martes, 25 de septiembre de 2007

Mucho más increíble que cualquier telenovela


De todas las historias rocambolescas o secretos familiares que alguna vez haya podido escuchar a lo largo de mi vida, sin duda el que más ha despertado mi interés y ha desatado mi deseo de escribirlo, ha sido el de las abuelas de una amiga de mi juventud, Lola P.

Llevábamos diez largos minutos estudiando juntas en la biblioteca de la Facultad de Ciencias Políticas, que era la que, según nuestra estadística de bolsillo, acumulaba más chicos guapos por metro cuadrado, cuando Lola me propuso ir al bar a tomar un café. Vi reflejada en su rostro la urgencia propia de quién necesita desahogarse y accedí a su petición intentando controlar mi curiosidad al menos hasta llegar a la cafetería.

- ¿Qué pasa? - pregunté nada más sentarnos en la mesa, con los oídos preparados para la confesión.

- Una de mis abuelas es la madrastra de mi otra abuela - espetó ella, olvidando pronunciar la introducción que sin duda merecía tal confidencia.

Se quedó callada durante unos segundos en los que mis neuronas echaron chispas tratando de entender el árbol genealógico de mi amiga. Ahora sé que fui implacable con ella, quizás en ese momento mi amiga requería un poco de comprensión, pero aquello era lo único que yo no podía ofrecerle, debido a mi imperiosa necesidad de conocer todos los detalles de la historia, por lo que no tuve el menor reparo al decirle: “Coño, Lola, somos amigas, tendrías que habérmelo contado antes”.

A partir de ese momento, Lola se decidió a revelarme el jeroglífico de su familia y, haciendo alarde de sus dotes previsoras, me instó a sacar papel y bolígrafo para ir elaborando un esquema de lo que se disponía a contarme, algo que sin duda recomiendo a todo lector accidental de estas líneas que escribo para la revista local de San Basilio de Palenque.

La abuela materna de Lola, a la que llamaremos Abuela M, con sólo dieciocho años se casó con un sombrío pastor, dueño de un rebaño de cabras envidia de la comunidad, con el que engendró una hija, la madre de Lola, quién a lo largo de todo este relato citaremos como Madre para salvaguardar su verdadero nombre. Abuela M llevaba dos días pensando que no era feliz en su matrimonio, cuando, una noche, escuchó de boca de su marido pronunciar el nombre de su cabra más preciada en el lecho conyugal. Eso fue la gota que colmó el vaso y al amanecer, después de ver partir al pastor camino de tierras de barbecho, Abuela M salió huyendo de aquel lugar con Madre en brazos y un fajo de billetes oculto en el dobladillo de la combinación. La mujer, después de atravesar a pie una cadena montañosa, consiguió llegar a la ciudad al cabo de varios días y se instaló en una pensión de mala muerte.

En este punto se detenía la linealidad del relato, porque lo siguiente que recordaba haber escuchado Lola era que Abuela M, al poco tiempo, se convirtió en la amante de un rico terrateniente de la capital, a quien llamaremos Quid, veinticinco años mayor que ella. Gracias a ese afortunado acontecimiento, Madre y Abuela M vivieron como dos reinas en un coqueto pisito que Quid les puso y que visitaba con frecuencia cargado de regalos y golosinas.

Quid estaba casado con la señora Dolores, quién hacía honor a su nombre padeciendo una enfermedad que la obligaba a estar en la cama día y noche, rodeada de enfermeras que le administraban la suficiente morfina como para que la mujer pasara la mayor parte del tiempo inconsciente. Tenían una hija un poco mayor que Abuela M, casada desde hacía unos años con un oficial del ejército.

A riesgo de revelar el final de la historia y reventar la tensión dramática del relato, he de bautizar a la hija de Quid y la señora Dolores como Abuela P, si queremos seguir la nomenclatura adecuada para resolver el entuerto.

El caso es que Abuela P y el oficial del ejército tenían un hijo de corta edad, sólo un poco mayor que Madre, al que no me queda más remedio que llamar Padre.

Todo lector, por aplicado que sea, llegado a este punto de la narración, encontrará que quizás sus neuronas estén faltas de Red Bull por trabajar a velocidad superior a la normal. En este trance, existe una alta probabilidad de que el lector culpe a la inocente escritora de no saber expresar con claridad el argumento que tiene en la cabeza; pero he de advertir de la alta dificultad de explicar esta historia sin faltar a la verdad. Dicho esto, vuelvo a recomendar, como bien hizo conmigo mi amiga Lola, la utilización de lápiz y papel a aquellos que necesiten de un esquema aclaratorio.

Estábamos en que Padre era hijo de Abuela P, hija de Quid. Por otro lado, Quid tenía una amante, Abuela M, madre de Madre. Bien, pues unos cuantos años después, durante los cuales Abuela P, como es lógico, odió a muerte a Abuela M, dado que era la concubina oficial de su padre, la señora Dolores murió tras una larga agonía. Este hecho, llevó a Quid y Abuela M a legalizar su situación con boda de por medio, a pesar de la resistencia de la hija de Quid, quién recordemos que se trata de Abuela P.

(Tiempo para hacer un esquema y volver a leer el párrafo anterior)

Así fue como Abuela M se convirtió en madrastra de Abuela P. Pero toda esta historia no tendría ningún sentido ni interés si, al cabo de unos años de rencillas familiares, a los buenos de Padre y Madre no se les hubiera ocurrido enamorarse.

