domingo, 16 de diciembre de 2007

1 post en 1 año

Mar ha vuelto hoy después de un año en Anantapur. Está mucho más delgada que cuando se fue, aunque sus ojos se han agrandado y se han llenado de historias y de colores.

Había un millón de personas en la puerta de salida del aeropuerto; todas borrosas. Yo sólo la veía a ella, caminando despacio, como a cámara lenta, de rojo y amarillo y verde, con el pelo desordenado recogido en un moño bajo, arrastrando una maleta no muy grande a su derecha y un bolso enorme colgándole del hombro izquierdo.

Estaba guapa. Y enseguida me he dado cuenta de que también estaba cambiada.

Me ha sonreído, ha soltado el equipaje en el suelo y ha reclamado un abrazo mientras la primera lágrima me empezaba a resbalar por las mejillas. Mar es mi amiga del alma. La he echado mucho de menos.

Durante todo este tiempo no he dejado de escribirle, como le prometí. Ella sólo me envió un email hace quince días para pedirme que fuera a recogerla al aeropuerto. Un par de líneas en las que decía que tenía ganas de verme y que ya no tenía miedo de volver a Barcelona.

Mar huyó de su vida en diciembre de 2006, cuando ya no sabía ni quién era, después de dos años casada con el hombre que la hizo creer que no valía nada, hasta el punto de oscurecer su mirada luminosa y teñir de gris toda su ropa.

Hemos ido a desayunar junto a la playa. Allí, ha abierto su bolso, lleno de libretas, y juntas hemos empezado a leer un diario que ella ha ido escribiendo a lo largo del año. Notas de las cartas que le mandaba desde Santiago su hermano Javier, su única familia, mezcladas con historias sobre Aditya, su ángel de la guarda y compañera del hospital de Bathalapalli, o con noticias y mensajes que le hemos ido enviando amigos y algunos compañeros del Clínico que la esperaban a su vuelta tras la excedencia.

El 3 de diciembre el diario acababa con una única frase: “Me ha escrito Sonia. Domingo ha muerto en un accidente de tráfico. He llorado por los días felices que pasamos juntos”.

Esta era otra idea para 1 año en 1 post.

Anónimos del año

A mediados de diciembre de 2006, mientras la revista Time me declaraba “personaje del año” en su portada, yo estaba celebrando con mi familia que al fin había conseguido mi primer empleo como periodista: redactora de teletipos en el Alcobendas Express. No estaba mal para alguien a quién Time había considerado más influyente que Benedicto XVI, George Bush o Donald Rumsfeld.

Mi primer día de trabajo, el 2 de enero de 2007, llegué a la oficina con el mismo entusiasmo que había empleado en ponerme el traje gris nuevo, después de estrenar el brillo de labios que compré para la ocasión.

Desde entonces hasta ahora no sé cuánta información ha pasado por mis manos. Al principio me sentía como el cerebro del mundo, acumulando noticias que intentaba asimilar como si mis neuronas fuesen una cadena de montaje, capaces de digerir todos los datos al ritmo de los latidos del mundo. Mi estado de ánimo pasaba de la tristeza al enterarme de que había habido “al menos veinte muertos en el último atentado de Irak”, a la hilaridad porque “el hachís atasca los baños del juzgado de Ceuta”.

A medida que pasaban las semanas, mis camisetas sustituían a los trajes y el brillo de labios quedaba relegado para la noche del sábado. No sé cuándo ocurrió que mis sentidos se rebelaron contra mi empeño en convertirme en una máquina de teletipos, acosándome día y noche con la idea de que la vida no son los sucesos que leemos, que está mucho más cerca del asombro que provoca el atardecer o del estremecimiento que acompaña a los besos y que hay gente que no sale en los medios de comunicación, que parece no existir, pero sin cuya energía no seríamos quienes somos.

Desde entonces, cada día, procuro colar alguna noticia de ese mundo olvidado entre las páginas de mi diario. Sé que no es mucho, pero es mi forma de reivindicar la existencia de quienes nunca serán declarados “personaje del año” por ninguna revista, ni siquiera compartiendo tal distinción con millones de personas de todo el mundo.

