jueves, 5 de julio de 2007

Pepa

La primera vez que vi a Pepa ella caminaba arrogante por los pasillos del Colegio Mayor. Yo había ido a presentar mi solicitud de admisión para el curso siguiente. Después de la entrevista, el administrador me invitó a visitar las dependencias del edificio. Cuando subíamos las escaleras de acceso a las habitaciones, la oímos gritar con su voz masculina y fanfarrona.
- ¡Me voy, me voy, me voy! No me vais a ver el pelo en mucho tiempo.
Pepa apareció por el fondo del corredor. Avanzaba a pasos de gigante, con el desparpajo de una estrella de cine, la espalda recta acentuada por dos grandes hombreras, un cuello excesivamente largo y una cara pequeña en la que se amontonaban todos los rasgos desafiantes, enmarcados por un pelo largo, rizado y rubio que se bamboleaba al ritmo de sus pisadas.
- Sánchez, me han aprobado la Estadística –gritó triunfante, clavando sus ojos verdes un poco saltones en el administrador –y me voy a mi casa a comerme a besos a mi madre.
- Me alegro, Pepa. Mira, esta chica también va a estudiar Matemáticas –anunció el hombre señalándome sin detenerse.
- ¿Sí? –por primera vez Pepa se fijó en mí y, para mi sorpresa, me dirigió una mirada amable, casi compasiva. – Agárrate, entonces, ¡y que no te machaquen! Conmigo no han podido. Me voy con la Estadística aprobada, más contenta que unas pascuas, como si no llevara todo lo demás suspenso. Los muy cabrones nos han tenido hasta el 20 de julio de exámenes, el café me sale por las orejas.
Yo sonreí sin saber si darle la enhorabuena o decirle que lo sentía; pero ella siguió su paso deseándome suerte y yo me apresuré para alcanzar al administrador, quién seguía avanzando despacio por el pasillo mientras agitaba unas llaves en la mano.
El primer día de clase volví a ver a Pepa, sentada en la última fila fumándose un cigarro negro, rodeada de compañeros que reían alborotados.
- ¿Qué? ¿Te admitieron en el Colegio? – me preguntó nada más verme.
- Sí, llegué ayer – le respondí abrazada a mi carpeta.
- A mi me echaron, los cabrones, porque sólo aprobé una. Pero mejor –sentenció-, no me gustaba nada esa movida.
Después, coincidí con ella en muchas otras clases y también en la cafetería de la Facultad, donde Pepa se sentaba la mayor parte de la mañana, sin parar de fumar y de tomar café con leche. Nunca me expliqué cómo podía estudiar allí con tanto ruido, pero decía que era capaz de concentrarse en sus apuntes hasta que alguno de nosotros nos acercábamos a su mesa a charlar un rato.
Poco a poco, Pepa se convirtió en una especie de protectora para mi, como una hermana mayor a quien le contaba mis problemas, aunque yo tenía a mis propios amigos y una vida en el Colegio que nada tenía que ver con la suya, excepto por el hecho de que éramos compañeras de clase.
Después de uno de los exámenes parciales, nos fuimos las dos a tomar una cerveza mientras esperábamos al resto de compañeros.
- Que suerte tienes de haber aprobado ya la Estadística –le dije.
- Yo no aprobé Estadística – respondió muy seria. A mi me sorprendió porque Pepa jamás mentía. – Me la aprobó el chulo de Jose Antonio.
Jose Antonio era el profesor. Entendí que tenía algún tipo de enchufe, pero después me explicó que se lo había encontrado en una fiesta y que él enseguida empezó a tontear con ella.
- Estuvimos liados tres meses, hasta que me dejó dos días antes de los exámenes. El cabrón me dijo que se iba a casar, pero que no me preocupara por la Estadística –confesó Pepa con la mirada perdida, dándole una calada infinita a uno de sus cigarros negros-. Me puso un Notable.
Aquella confidencia desmontó la imagen de mujer autosuficiente que yo tenía de ella y me di cuenta de que, en el fondo, la conocía muy poco, porque cuando estábamos juntas la conversación se centraba mucho más en mi vida que en la suya.
Sin embargo, a partir de aquel momento, fue como si Pepa hubiera salido de una burbuja que la aislaba de todo lo que pudiera perturbarla. Pasamos el final de aquel curso estudiando juntas casi cada día, alternando sus crisis de llanto por aquel amor que nunca más volvió a interesarse por ella, con momentos de risas histéricas teñidas de café con hielo y de noches sin dormir.
El día que fuimos a mirar mi nota de Estadística, ella estaba mucho más nerviosa que yo. Cuando vio mi Notable en el listado se puso a dar saltos de alegría, me cogió en volandas y empezó a gritar “que te jodan, cabrón” hasta que se quedó sin aliento. Yo me enternecí con aquella forma infantil de venganza que nunca hubiera imaginado en una mujer como ella, como si un examen fuera una especie de batalla que se ganara a base de aprobados.
Aquel verano nos escribimos varias veces. En una de sus cartas me contó que había decidido seguir estudiando a distancia, porque volver a Granada se le hacía muy duro, después de todo lo que había pasado allí.
Nunca más volví a verla; pero cuando me cruzaba con Jose Antonio por los pasillos de la Facultad y él simulaba no verme, como hizo con Pepa cada vez que se la cruzaba en el bar, yo susurraba “que te jodan cabrón”, a modo de homenaje a mi amiga.

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