martes, 19 de junio de 2007

Las visitas de mi tía Reyes

Seis de los siete hijos que tuvo mi tía Reyes nacieron en mi pueblo. Cuando se aproximaba el momento del parto, la hermana de mi madre se trasladaba a mi casa y esperaba el día del alumbramiento entre visitas a Don Prudencio, el ginecólogo, e interminables charlas con mis padres.

Mi tía era alta y morena. Tenía unos grandes ojos verdes y una mirada fugaz heredada de su infancia, pues había sido bizca hasta que, a los dieciocho años, le corrigieron el estrabismo, del que le quedó una actitud retraída que contrastaba con su aspecto de estrella de cine.

Siempre venía acompañada de alguno de mis primos pequeños, que eran admitidos por unos días en mi colegio, como alumnos visitantes. Las maestras los solían sentar en un pupitre al final del aula y trataban de entretenerlos con juegos, lápices y cuadernos de pintura, para que no se aburrieran mientras transcurrían las clases. Yo ejercía de pequeña mamá y tenía permiso para levantarme a consolarlos cuando lloraban, llevarlos al baño o sacarlos un rato al patio cuando se ponían penosos. En estas idas y venidas me libraba de parte de la lección y, cuando subíamos las escaleras camino otra vez de la clase, insistía en recordarles que cualquier cosa que necesitaran me la pidieran. Les sugería, por ejemplo, que cuando la maestra mencionara mi nombre y me preguntara algo, se acercaran a mi sitio y me dieran la mano. Ellos siempre obedecían, provocando las risas del resto de mis compañeras y haciendo que la profesora desistiera de preguntarme la lección.

Me encantaban las visitas de mi tía, porque, además, siempre hacía comidas nuevas y divertidas, como los huevos duros que disfrazaba de chinos. Cortaba un extremo del huevo para que quedara plano y poder ponerlo en pie. Lo atravesaba con un palillo de dientes y pinchaba una aceituna en la punta, que quedaba a modo de cabeza. En la parte superior, clavaba con mucho cuidado el trozo de clara que había cortado, con forma de sombrero chino. Al final, con unos pimientos morrones les hacía una bufanda y dibujaba con un poco de mayonesa dos ojitos en la aceituna. Después, daba pena comerse a los pobres chinitos.

También nos enseñaba juegos nuevos, como el bingo que compró embarazada de mi prima Noelia; o el juego del burro con el que entretuvimos la espera del nacimiento de mi primo Pedro. Pero lo más divertido era adivinar cómo sería el futuro bebé. Si sería niño o niña, rubio o moreno. Lo que era seguro es que todos iban a ser futbolistas, porque pegaban unas patadas en la barriga de mi tía que celebrábamos con entusiasmo y admiración. Hacíamos apuestas que anotábamos en una libreta. Después, cuando ella volvía del hospital, el que más se había aproximado en la descripción, se llevaba cinco duros de premio.

Esos días incluso podíamos irnos a la cama mucho más tarde, porque mi madre y ella se recreaban en largas conversaciones que sólo adormecían a mi padre, mientras hacían chalequitos de punto o braguitas de croché, según la temporada en la que estábamos. Hablaban de muchas cosas, pero sobre todo de Don Prudencio, el ginecólogo, al que mi tía consideraba su salvador, después de la mala experiencia que tuvo en su primer parto, en el que estuvo a punto de morir, allá en su pueblo. Mi madre insistía en que hiciera unos ejercicios sencillos de respiración para el parto, pero mi tía se ponía blanca cada vez que se mencionaba el temido momento. Ella prefería ignorarlo, como si no fuese a llegar nunca, y dedicarse a hablar de las excelencias de Don Prudencio, al que, delante nuestro, llamaba “uno de mis reyes magos”.

Yo me iba haciendo mayor con cada una de las visitas e iba entendiendo mejor muchas de las cosas que ellas contaban o las que explicaba mi madre después del parto, como que mi tía, antes de entrar al paritorio, murmuraba “no, no, por favor” y cerraba las piernas con fuerza, como si así pudiera evitar el alumbramiento. Sin embargo, cada uno de mis primos logró nacer, a pesar de la resistencia de su madre quién, con resignación y también con optimismo, cada cierto tiempo, volvía gorda como un pez globo y se iba otra vez con otro bebé en brazos, cargada de pasteles y jurándole a mi madre que esa sería la última vez.

Entonces, yo sufría la normalización de las clases, donde al poco tiempo se habían olvidado del primo de turno que ocupó el pupitre del fondo de la clase, y la maestra volvía a preguntarme sin piedad la lección del día. Y cada uno de esos días, esperaba que viniera pronto otra vez mi tía Reyes, a llenar de sorpresas y diversión los días previos a la llegada de un nuevo primo futbolista.

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