Esta es mi participación en el concurso "1 año en 1 post" organizado por Atrápalo, la empresa donde trabajo. Vota el cuento si te gusta. Como trabajadora de Atrápalo no puedo optar al premio, que es un Viaje a Nueva York y un curso de la Escuela de Escritores, pero para mi ya ha sido un regalo participar tanto organizando este concurso con mis compañeros como escribiendo un cuento.

martes, 27 de noviembre de 2007

Por qué escribo

© Diego Manuel

Me recuerdo de niña leyendo. En casa de mi madre todavía se apilan en un mueble los cuentos de mi infancia, que hoy contemplan y desordenan mis sobrinos, quienes no están aún en la edad de leer; pero sí de observar los dibujos y hacernos a todos explicarles las historias una y otra vez. A veces me quedo observándolos y me veo a mí misma, hace ya muchos años, transportada por los mismos relatos que ellos sostienen ahora entre sus manos, viajando a través del tiempo y del espacio hacia escenarios maravillosos donde personajes fantásticos emprendían aventuras que yo quería vivir de mayor.

En mi Colegio había una biblioteca. Cada viernes se abría a partir de las cinco y podíamos escoger un libro para leer durante la semana. Yo miraba las estanterías, indecisa, encandilada por la multitud de historias que me esperaban. A veces me sentía atraída por el título, otras por el dibujo de la portada, me inclinaba por una novela recomendada por alguna compañera o, por temporadas, leía todos los libros de una misma colección, historias de niños detectives que descubrían secretos, atravesaban cuevas y merendaban pasteles de arándanos, una fruta que yo jamás había visto en el mercado de mi pueblo, pero que me moría de ganas de probar.

Tuve una profesora que solía incluir redacciones en los deberes. A veces le ponía título (la primavera, la Navidad, el día de la madre) y en ocasiones pedía a dos niñas que dijeran cada una una palabra y nos encargaba escribir algo relacionado con aquellos dos términos que en la mayoría de los casos no tenían nada que ver (gafas y patio, bocadillo y crucifijo). A mi, más que trabajo para casa, me parecían un juego emocionante. Mi imaginación se activaba justo en el momento de conocer el tema de la redacción y me iba a casa barajando escenarios y personajes que empezaban a dar forma a la idea para un cuento.

Toda mi adolescencia está relacionada con los libros. Historias que, como canciones, vienen a mi memoria a la par que los recuerdos. Leí algunas novelas que ahora pienso que era incapaz de entender por aquel entonces, obras maestras de la Literatura Universal que descansaban en mi mesita de noche en la misma medida que los Superhumor.

Por eso creo que yo amé la escritura desde siempre gracias a la lectura. Me gustaba cómo hablaban los personajes, cómo se relacionaban y emprendían viajes o aventuras, cómo se enamoraban y sentían, cómo se enfrentaban a la muerte o a los malos. Y cómo los malos podían ser un poco buenos; los buenos, traviesos, o los desgraciados encontraban motivos para la esperanza. Asistía deslumbrada a esos espectáculos, lloraba, me reía y casi siempre entendía mucho mejor las historias que pasaban en los libros que lo que transcurría en la realidad.

Yo soñaba que hablaba como aquellos personajes, utilizando la palabra exacta en el momento adecuado, anhelaba expresarme de la misma forma, tener su ingenio o su valentía, pasear por los mismos escenarios y ser capaz de cambiar lo que no me gustaba con su misma habilidad. Y al mismo tiempo, me daba cuenta de lo complicado que podía resultar a veces manejarse en situaciones reales que no comprendía o que no tenía la capacidad de cambiar. Quizás por eso un día que ahora no recuerdo escribí un primer cuento que tampoco recuerdo, el primero que no fue un encargo de la profesora.

Desde entonces, universos y personajes me asaltan en medio de situaciones o lugares insospechados, seres que se comunican como a mi me gustaría hablar, que son capaces de expresar su miedo, su soledad, su alegría, que muestran sin pudor sus emociones, espacios en los que se confunden la realidad y la imaginación hasta el punto de parecer casi lo mismo. A veces, también por sorpresa, me descubro observando una cosa, un gesto, una conversación, como si fueran objeto de estudio, preguntándome qué pasaría si dejara a esos elementos expresarse en medio de un folio en blanco, si los manipulara hasta convertirlos en protagonistas de un mundo creado para ellos o por ellos. Cuando me pasa esto, no corro a dibujar, ni me asaltan las ganas de disertar sobre el tema, ni siquiera, la mayor parte de las veces, sería capaz de comentarlo con un amigo. A mi lo que me provocan es el deseo de escribir una historia, no sé por qué, quizás porque así dejo constancia de mi paso por el mundo, de mi forma de verlo, de imaginarlo o de evitarlo.

