jueves, 28 de junio de 2007

Viaje


Arrastré con dificultad mi maleta por el pasillo del vagón hasta llegar a mi asiento. Sentada a mi lado viajaba una chica alta y delgada de aspecto desaliñado. Sonriente, me ayudó a colocar la bolsa en el hueco portaequipajes sobre nuestras cabezas. Le di las gracias y me sentí aliviada de dejar atrás la desconsolada sensación de despedida que siempre me produce la espera en el andén. Cuando estaba a punto de preguntarle su nombre, la muchacha sacó un libro de su mochila y lo dejó sobre la bandeja desplegada mientras buscaba unas gafas. Al reconocer el título de la novela, desistí del intento de entablar conversación con ella, miré por la ventanilla y vi cómo el tren se movía al ritmo de mis recuerdos.

Yo había leído El invierno en Lisboa hacía muchos años. Justo después de que Mario se fuera. No recuerdo ni una palabra del libro. Lo relaciono con días de lluvia, grises como los últimos días que pasamos juntos en Santiago de Compostela, después de recorrer todo el norte de España en aquella furgoneta desvencijada. Al principio, cuando la alquilamos, nos pareció el refugio perfecto para los dos. Una máquina destartalada como éramos nosotros entonces, el espejo de nuestro amor sin planes de futuro, recorriendo inconscientes los caminos, sin pensar en lo que nos encontraríamos detrás de cada bache.

- Eres como una veleta - me había dicho Mario, después de decidir que no iríamos a Lisboa. Utilizó una vez más una metáfora para explicarse y yo, como siempre, me perdí a medio camino del significado de sus palabras.

Pocas semanas después Mario se fue a México a trabajar en una de las empresas de su padre. Yo volví a Granada con mi abuela, quién se empeñó en consolarme a base de patatas a lo pobre, como siempre había hecho con cada una de mis desilusiones.

La voz del revisor me sorprendió abrazada a mi bolso, donde guardaba la carta de admisión como investigadora en el ESTEC, el Centro Europeo de Investigación y Tecnología Espacial. Me había llegado hacía unos meses y desde entonces me sumergí en los preparativos del viaje a Noordwijk, donde pasaría al menos los siguientes cuatro años. La dedicación con la que lo organicé todo logró sofocar en parte la desolación que me produjo la muerte de mi abuela. Ella solía decirme que yo llegaría lejos y a mi me gustaba oírlo, aunque siempre pensé que era su forma de enseñarme a confiar en mí misma. Un día, mientras preparaba la cena, me dijo que vigilara las croquetas, porque le había llegado su hora. No me dio tiempo de retirar la sartén del fuego cuando ella ya se había apagado, tumbada sobre su cama. Entonces no hubo patatas a lo pobre suficientes para aliviar mi tristeza. Algo después llegó la carta. No se me ocurrió llamar a nadie para contárselo y sólo mi jefe del departamento de Computación me dio la enhorabuena cuando le dije que me iba, con las mismas palabras con las que ahora el revisor me devolvía mi billete: "Buen viaje".

La chica que iba sentada a mi lado no levantaba la vista del libro. Traté de leer algunas líneas desde mi asiento, pero los párrafos se emborronaban entre mis recuerdos y no conseguía encontrar el sentido a las frases. Entonces me dediqué a mirar por la ventanilla y ver pasar las estaciones desiertas en las que no parábamos. En cada una de ellas se iban quedando pedazos de mi vida hasta que, de pronto, la muchacha se levantó de su asiento.

- Voy al bar a tomar un café - anunció. A mi me sonó como una invitación, pero antes de que pudiera decir nada, añadió: - ¿Te importa cuidar de mi mochila?

Hice todo lo posible por sonreirle mientras negaba con la cabeza y cuando la vi atravesar la puerta automática del vagón, entendí al fin lo que significaba ser como una veleta, abandonada al antojo de los vientos del cambio.

Esta semana


Esta semana el ejercicio iba sobre metáforas. Debía escribir un relato que fuese una metáfora de situación, es decir, que todo él hablase de algo sin mencionarlo. Para ello, nos pidieron que hiciéramos metáforas de las siguientes palabras:

-La familia

Un libro que nunca acabas de leer.

-Un día de trabajo

Una moneda que cae en una hucha que nunca se llena.

