martes, 24 de abril de 2007

La desgracia de Consuelito Linares

Desde hacía más de cuarenta años, Consuelito Linares siempre había hecho la compra en la plaza. Sólo confiaba en la báscula de García. Decía que todas las demás estaban trucadas por los tenderos, que no desaprovechaban la ocasión de timar a los incautos. Sin embargo, aquel día, se dio cuenta a media tarde de que le faltaba un pedazo de calabaza para el puré de verduras que pensaba hacer para cenar. Así que, como el mercado sólo abría por las mañanas, salió a ver si encontraba un poco en el gran supermercado que habían abierto recientemente en el pueblo, a pesar del malestar que le producía tener que comprar en un lugar extraño, un sitio donde, decía ella, ni la conocían ni la querían conocer; aunque todo el personal del gran almacén era del pueblo y sabían perfectamente de quién se trataba.
El supermercado pertenecía a una gran cadena nacional, que estaba invadiendo de grandes almacenes todos los pueblos de alrededor, para ruina de las tiendas de toda la vida.

Consuelito pidió la vez en la zona de la frutería y se disgustó mucho cuando la chica que atendía a la clientela le dijo que tenía que sacar el número de una máquina roja que se encontraba en la esquina. “Dónde hemos llegado”, murmuró Consuelito, “ahora hay máquinas hasta para pedir la vez”. Tiró con fuerza de la cinta de papelitos con números, con tan mal acierto que la cinta no se rasgó por la incisión correspondiente al número siguiente, sino que corrió diez o doce números más sin rasgarse. La mujer se puso roja de irritación y, resoplando, rompió la tira por la mitad y se quedó quieta, en silencio, mirando fijamente a la tendera y acumulando rencor mientras veía pasar los números uno tras otro.

Finalmente, Consuelito compró un trozo de calabaza, que hizo pesar a la tendera tres veces, porque la primera vez no le había dado tiempo a ver el peso, la segunda llevaba el papel de envolver, que “algo debía de pesar”, dijo ella y, la última que aceptó refunfuñando.
A la salida, junto con el cambio, la cajera le dio un boleto que ponía: “Gran sorteo”.

- ¿Qué es esto, niña? – preguntó curiosa Consuelito.
- Señora Consuelito, ¿no se ha enterado? Sale en todos los anuncios de televisión. Este es el primer supermercado del mundo donde le puede tocar un viaje a la luna – respondió la chica tan orgullosa como si la idea de sortear un viaje lunar hubiera sido suya.
- ¿Un viaje a la luna? Ay, por Dios, dónde vamos a llegar. Todavía me acuerdo de mi marido, que en paz descanse, el día aquel que nos dijeron que el hombre había llegado a la luna, pegado al televisor, creyéndoselo todo como un niño. Yo estuve toda la noche asomada a la ventana mirando, y en la luna no se vió ningún movimiento, que lo sepas, un engaño como otro cualquiera, eso es lo que fue. Como las películas de marcianos y de monstruos gigantes, que todo es mentira, de cartón piedra – advirtió Consuelito a la cajera, convencida de que sus palabras abrirían la mente de la muchacha.
- ¿Lo quiere o no lo quiere? – preguntó la chica, nerviosa al ver la cola de clientes que esperaban.
- Anda, dame, dame, ¿qué tengo que hacer? – interrogó la mujer.
- ¿Sabe usted cómo se hace una primitiva, señora Consuelito? – respondió la muchacha colmándose de paciencia.
- Otro engaño – refunfuñó Consuelito – que eso no le toca a nadie, está trucado, ¿tú conoces a alguien a quién le haya tocado?
- No... – reflexionó la cajera hasta que cayó en la cuenta de que la mujer la estaba interrumpiendo más de la cuenta -. Pero ¿sabe usted hacerla o no? Tiene que marcar seis números entre uno y cien, eche el papel en aquel buzón y se queda con el resguardo.
- Ea, pues a ver si me toca – exclamó socarrona la mujer, mientras rellenaba el boleto. El cuatro y el nueve, día de la Virgen de Consolación, el día que yo nací. El doce, por los doce Apóstoles. El treintaitrés, la edad de Cristo. El cuarenta, por los cuarenta ladrones, y... el cincuenta y siete, el número de mi casa.