Aunque la mayoría de esas imágenes quedaron olvidadas justo en el momento en que nacieron y nunca fueron trasladadas al papel; cuando escribo, incluso cuando mis palabras terminan arrugadas en el fondo de la papelera, me siento bien. Digo bien en un sentido global que nada tiene que ver con los momentos de bloqueo, en los que pienso que esto no está hecho para mí, que necesitaría mil vidas para llegar a la suela de los zapatos a cualquiera de los escritores que admiro, e incluso de los que no admiro, que mis ideas son tontas y que me aburren hasta a mí misma. Me siento bien en el sentido de que estoy haciendo lo que incesantemente deseo hacer. Y también me ilusiona pensar que algún día, cuando alguien lea lo que escribo, quizás sienta la emoción que a mi me asalta cuando leo una historia que me conmueve.

domingo, 25 de noviembre de 2007

Cumpleaños

Pertenezco al cuarenta por ciento de la población mundial calificada como Capaces. Mi padre formó parte de ese grupo hasta sus cuarenta y siete años, cuando ingresó en el grupo de Cualificados después de media vida de trabajo. Recuerdo su cara de satisfacción el día en que recibió el comunicado, la misma expresión que cuando, años después, enfermo de Alzheimer, le llevábamos pasteles al Hospital de Incapaces Involuntarios de la Comunidad. Él sabía que jamás accedería al grupo de Maestros, pero la esperanza de que alguno de nosotros lo lograra mantuvo su ilusión hasta que dejó de pensar con coherencia, justo después de ser relegado de nuevo al grupo de Capaces, debido al rastro que dejó en la Red de Información Mundial a través de un ingenuo mensaje dirigido a su hermano, en el que expresaba sus dudas sobre el trabajo que estaba realizando el nuevo Director General de Asuntos Sociales, Omar Surdif.

Hoy es el día de mi cumpleaños. Mi madre se ha comunicado conmigo y me ha vuelto a repetir lo mismo de siempre. “Esta vez seguro que lo consigues, Europa, tú has nacido para ser una Maestra, tu padre siempre lo decía”. Mi madre mantiene aparentemente intacta la ilusión que heredó de mi padre, una esperanza que despliega en todos nuestros encuentros, en las conversaciones con los vecinos, en los mensajes a mis hermanos, algunos de los cuales ya son Cualificados y con los que mantengo un contacto cada vez más diluido en el tiempo, debido a la cantidad de actividades que realizan en su afán por conservar ese puesto. Llevo ese optimismo de mi madre colgado del cuello, lo veo en el espejo cada mañana al salir de la ducha, lo cargo como una losa que me acompaña al trabajo y, cada noche, vuelve conmigo a casa, se mete en mi cama y me recuerda que yo nací para ser una Maestra. Mi padre lo decía. Y lo que él decía era siempre lo correcto.

Camino del Edificio Azul, Octubre ha activado mi transmisor auricular para recordarme las pautas esenciales que debo seguir frente al Comité Evaluador. Me habla como experto, también como hermano, ha añadido. No ha olvidado felicitarme por mi cumpleaños, un Cualificado nunca olvida esas cosas, mucho menos si utiliza un medio de comunicación social, donde todo queda grabado y puntúa para las Evaluaciones Curriculares periódicas. De todas formas, se lo he agradecido sinceramente. Octubre y yo siempre hemos estado muy unidos, aunque ahora no sea lo mismo que antes y cuando hable con él tenga la sensación de que me mira con tristeza, como si estuviera decepcionado. Quizás lo esté, nunca he tenido el valor de preguntárselo.