-La pareja

La manta que alguien te echa por encima mientras duermes la siesta.

-La soledad

Una compañera de viaje que lee todo el rato.

-Una cita con la persona amada

La cabalgata que anuncia la llegada de los Reyes Magos.

-Internet

Una manifestación mundial convocada a todas horas.

-La sed

El sabor de la piedra pómez.

-La vejez

Un fantasma del que, con el tiempo, te haces inseparable.

-Una noche de borrachera

Un puzzle que empiezas a montar con entusiasmo y que termina por darte dolor
de cabeza.

-El tiempo

Un río que nos arrastra mientras Dios nos mira desde el cielo.

-Un niño que llora

Una pregunta que no nos deja dormir y para la que no encontramos respuesta.

-El frío

La sala de espera de un dentista.

-Los hermanos

Las frutas de una macedonia.

-El médico

El juez del cuerpo.

-Un día de lluvia

Una canción melancólica.

-El hambre

Gritos desgarrados a media noche.

Después, había que elegir una de ellas y escribir un relato. Yo elegí la de la soledad. No estoy muy satisfecha con el trabajo final, a ver qué pensáis los esporádicos lectores de este blog.

martes, 19 de junio de 2007

Las visitas de mi tía Reyes

Seis de los siete hijos que tuvo mi tía Reyes nacieron en mi pueblo. Cuando se aproximaba el momento del parto, la hermana de mi madre se trasladaba a mi casa y esperaba el día del alumbramiento entre visitas a Don Prudencio, el ginecólogo, e interminables charlas con mis padres.

Mi tía era alta y morena. Tenía unos grandes ojos verdes y una mirada fugaz heredada de su infancia, pues había sido bizca hasta que, a los dieciocho años, le corrigieron el estrabismo, del que le quedó una actitud retraída que contrastaba con su aspecto de estrella de cine.

Siempre venía acompañada de alguno de mis primos pequeños, que eran admitidos por unos días en mi colegio, como alumnos visitantes. Las maestras los solían sentar en un pupitre al final del aula y trataban de entretenerlos con juegos, lápices y cuadernos de pintura, para que no se aburrieran mientras transcurrían las clases. Yo ejercía de pequeña mamá y tenía permiso para levantarme a consolarlos cuando lloraban, llevarlos al baño o sacarlos un rato al patio cuando se ponían penosos. En estas idas y venidas me libraba de parte de la lección y, cuando subíamos las escaleras camino otra vez de la clase, insistía en recordarles que cualquier cosa que necesitaran me la pidieran. Les sugería, por ejemplo, que cuando la maestra mencionara mi nombre y me preguntara algo, se acercaran a mi sitio y me dieran la mano. Ellos siempre obedecían, provocando las risas del resto de mis compañeras y haciendo que la profesora desistiera de preguntarme la lección.

Me encantaban las visitas de mi tía, porque, además, siempre hacía comidas nuevas y divertidas, como los huevos duros que disfrazaba de chinos. Cortaba un extremo del huevo para que quedara plano y poder ponerlo en pie. Lo atravesaba con un palillo de dientes y pinchaba una aceituna en la punta, que quedaba a modo de cabeza. En la parte superior, clavaba con mucho cuidado el trozo de clara que había cortado, con forma de sombrero chino. Al final, con unos pimientos morrones les hacía una bufanda y dibujaba con un poco de mayonesa dos ojitos en la aceituna. Después, daba pena comerse a los pobres chinitos.

También nos enseñaba juegos nuevos, como el bingo que compró embarazada de mi prima Noelia; o el juego del burro con el que entretuvimos la espera del nacimiento de mi primo Pedro. Pero lo más divertido era adivinar cómo sería el futuro bebé. Si sería niño o niña, rubio o moreno. Lo que era seguro es que todos iban a ser futbolistas, porque pegaban unas patadas en la barriga de mi tía que celebrábamos con entusiasmo y admiración. Hacíamos apuestas que anotábamos en una libreta. Después, cuando ella volvía del hospital, el que más se había aproximado en la descripción, se llevaba cinco duros de premio.