Ni Consuelito Linares ni la cajera eran conscientes de la estrategia de la cadena de supermercados. La probabilidad de que el viaje le tocara a alguien era tan remota como la posibilidad de que les cayera encima un meteorito. Sin embargo, la empresa anunciaba la promoción a bombo y platillo en todas las televisiones y periódicos del país, lo que aumentó sus ventas de forma considerable. Había mucha gente dispuesta a viajar a la luna, pero entre ellas no se encontraba la Sra. Consuelito, que estaba convencida de que el sorteo estaba trucado desde el principio; pero ella no desaprovechaba ninguna oportunidad de sentirse timada y así poder quejarse y refunfuñar durante varios días por la necedad de la gente y del mundo en el que vivía.

Al cabo de dos meses, su amiga Rosario fue la encargada de dictarle los números del premio, que había escuchado por la radio local, con todos sus boletos ordenados sobre la mesa de camilla, porque, según dijo el excitado locutor, Juanito “el antena”, el único acertante era vecino del pueblo.

- Consuelito, ¡ha dicho la radio que el viaje le ha tocado a alguien del pueblo!
- Quita, quita, Rosario, si eso es un truco, ¿cómo va a ser? – exclamó Consuelito exasperada.
- ¡Que sí! ¡Que lo ha dicho Juanito “el antena”! – respondió Rosario.
- ¿Qué va a saber ese tonto el bote? – dijo Consuelito, removiendo el cocido con una cuchara. – A ver, ¿y qué números son?
- Yo no he acertado más que el cuarenta, que lo había marcado en uno de mis boletos. Y el treintaitrés, que lo tenía en otro.
- A ver... – Consuelito sacó su boleto del cajón donde guardaba todos los papeles. – Rosario, pues yo también marqué esos números.
- ¿Tú? Pero si pones a caldo a todo el que va al supermercado... – dijo Rosario sorprendida.
- ¿Qué otros números eran, Rosario?

Rosario le recitó los números. El cuatro, el nueve, el doce, el treintaitrés, el cuarenta y el cincuenta y siete. Consuelito era la remota ganadora de un viaje a la luna.

Cuando la mujer llegó al supermercado enarbolando con temeridad el boleto, ya habían llegado al pueblo una multitud de periodistas deseosos de dar a conocer al provinciano ganador del viaje. Consuelito fue recibida con cientos de flashes y miles de preguntas. La cajera fue entrevistada por una televisión que emitió las imágenes más de una veintena de veces, en la que explicaba que prácticamente fue ella quién rellenó la papeleta ganadora. Consuelito no dudó en afirmar que hasta que no estuviera en la luna no se creía nada de nada y que mucho cuidado con que le pasara algo en el viaje, que ella siempre se mareaba cuando tenía que ir en autobús al Ambulatorio del pueblo de al lado. El alcalde la nombró hija predilecta de la villa en Asamblea extraordinaria, por difundir el nombre del pueblo por todo el país.

Mientras tanto, la dirección de la empresa de supermercados, convocó una reunión con todos los mandamases y abogados. El sorteo había supuesto su ruina y, además, ¿cómo iba a viajar a la luna una vieja pueblerina? Después de destituir al Director de Marketing de la marca, acordaron que una comisión fuese a visitar a la anciana ganadora y proponerle un viaje mucho más adecuado para una persona de su edad. Donde ella quisiera, el tiempo que deseara.

Consuelito se negó a ir a otro sitio que a la luna, argumentando que, por poco que le gustase, tenía que ir para no defraudar a toda la gente del pueblo y del país que le había felicitado. Y además, dijo, “tengo que llevar el estandarte de la Virgen de Consolación, patrona del pueblo, porque he hecho una promesa”.

La empresa, aconsejada por los abogados, se vio obligada a contactar con la primera agencia que vendía viajes a la luna. Lo primero que tenía que hacer la viajera era pasar un examen de reconocimiento. Por supuesto, Consuelito no pasó las pruebas, por lo que no había ninguna delegación espacial en el mundo dispuesta a embarcarse en una odisea de esas características con semejante pasajera a bordo.

Finalmente, la cadena de supermercados, tuvo que recompensar a Consuelito con una cantidad tan astronómica como el importe del frustrado viaje, tras lo que se declaró en suspensión de pagos y fue comprada por otra multinacional poco tiempo después.

