comentario y, lo que me faltaba, no se ha encontrado la página, no tengo conexión, Internet ha caído. Queda pendiente, Vendedor, está visto que hoy los dioses se han aliado para que no escriba nada, pero te doy más de mil gracias por esa nube que pienso pagarte con un ancla rota, que es como hoy me siento yo. A ver si, por lo menos, consigo resolver el problema de la conexión, aunque eso sí que no está en mis manos.

sábado, 6 de octubre de 2007

La huida

© emlyn

Es curioso cómo a veces, en el peor de los momentos de la vida, se piensan cosas triviales.
Salimos del cortijo hacia las doce del mediodía. Pedro había ensillado a un burro para que yo no tuviera que hacer el camino andando con el niño en brazos, aunque, si todo iba bien, estaríamos en el pueblo en una hora. Pero no era un día cualquiera, no de los que se espera que una hora transcurra como cualquier otra.
Sólo unos minutos después de que José Macía aporreara la puerta de nuestra casa, gritando que los nacionales estaban en el Alamillo y que los republicanos los estaban esperando donde Fermín, nos encontrábamos en el sendero de Cerro Blanco con una única aspiración: sobrevivir. No estábamos solos en el camino. Otras personas se iban incorporando desde las veredas del monte, aparecían entre las encinas, cargados con las pocas pertenencias que habían podido coger en el último momento. Nos dejábamos tanto atrás y, a la vez, era tan insignificante comparado con la suerte de tener aquel camino por delante, que quizás por esa mezcla incoherente de pensamientos ninguno de nosotros era capaz de pronunciar palabra.
A la altura del arroyo, empezamos a oir los primeros tiroteos. No quise girarme a comprobar si la contienda había llegado ya a nuestra casa como nos temíamos, abracé a mi niño como si así pudiera evitar que el ruido lo despertara, me sujeté a la montura y busqué con la mirada a Pedro, que me observó un instante desde abajo y tampoco volvió la vista atrás. Nadie corrió, aunque todos apretamos el paso. Una mujer abandonó una valija debajo de un árbol para poder dar la mano a uno de sus hijos más pequeños y tiró de él con premura mientras el niño se echaba a llorar en silencio.
Poco después de cruzar el arroyo, nos paró un muchacho que venía corriendo en sentido contrario, cargado con un fusil. Era el hijo de Paredes el del molino, a quién tantas veces habíamos vendido parte de nuestra cosecha.
- Por Dios, Don Pedro, póngase esto, que lo van a confundir con un nacional en el control de Cerro Blanco – dijo en voz baja y casi sin aliento, mientras le entregaba un trapo rojo.
- Gracias, Juanito, te lo agradezco – respondió Pedro, metiéndose el pañuelo en el bolsillo de la solapa.
El chico se alejó en dirección al cortijo y Pedro tiró del burro para acelerar el paso. Me pregunté qué ocurriría si alguien en Cerro Blanco nos confundía con nacionales y qué forma tendrían de distinguir a unos de otros. Instintivamente cogí la medalla de la Virgen del Carmen que llevaba colgada del cuello y me puse a rezar, cuando caí en la cuenta de que sería mejor ocultarla debajo de la ropa. Apreté al niño contra mí y vi que no estaba dormido, tenía los ojos muy abiertos y me miraba. Lo besé y entonces empezó a llorar.
El tiroteo se intensificó, se oían gritos de hombres a lo lejos y, de pronto, un estruendo parecido al de un muro al caer, hizo que Pedro se abrazara a nosotros y que la gente del camino se tirase al suelo. Me bajé del burro porque tenía la sensación de que así iríamos más rápido. El niño no paraba de llorar y yo le tapaba la boquita con la mano para que no se le oyera, como si tuviera miedo de que su llanto pudiera delatarnos.
Por la última curva antes de llegar a Cerro Blanco vimos aparecer a un camión que corría en nuestra dirección a toda velocidad, haciendo sonar la bocina. La gente se salía del camino para darle paso. Nos echamos a un lado, pero el vehículo se detuvo. Salieron dos guardias civiles y apuntaron a Pedro con sus escopetas. Él miró el pañuelo rojo que llevaba en la solapa, pero antes de poder quitárselo, aquellos hombres ya lo habían encañonado. Pedro levantó los brazos y yo me arrodillé en el suelo, con el niño, que seguía llorando, apretado contra mi pecho. Cerré los ojos.
- Tú, ¿dónde vas? – preguntó uno de los hombres.
- Yo... no soy rojo – oí que decía mi marido. - ¡Me he puesto esto para que no me mataran! – gritó –. Voy con mi mujer y mi hijo al pueblo – añadió después, en voz más baja.
- ¿Quieres a España, gallina? – preguntó el otro hombre.
- Sí, sí... – respondió Pedro con un hilo de voz.
- Entonces quítate esa mierda, si no quieres que te matemos nosotros, que Cerro Blanco ya ha sido liberado por el ejército nacional.
Oí más tiroteos a lo lejos y al camión arrancar y alejarse. Entonces abrí los ojos y vi a Pedro caer de rodillas al suelo, en medio del camino, tapándose la cara con las manos, agitado por un llanto hondo y callado. Lo abracé durante unos segundos. Nos levantamos en silencio, algunas personas nos miraban, y continuamos recorriendo horrorizados lo poco que quedaba para llegar al pueblo, sin tratar de comprender cómo se habían desarrollado los acontecimientos.
Había transcurrido poco más de una hora desde que dejamos nuestra casa, pero nuestra vida ya era otra y sabíamos que nunca volvería a ser como antes. Fue en aquel instante, al atravesar el zaguán de casa de mis suegros, en uno de los peores momentos de nuestra vida, cuando me sobrevino aquel pensamiento trivial y absurdo. Me miré las viejas alpargatas que utilizaba a diario en mi casa y entonces deseé haberme puesto los zapatos que reservaba para las visitas de los domingos.