Esos días incluso podíamos irnos a la cama mucho más tarde, porque mi madre y ella se recreaban en largas conversaciones que sólo adormecían a mi padre, mientras hacían chalequitos de punto o braguitas de croché, según la temporada en la que estábamos. Hablaban de muchas cosas, pero sobre todo de Don Prudencio, el ginecólogo, al que mi tía consideraba su salvador, después de la mala experiencia que tuvo en su primer parto, en el que estuvo a punto de morir, allá en su pueblo. Mi madre insistía en que hiciera unos ejercicios sencillos de respiración para el parto, pero mi tía se ponía blanca cada vez que se mencionaba el temido momento. Ella prefería ignorarlo, como si no fuese a llegar nunca, y dedicarse a hablar de las excelencias de Don Prudencio, al que, delante nuestro, llamaba “uno de mis reyes magos”.

Yo me iba haciendo mayor con cada una de las visitas e iba entendiendo mejor muchas de las cosas que ellas contaban o las que explicaba mi madre después del parto, como que mi tía, antes de entrar al paritorio, murmuraba “no, no, por favor” y cerraba las piernas con fuerza, como si así pudiera evitar el alumbramiento. Sin embargo, cada uno de mis primos logró nacer, a pesar de la resistencia de su madre quién, con resignación y también con optimismo, cada cierto tiempo, volvía gorda como un pez globo y se iba otra vez con otro bebé en brazos, cargada de pasteles y jurándole a mi madre que esa sería la última vez.

Entonces, yo sufría la normalización de las clases, donde al poco tiempo se habían olvidado del primo de turno que ocupó el pupitre del fondo de la clase, y la maestra volvía a preguntarme sin piedad la lección del día. Y cada uno de esos días, esperaba que viniera pronto otra vez mi tía Reyes, a llenar de sorpresas y diversión los días previos a la llegada de un nuevo primo futbolista.

jueves, 7 de junio de 2007

El personaje

© Escher

Estuve escribiendo toda la tarde. Un relato sobre un muchacho que quiere atravesar una plaza llena de tráfico, en la que confluyen seis grandes avenidas. En el centro hay una rotonda con una fuente. En vez de caminar de semáforo en semáforo, el chico consigue llegar hasta la glorieta aprovechando un claro en la circulación. Su intención es la de volver a hacer lo mismo por el otro lado. Pero pasa el tiempo y el tráfico no cesa. Cuando el semáforo de una calle se pone en rojo, el de la otra está en verde, de forma que el muchacho no tiene oportunidad de volver a cruzar. Al principio se lo toma con filosofía, después comienza a angustiarse porque no dejan de pasar coches. Está atrapado en medio de la plaza. Ninguno de los conductores se da cuenta de que el joven está allí, que va debilitándose con el tiempo, sintiéndose cada vez más solo y agobiado. Tenía un final para mi relato: el chico se vuelve loco y termina suicidándose sin que ninguno de los automovilistas se dé cuenta de que él está allí.
Entonces, comencé a dudar. A mi relato le faltaba algo para ser realmente angustioso, tanto que cualquier lector estuviera de acuerdo en que ese era el único final posible. Decidí entrevistar a mi personaje en busca de respuestas para resolver el final del cuento. Había leído en un libro que era una buena técnica para construir historias consistentes.
- Te llamaré Pablo – le dije.
- ¡Cómo no! Tu nombre preferido – me respondió resuelto – Todos los personajes de tus cuentos se llaman Pablo.
- ¿Todos? Todos no... – dudé – aunque es verdad que Pablo es mi nombre preferido...
- Podrías elegir otro nombre para alguien a quién quieres matar.
- No es que quiera matarte, es que no hay otro final posible para ese cuento.
- Claro, porque es una copia de “No se culpe a nadie” de Julio Cortázar, en el que el protagonista acaba suicidándose por la angustia que siente al ponerse un jersey – dijo desafiante el protagonista de mi cuento.
- ¡Pero qué dices! No es una copia... Además, tú eres una creación mía, no puedes pensar, soy yo la que pienso – respondí enfadada – sólo faltaría que hasta los personajes de mis cuentos me dijeran lo que tengo que escribir o no.
- Si tú lo dices... – . Dejó así la frase, en puntos suspensivos, como una invitación para que siguiera preguntándole, haciéndose el interesante.
- ¿O es que se te ocurre un final mejor para el relato, listo? – pregunté fuera de mí.
- Pero a ver, ¿tú que quieres contar? ¿por qué me pones en medio de la maldita plaza? ¿por qué quieres volverme loco? ¿te lo has planteado? Porque yo, por mi, que aparezca una tía guapa con unas buenas tetas a rescatarme y listo.
- ¿Cómo? Me parece increible que pienses así. Yo te he creado. Tú eres un don nadie, ni siquiera tienes nombre, eres una de las mil almas de la ciudad, insignificante, perdida, un simplón, un gilipollas que tiene la brillante idea de desmarcarse del camino establecido y muere en el intento. ¡No puedes pensar en tetas ni en tías buenas, joder! – protesté, sin poder creer lo que me estaba pasando.
- Ah, sí, una víctima de la despersonalización de la ciudad, una desgracia anónima, menuda metáfora, anda que no está trillada – murmuró con pasividad.
No quise seguir discutiendo, estaba abatida, pero me rondaba una incógnita que no quise dejar de aclarar.
- ¿De verdad tu máxima aspiración es que te rescate una tía buena?
- Hombre, pues estaría bien, ¿tú crees que quiero suicidarme? Estoy en el mejor momento de mi vida. No te costaría mucho hacer que una chica guapa me invitara a subir en su coche – dijo, dueño de la situación.
- Ya veremos – contesté y dí por terminada la entrevista.
Estaba muy cansada, apagué el ordenador y me fui a dormir. Por la mañana seguí con la historia.
Al final, una chica atractiva para el coche junto a la glorieta, abre la ventanilla y le pregunta al protagonista si quiere que lo lleve a algún sitio. El muchacho no puede creer la suerte que ha tenido, después de una noche de angustia. Cuando abre la puerta para subir al vehículo, un autobús lo embiste por detrás y el chico muere.
No me quedó más remedio, el muy testarudo se negaba a suicidarse.