Consuelito vivió muchos años más, rodeada de personas que le hacían la pelota y escuchaban solícitos sus quejas hasta la extenuación. Cada poco tiempo aparecía en el pueblo algún pariente lejano que pasaba por allí y que se le había ocurrido de repente pasar a visitar a la anciana. La mujer los despachaba a todos exclamando que qué se les había perdido por allí y renegando de los parentescos que ellos se empeñaban en justificar. Se despedían cabizbajos, con la esperanza de que algún día parte de la herencia recayera sobre ellos. Y durante todo aquel tiempo, la mujer no paró de repetir a unos y a otros “que ya sabía ella que lo del sorteo era un engaño, y que tenía que vivir toda su vida con la desgracia de no haber cumplido la promesa que le hizo a la Virgen de Consolación”.

domingo, 22 de abril de 2007

¿Qué pasaría...?

El ejercicio de esta semana consistía en hacerse una hipótesis fantástica y responderla a modo de relato. ¿Qué pasaría si...?

Me ha salido un relato que responde a la pregunta ¿Qué hubiera pasado si...? Un texto del que no estoy nada segura y con el que me siento bastante sorprendida. No es la primera vez que me pasa. A veces me salen textos que, en principio, no habría ni soñado con escribir.

Al final, he escrito una segunda historia, que es la que dejo en el post a continuación. Sigo pensándome la primera, ya veremos...

sábado, 14 de abril de 2007

Psicoanalista luminosa

© modigliani

Estoy harta de la psicoanalista. Siempre acertada, siempre sonriente, siempre segura de sí misma. Con sus respuestas para todo, sus preguntas inquietantes, su tranquilidad, su voz pausada y paciente, inalterable, distante.

Me siento delante de ella cansada del día de trabajo y ella siempre se las arregla para que la pereza salga volando por la ventana y con sus palabras diligentes consigue sacar de mi desfallecida boca las palabras que repiquetean dentro de mi cabeza. Y no sólo eso. Ella quiere saber exactamente qué estoy pensando, aunque yo ya me haya rendido a la evidencia de que no hay nada concreto que contar. Siempre saca algo interesante, aunque lo que le cuente sea aburrido. Siempre obtiene un premio valioso, aunque yo le repita que es insignificante.

A veces llego rabiosa, cabreada, excitada, como un boxeador después de un combate. Y ella me espera con su ducha caliente y apacible de palabras, me hace sentarme en su sauna de sugerencias y me hace el tratamiento de porqués. Al cabo de una hora exacta, salgo de allí radiante de razones y cargadas de consejos para combatir a mi jefe o eliminar los síntomas que me produce la enfermedad del cabrón del trabajo que me hace la vida imposible.

Los días que me abre la puerta y los ríos de lágrimas traidoras se agolpan en mis ojos, me hace esperar unos segundos en la entrada de la consulta mientras prepara los utensilios de consuelo y las palabras que lobotomizan mi tristeza. Me extrae el llanto cuidando de que no se derrame más que en los pañuelitos de papel que ella misma me proporciona y en una operación aséptica salgo de allí sin rastro de lamentos.

Incluso cuando llego sedienta de afecto, con la soledad rebosando todos los poros de mi cuerpo y la piel muerta de inanición de caricias, ella me presta solícita sus brazos y su pecho, me rodea con ellos, me enseña benévola la receta de un buen abrazo, sin mover los brazos, sin acariciar la espalda, sólo transmitiendo el calor del cuerpo, sintiendo la energía del otro, todo el tiempo que haga falta, un tiempo que a mi siempre me sorprende preguntándome inquieta qué se supone que debo hacer o decir después del abrazo.

Estoy harta de su perfección, de sus libretas de notas, de que se acuerde de todo, de su bondad y su generosidad. Después de cuatro años, quiero verla perder la cabeza, que se ría a carcajadas, que llore conmigo, que me diga de una vez que no tengo arreglo y que me grite y me diga que soy una pesada y que está harta ella también de mi. Quiero preguntarle cuántas veces se siente rechazada o que me explique alguna vez que le haya podido la rabia y haya escupido insultos contra alguien. Que se pregunte cómo se puede vivir sin la persona que te ha abandonado y quiera morirse de tristeza, que eche pestes de su compañera de consulta y me diga que la muy cabrona jamás repone el papel de báter, que me de alguna muestra de que es humana. Sólo con que un día me dijera que le duele la cabeza o que está muerta de hambre, me conformaría. No es mucho pedir. Un signo de humanidad después de cuatro años es lo mínimo que se puede pedir a quien le has confiado hasta lo más recóndito de tu alma. De hoy no pasa que se lo exija. Claro que, después, igual me toca terapia de choque.