Antes del proceso de evaluación me he reunido con Pulso en la zona recreativa frente al Edificio Azul. Le pedí que viniera a verme antes de enfrentarme al Comité. Me ha preguntado si estaba nerviosa. No, no lo estaba. Hace tiempo que ya no me pongo nerviosa. Creo que uno sólo se siente inquieto por dos motivos; si está frente a una novedad, que no es mi caso, o cuando sabe que puede cambiar algo por sí mismo y existe la posibilidad de fallar. A estas alturas ya he dejado de pensar que tengo el poder de hacer que mi situación evolucione. Sin embargo, a pesar de esta certidumbre, no puedo evitar que, cada año por estas fechas, esa esperanza inútil que mi padre me dejó en herencia, se levante conmigo cada mañana dispuesta a comerse el mundo. Tengo que hacer verdaderos esfuerzos por acallarla, pero ella, como una niña pequeña que todavía permanece libre y alegre en el grupo de Aprendices, se me muestra exultante como un pastel recién salido del horno al que es imposible resistirse. Por eso pedí a Pulso que viniera a verme, para que su abrazo cálido y pesimista me envolviera y me hiciera poner los pies en la tierra.
Mi hermano Pulso pertenece al grupo de Incapaces. No está orgulloso de ello, pero ya no lucha por un ascenso, está convencido de que no puede hacer nada para borrar el rastro que dejó cuando, en un arrebato adolescente, formó parte de la Revolución en la Sombra, un movimiento que nació en 2175 en un intento por cambiar el Orden Establecido y que fue sofocado definitivamente a finales de los setenta. A pesar de su estatus, Pulso mantiene una dignidad que yo siempre he envidiado. “Será que no tengo nada que perder, porque ya lo he perdido todo”, me dice con una sonrisa en los labios cuando le pregunto de donde saca las fuerzas.

Pulso me ha dado un abrazo que, en mi opinión, merecería el grado de Sabio, y me ha deseado suerte. Después, he atravesado el hall del Edificio Azul y he esperado siete minutos mi turno para entrar en la sala donde me esperaba el Consejo Evaluador.

- Tienes un bonito alias, Europa –ha dicho, conciliador, el Presidente, nada más leer mi currículum.

- Gracias – he respondido. Y esta vez he evitado romper el hielo explicándole al Consejo que mi padre eligió ese alias después de completar su tesis sobre la historia de Europa, hecho decisivo para que, años después, le ascendieran al grupo de Cualificados.


Después me han hecho las mismas preguntas de siempre, han evaluado mi trabajo en el Laboratorio de Reciclaje de la Comunidad y mis participaciones en las Jornadas Voluntarias de Bienestar Social. Por último, han examinado mi rastro en la Red de Información Mundial y, como un
déjà vu, he visto un signo de preocupación en sus caras que, de forma inmediata, he asociado con Horizonte y con mi permanencia, un año más, en el grupo de los Capaces.

Conocí a Horizonte cuando todavía ambos estábamos en el grupo de Aprendices. Enseguida me atrajo por sus palabras originales, escribía cosas que yo nunca antes había leído. Los profesores valoraban mucho su participación en los foros y chats, decían que tenía gran potencial investigador; pero Horizonte no le daba mucha importancia a todo eso. Pasaron dos meses antes de que me atreviera a preguntarle si le apetecía verme. Accedió enseguida y, desde entonces, nos estuvimos encontrando varias veces por semana en los ratos libres que nos dejaban las clases y actividades. Paseábamos por las zonas recreativas cogidos de la mano, buscando algún rincón discreto donde besarnos. Era en aquellos momentos cuando Horizonte me explicaba todas las historias maravillosas que tenía en su cabeza. Yo las escuchaba con los ojos cerrados, sentía su voz susurrante acariciando mi cuello, los mundos que inventaba recorriendo mis venas, sus personajes haciéndose un hueco entre mis recuerdos.


Nunca pensé que Horizonte dijera en serio lo de dedicarse a escribir. “¿Para qué?”, le preguntaba yo, como si hubiera olvidado la emoción que sentía cuando él me transmitía todas sus ideas. La misma pregunta que le hicieron después, cuando rechazó un excelente trabajo acorde con sus cualidades que lo hubiera catapultado al grupo de los Cualificados en muy poco tiempo. “Para sentirme libre, poder vivir otras vidas, entender a otros que no son como yo. Para que los que me lean sientan también todo eso.”, respondía Horizonte en cada entrevista con el Comité.


Cuando ingresó en el grupo de Incapaces, Horizonte salió también de mi vida. Yo estaba aterrorizada por la posibilidad de que aquella circunstancia me arrastrara también a mí a ese estatus y, aunque mantuvimos el contacto durante algún tiempo, poco a poco dejé de recibir sus mensajes y yo me volqué en mi nuevo trabajo, arropada por la esperanza que mi padre había invertido en mí.


Imagino que Horizonte sigue perteneciendo al veinte por ciento de la población mundial declarada como Incapaces y que esa circunstancia ha impedido un año más que el Comité Evaluador se haya decidido a ascenderme. Aunque durante algún tiempo me invadía un sutil resentimiento hacia la relación que mantuvimos en nuestra juventud, ahora la recuerdo con ternura y a veces, a solas en mi casa, trato de reconstruir todas aquellas historias que Horizonte me regaló en los momentos apasionados en que nos besábamos por las esquinas de las zonas recreativas.