Laurita


No era el primer año que Teo iba a las Catequesis, pero aquel era el curso más importante, porque antes del verano haría la Primera Comunión. El primer día de clase, él y sus amigos entraron alborotados en la Iglesia de Santo Tomás, con las caras rojas y las frentes sudorosas de agitación, ya que habían estado jugando desde la salida del colegio en la plaza que había justo delante de la Iglesia.
La nueva profesora, Adela, se presentó. Era una chica joven y sonriente, de andar pausado y gesto cándido, a quién acompañaba su hija Laurita, quién sería nueva compañera de clase de los niños de la Catequesis.
Teo se quedó embobado mirando a la niña de ojos chispeantes como el Peta Zeta y cara suave y sonrosada como las esponjitas de azúcar. Llevaba dos lazos azules bien anudados a sus coletas castañas, a juego con los calcetines y con los dibujitos de globos celestes sobre su vestido blanco, resplandeciente como un regalo de Reyes sin abrir.
Se acercó a ella como hipnotizado por la delicadeza de la cría y se quedó mirándola, sin saber qué decir.
- Yo voy al Virgen de Belén, ¿y tú a qué Colegio vas? – preguntó Laurita a Teo.
- A la Safa – respondió él, metiéndose las manos en los bolsillos, con la vista puesta en los dedos de barquillo de la niña.
- Ah, como mi hermano. Él es más pequeño, va a Primero. Todos los niños de la Safa tienen gusanos de seda, ¿tú también? A mi me dan mucho asco – afirmó Laurita, frunciendo el ceño mientras se sentaba resuelta en uno de los bancos.
- Sí, tengo catorce, pero no hacen nada, sólo comen hojas de morera – dijo Teo, satisfecho de no sentir asco de los gusanos.– Si quieres vienes a mi casa y te los enseño.
- Bueno, se lo preguntaré a mi madre – respondió Laurita.
En ese momento, Adela hizo callar a los niños para empezar la clase. Los llevó a una de las capillas laterales y los hizo sentarse en los pupitres desparejados, colocados allí para los días de Catequesis. Teo no se separó de la nueva compañera y se sentó a su lado. Durante toda la hora, estuvo observando a la niña, balanceaba los pies y comparaba sus botas sucias de cordones con los zapatitos azules relucientes de ella, la veía levantar la mano para responder a las preguntas de Adela y miraba admirado el libro forrado y el orden exquisito de su estuche, en contraste con sus propios lápices rayados de puntas gastadas. De vez en cuando, ella volvía la cara y le sonreía. Teo se estuvo preguntando todo el rato si la catequista daría permiso a Laurita para ir con él a su casa a ver los gusanos de seda y pensaba que si la niña sentía asco, él cerraría la caja muy rápido para que ella no tuviera miedo.
Al final de la clase, Adela propuso a los niños rezar un Padrenuestro y que cada uno hiciera una petición al Señor, porque Dios siempre escuchaba a quienes le rogaban con devoción. Cada uno de ellos fue recitando en voz alta su plegaria, por los niños pobres, por el abuelo enfermo, por que lloviera y se acabara la sequía... hasta que llegó el turno de Teo. Entonces, él puso su mirada grande de caramelo en la profesora y dijo: “Señor, te pido que la señorita Adela deje a Laurita ir a mi casa a ver