Greguerías

Las greguerias son textos breves, generalmente de una sola frase, que expresan, de forma aguda y original, pensamientos filosóficos, humorísticos, pragmáticos, líricos, etc. Es un género inventado por Ramón Gómez de la Serna. Él mismo dio la fórmula de la greguería: "humorismo + metáfora = greguería".

Ejemplos:

  • "La Zeta es un siete que oye misa",
  • "Las bellotas nacen con huevera",
  • "Las golondrinas son los pájaros vestidos con etiqueta".

Almohada

La almohada es el alma del hada del sueño.

La almohada es el colchón de la cabeza.

Las pesadillas convierten almohadas en almojadas.

Las almas con moho son almohadas.

La almohada es una consultoría nocturna.

Escrupulillo

Bolita sin escrúpulos busca cascabel mudo para convertirse en escrupulillo y cantar juntos.

Escrúpulo es a escrupulillo como ladrón a ladrillo.

El escrupulillo es el badajo del cascabel.

El escrupulillo no se anda con miramientos como sus mayores, los escrúpulos.

Nubarrones

Lo lógico es que los nubarrones no fuesen grises sino marrones.

Pese a su aspecto de serios, los nubarrones son unos sentimentales.

Los nubarrones son depresiones del cielo.

Sombrerería

El sol tiene prohibida la entrada a las sombrererías.

La sombrerería es un gran almacen de sombras portátiles.

Los sombreros de copas son los más juerguistas de la sombrerería.

Oleaje

Oleaje está harta de hacer la ola.

El oleaje es un saludo afectuoso del mar.

Cuando el mar está indigesto tiene oleaje.

El torero sólo triunfa cuando hay oleaje.

Arriate y dátil

Mi padre plantó una palmera en la casa en la que viví hasta los seis años. Era una casa enorme de varios pisos, de habitaciones llenas de trastos que se comunicaban por largos pasillos oscuros y un laberinto de puertas, ventanas y corredores. Mi padre había arreglado parte de la casa, que era de mi abuelo, mientras compraba un piso propio. Además, la casa tenía un pozo y un corral grande al fondo, donde construyó una piscina pequeña de paredes de azulejos, rodeada de arriates con plantas y flores. Presidiendo la piscina, estaba la palmera, que pronto empezó a dar dátiles dulces y reventones.

El recuerdo de mi niñez está asociado a aquella casa, la piscina, la palmera y las habitaciones secretas repletas de recuerdos de otros que vivieron allí antes que yo. Todavía hoy, cuando subo a la azotea de casa de mi madre, puedo ver la palmera, ya vieja y mucho más alta, sobresaliendo orgullosa por entre los tejados de las casas del pueblo, como el centinela del castillo en el que viví de pequeña, donde yo era la princesa feliz de los cuentos de hadas.

El trabajo de hoy

Acabo el día llena de felicidad. Tengo un blog y he hecho mi primer ejercicio de escritura, que en realidad son tres ejercicios en uno. Un microcuento a partir de tres palabras. Greguerías sobre cinco palabras y un cuento a partir de una palabra a la que había que añadirle "luminoso" o "luminosa" al final.

A falta de algunas correcciones que haré mañana cuando esté más despejada, dejo aquí mis ejercicios de la semana.

La fiesta sorpresa


Hoy me han organizado una fiesta sorpresa un montón de gente a los que no conozco. Son mis compañeros del Curso de Iniciación a la Escritura Creativa al que me he apuntado. Los he encontrado en mi bandeja de entrada vestidos con sus mejores galas. Y yo con estas pintas.

Resulta que el curso empezaba una semana antes de la fecha que yo tenía en la cabeza. He llegado y ya estaban todos celebrando una bacanal, dirigidos por la profe, Ana Muñoz de la Torre, que mantiene una orgía perpetua en su blog.

Después de dos intentos como bloggera, inicio este, el tercero, animada por todo lo que seguro tendré que contaros sobre el curso y sobre la inquietud que me persigue, a la que me he acostumbrado y doy largas a base de escusas. Pero ella sigue ahí, va conmigo a todas partes, así que me he rendido y he decidido escucharla. Bienvenida inquietud de escribir. Vamos a bailar juntas en esta fiesta sorpresa.