Mi madre ha vuelto a comunicarse conmigo y me ha enviado una nueva dosis de esperanza, que esta vez no ha encontrado sitio en mí y se ha desperdiciado en el aire sin afectarme lo más mínimo. Después, he decidido emplear mi día libre en darme un paseo por las profundidades del Mar de Cristal, un lugar que suele relajarme. He vuelto a casa y he encendido el Comunicador, en el que anunciaban que Omar Surdif acaba de ser descendido al grado de Cualificado. Después he visto que el Informador General en su titular del día calificaba como “imparable declive hacia el abismo” el recorrido decadente del que fuera miembro de la Comisión Gobernadora Mundial en los años en los que mi padre enfermó. Me queda el consuelo de saber que nadie está al margen de la Ley de Evaluaciones Curriculares, algo que, sin duda, hubiera dibujado en la cara de mi padre un gesto de satisfacción.

viernes, 16 de noviembre de 2007

La semilla de una obsesión


Mi madre siempre decía que yo había salido al tío Miguel. Él era el hermano mayor de mi abuela. Era un hombre guapo, alto y fuerte. Siempre estaba rodeado de hijos o de amigos, era un hombre muy sociable, que se paraba a hablar con cualquiera. Llamaba la atención porque por aquel tiempo cada uno tenía su sitio en la sociedad. Los ricos eran ricos y los pobres eran pobres y nadie se atrevía a salir de ahí. Sin embargo, él no le daba mayor importancia a ese hecho y lo mismo conversaba sobre el tiempo y las mujeres con algún jornalero, que hablaba con el Marqués de la Gomera de la insondable belleza del San Jerónimo de Ribera que se salvó de la quema antes de la guerra y que se conservaba en la Iglesia Mayor.

A mi me gustaba que me comparasen con el tío Miguel, a quién yo admiraba por todas las aventuras que había vivido y que mi madre me había contado. Yo soñaba con seguir sus pasos y descubrir con mi pandilla del colegio alguna cueva, como la que el tío encontró una vez en la Serranía de Ronda. Mi madre me lo había explicado más de cien veces, pero yo no me cansaba de escucharla y le preguntaba tantos detalles que creo que al final ella acabó inventando la mitad de la historia.

En opinión de mi madre, el tío había sido un poco irresponsable. Aunque la abuela y sus hermanas ya estaban acostumbradas a sus excentricidades, en aquella ocasión le advirtieron que no tenía por qué arrastrar en sus andanzas a sus hermanos más pequeños, los tíos Isidoro y Jacinto, a los que el tío Miguel adoraba y siempre que podía llevaba consigo en todos sus viajes. Y, sobre todo, le recordaron que tenía que cuidar a su mujer, la tía Amelia, y a sus hijos, que ya no era un chiquillo y que tenía responsabilidades familiares. Mi tío abuelo respondió riendo que sólo se trataba de una excursión y que por la noche estaría de vuelta como siempre.Y añadió que se llevaría a sus hijos a la Sierra si tuvieran edad suficiente, porque el amor por la Naturaleza y el deseo de conocerla eran virtudes que pensaba transmitirles, ya que eran una ventana abierta a la contemplación de la belleza del mundo, que estaba ya bastante lleno de pobreza y sufrimiento.

Así que el tío Miguel salió aquella madrugada con sus hermanos Isidoro y Jacinto camino del monte, a lomos de tres mulas, junto con cuatro amigos más, con la intención de estar en la cueva al amanecer. Mi abuela y la tía Amelia fueron juntas a misa por la mañana y estuvieron rezando como siempre para los hombres volvieran sanos por la noche. Sin embargo, ellos no volvieron hasta tres días después. Mi madre lo recordaba casi con la misma angustia que habían vivido la abuela y la tía Amelia, y me contaba que durante dos días ni ella, que era hija única porque la abuela no pudo tener más hijos, ni sus cuatro primos, los hijos del tío Miguel, fueron a la escuela, porque en el pueblo estuvieron cuarenta y ocho horas esperando a que la Guardia Civil encontrara despeñados a los excursionistas en la Sierra.