los gusanos de seda”. Todos los niños se echaron a reir, excepto la niña, que regaló a Teo una sonrisa de gominola y después clavó sus ojos en los de su madre, esperando una respuesta divina. La catequista puso silencio como pudo, tratando de reprimir la risa que le había provocado la ocurrencia del niño y explicó con sencillez que Teo hacía muy bien en pedir algo que él quería de verdad y que el Señor escuchaba todo lo que uno le decía. Era la hora de salir y mientras los niños salían tan alborotados como había entrado, les mandó que se estudiaran los Mandamientos para el próximo día. Teo se levantó y permaneció con los codos sobre el pupitre, aguantando su cabeza con las manos, mirando cómo la niña ordenaba por colores sus lápices en el estuche.
- Señorita, ¿puede venir Laurita a mi casa? – pidió el niño a la catequista.
- Sí, mamá, ¿puedo ir? – insistió la niña.
- Bueno – dijo Adela, poniendo los pupitres en orden – hoy no, que ya es muy tarde. Otro día te llevo a casa de Teo, si su mamá quiere, ¿vale? Niños, voy a despedirme de Don Mariano y nos vamos, ¿eh? Que tenemos que recoger a tu hermano a casa de la abuela – añadió saliendo de la capilla.
Teo y Laurita se quedaron solos un momento, mientras la profesora volvía de la sacristía. El niño se acordó de todas las veces que sus amigos habían estado jugando en su casa y de los bollitos de leche que su madre preparaba con mermelada de fresa, porque sabía que era su merienda preferida.
- Seguro que mi madre quiere que vengas a mi casa – dijo Teo, rascándose una postilla que tenía en la rodilla.
- ¡Qué bien! – respondió Laurita. - ¿Qué te ha pasado? – preguntó, señalando la pierna del niño.
- Me caí de la bici – respondió Teo, enmarcando la costra con sus dedos.
Adela volvió y los tres salieron de la Iglesia mientras Teo explicaba a la niña cómo se había hecho la herida. Era casi de noche y, de pronto, Laurita exclamó: “Mira mamá, la luna, ¡está llena! Qué bonita.” Los tres se quedaron un segundo mirando al cielo y, al fin, la mujer acarició la cabeza del chiquillo y los tres se despidieron.
Aquella noche, mientras leía el periódico, Marcos vio por el rabillo del ojo a su hijo Teo entrar en la salita cabizbajo. No le hizo demasiado caso, pensó que estaría aburrido, aunque era bastante inusual en el niño andar silencioso arrastrando los pies. Oía desde la salita el ruido de platos y la conversación lejana que mantenía su mujer con sus otros dos hijos en la cocina. Era la hora de la cena. Teo atravesó la habitación, abrió un poco la cortina del balcón y se quedó parado con la nariz pegada al cristal de la puerta, mirando hacia la calle.
- ¿Qué pasa, Teo? – preguntó al niño, con curiosidad.
- Nada. Estoy viendo la luna – respondió el niño, melancólico.
- Ah, ¿sí? ¿Ya ha salido la luna? – A Marcos le sorprendió el tono de la respuesta del niño y se preguntó si Teo tendría algún problema.
- Sí, mira qué bonita está – dijo su hijo señalando con el dedo hacia el cielo.
Marcos se levantó y se acercó a la ventana. Acarició el pelo de Teo y se quedaron los dos mirando la luna llena hasta que oyeron al resto de la familia llamarlos para cenar.