Para aquellos que se estén preguntando si aquella no se trataba de una historia incestuosa, debo aclarar que, aunque Padre y Madre se conocían y odiaban desde su infancia, nunca convivieron ni estaban unidos por lazo de sangre alguno, y sólo el puro azar que suele aplicarse de forma indiscriminada en cualquier telenovela, fue el que llevó a Padre y Madre a desearse de forma inmediata el día en que, años después, coincidieron en una fiesta de un conocido común. Ambos, al más puro estilo romeoyjulietesco, antepusieron su amor a la guerra familiar que los separaba, se casaron y, al poco tiempo, trajeron al mundo a Lola, mi pobre amiga, quién a estas alturas del relato, sollozaba frente a un carajillo de Bayley´s bien cargado, sentada en la cafetería de la Facultad donde me confesó toda la historia.

Pecaría de falsa modestia si digo que en aquel momento no me di cuenta del filón argumental de este enredo, pero por respeto a mi desconsolada amiga, quién acababa de enterarse del secreto familiar, no fue hasta días después cuando le propuse escribir un guión con el objetivo de forrarnos vendiéndoselo a la productora de telenovelas que más dinero nos ofreciese.

Ni que decir tiene que no lo conseguimos -si no, iba a estar yo aquí trabajando como articulista de la revista local de San Basilio de Palenque-. El guión existe, aderezado por miles de personajes de ficción añadidos a la historia para alargar la trama lo más posible, pero toda las productoras a las que se lo ofrecimos, resolvieron rechazarlo al cabo de unos días argumentando que aquello era “mucho más increíble que cualquier telenovela”.

El lector se estará preguntando por qué, después de tanto tiempo, me decido a contarlo en esta revistilla local. La respuesta es simple: no creo que nadie se tome la molestia de leerlo. Y, mucho menos, de plagiarlo.

sábado, 15 de septiembre de 2007

La decisión


Si se entretuvieran en hacer una de esas pomposas encuestas, jamás saldría mi nombre en ellas. Ningún periódico del mundo amanecería con el titular “El principal enemigo del hombre es el tiempo”. Sin embargo, todos reniegan de mí. Desde que nacen empiezan a aborrecerme y el odio va creciendo a medida que transcurro. Corre por sus venas el miedo a verme pasar y me combaten a base de desprecio.


Antes de empezar a hablar los niños ya me han perdido el respeto. Se calzan los zapatos de sus padres y simulan que he pasado. Después, juegan a ser mayores rodeados de artilugios en miniatura que los convierten en caricaturas de adultos, cuya única función es hacerles pensar que pueden valerse sin mí, demostrarles que pueden ignorarme.


Cuando ya tienen capacidad de razonar se lamentan de la velocidad con la que avanzo. Demasiado rápido si están subidos en las atracciones de feria o si se encuentran en una fiesta de cumpleaños. Con exasperante lentitud cuando van de viaje o esperan la noche de Reyes. Pero no se dan cuenta de que todo está en su mente, de que ya han sido programados para condenarme. Y someten a sus críticas la duración de cada uno de los minutos que les regalo, a pesar de que todos tienen exactamente sesenta segundos.


Los jóvenes anhelan verme correr para disponer de mí a su antojo. Cuando me tienen me convierten en rutina. Si me perciben se aburren. Ignorándome, disfrutan. Les enferma mi presencia a pesar de que afirmen que lo curo todo.


El odio que me profesan se transforma en espanto el día que descubren una arruga en la cara de un amigo. La examinan como si estuvieran frente a un espejo y se preguntan si el otro está observando el mismo pliegue en sus rostros. Y desde ese momento su vida se convierte en una guerra contra mí. Una batalla absurda que no comprendo, porque la realidad es transparente: me necesitan para existir. Si yo no estuviera no tendrían nada. Lo digo sin prepotencia, es una verdad que todos conocen pero contra la que todos luchan.


Sin embargo, nadie respondería “el tiempo” si le preguntaran cuál es su principal enemigo. Así son de hipócritas. Porque en el fondo todos saben que soy lo más importante que tienen, aunque me tengan declarada la guerra.


Lo he pensado mucho y al fin he tomado una decisión. Me voy, desaparezco, me rindo. Esta será mi última noche. No sé si les dejo con la eternidad o con el apocalipsis. En cualquier caso, me intriga saber qué harán sin mí a partir de ahora.

Vuelvo

Estoy de vuelta. Abandoné este blog porque se acabó el curso de escritura. Decidí tomarme unos días de vacaciones. Me prometí a mi misma escribir mucho durante este verano. No me lo prometí una vez, sino muchas. Cada día, varias veces cada día. Y cada vez me lo creí. O fingí creérmelo. La inquietud me insistía. Me empujaba a sentarme frente al ordenador mientras veía un programa absurdo en la tele comiéndome un bocadillo. O cuando estaba tumbada en la playa frente al mar. Me decía: “después, cuando llegues a casa, al atardecer, será un momento bonito para escribir esa historia que tienes en la cabeza”. Y así un día tras otro, todos los atardeceres desde julio.

Ahora empiezo otro curso y me prometo no volver a abandonar este blog.

Esta es la primera sorpresa que me ha regalado el reencuentro con la escritura: el blog de Belén, compañera de curso, Miércoles18. Gracias, Belén, por inspirarme este post.