A mi no me interesaba nada saber lo que pasó aquellos días en el pueblo, lo que de verdad quería saber era lo que había ocurrido dentro de la cueva, así que cada vez que, durante mi infancia, me encontraba con mis tíos, les pedía que me explicaran todo lo que su padre les había contado a su vuelta. El paso de los años había transformado las emociones y ellos entonces, cuando me relataban la aventura del tío Miguel, se vanagloriaban de que su padre había encontrado un esqueleto de una chica prehistórica, que había donado al Museo de Ciencias Naturales de Madrid, y que se podían ver esos restos en el museo junto a un cartel que explicaba la hazaña de aquellos hombres que, por primera vez, atravesaron la Cueva del Pozo Negro.

Así que yo, de niña, me sentía orgullosa de ser como el tío abuelo Miguel, el primer hombre aventurero del que oí hablar y no me importaba nada que mi madre me dijera como algo negativo que había salido a él, porque a mi me parecía un hombre prodigioso y estaba decidida a vivir aventuras como las que él emprendió en su juventud. Y, para ello, lo primero que tenía que hacer era recopilar toda la información posible sobre él y sobre su vida.

Conseguí enterarme de que durante aquellos tres días en la cueva, mi tío encabezó la expedición en busca de una salida, después de desplomarse la estrecha galería por donde accedieron a la cueva. Poco después de quedarse sin agua ni comida, encontraron una amplia estancia donde hallaron el esqueleto que todavía ahora se exhibe en el Museo de Ciencias de Madrid. Mi tío, en aquel momento en el que los hombres que lo acompañaban estaban aterrados por la posibilidad de morir allí dentro, exclamó que aquel descubrimiento era una señal de que saldrían con vida, pues el mundo tenía que contemplar lo que ellos estaban viendo. Un día después, tras atravesar una galería por la que tenían que avanzar a gatas, llegaron a la que llamaron después la Sala de la Luz, que tenía una salida en el techo, a unos ocho metros del suelo, por la que pudieron ver, al fin, emocionados y exhaustos, la claridad de la mañana.

En mi búsqueda de información sobre el tío Miguel, a quién estaba decidida a emular, me encontré con un hecho que él siempre había tratado de mantener en secreto, y aunque todos en el pueblo lo sabían, nunca nadie se atrevía a hablar de eso en su presencia, ya que cuando alguno lo intentó, a él se le había transformado la cara y había gritado enfurecido que no quería hablar del tema, que era algo pasado y en el pasado debía seguir. El hecho de que el tío Miguel se enfadara era especialmente llamativo, porque era un hombre cordial y optimista que no solía enfrentarse con nadie. Aunque le gustaba charlar y discutir, siempre escuchaba los diferentes puntos de vista y respetaba cualquier opinión por lejana a la suya que fuese. Mi madre decía que el tío Miguel era un hombre de paz, porque la guerra le había hecho sufrir tanto, que pensaba que no había ideas en el mundo que merecieran tanta desolación. Por eso, a todos sobrecogía el enfado del tío Miguel y procuraban acallar los intentos de algunos de hacerle hablar sobre su secuestro.

Yo lo oí por primera vez de boca de la tía Amelia, años después de muerto el tío Miguel, en el entierro del tío Isidoro. Como pasa en todos los sepelios, la gente, especialmente los contemporáneos al difunto, suelen comentar historias de su vida, y en aquella ocasión oí a la tía Amelia decir que ya había muerto el único de la familia que sabía toda la verdad, refiriéndose a su cuñado Isidoro.

Horas después, mi madre me explicó lo que sabía, que era muy poco, y no sólo no logró colmar mi curiosidad, sino que la despertó de tal manera que, desde entonces, cuando yo tenía catorce años, descubrir lo que pasó se ha convertido en una obsesión para mi.

Mi madre tendría unos quince años cuando, un día, la tía Amelia se presentó en su casa llorando y se encerró con mi abuela en el despacho. Poco después, llegó mi abuelo, un hombre serio y ensimismado, que por aquel entonces era director de la Caja de Ahorros. Entró en el despacho con la cara desencajada y ninguno salió de allí hasta una hora después, las mujeres hechas un mar de lágrimas y mi abuelo todavía más demacrado de lo que entró. Al tío Miguel lo habían secuestrado y pedían doscientas mil pesetas, que entonces era una fortuna, por su rescate.

A la tía Amelia se lo había comunicado un muchacho delgado como un espectro, que no pasó del zaguán de su casa, le entregó un papel mugriento y salió corriendo antes de que la tía pudiera cruzar palabra con él. Ella nunca más volvió a verlo.

La tía Amelia tenía instrucciones de depositar doscientas mil pesetas en una casa abandonada camino de El Balconcillo, antes de tres días, si quería volver a ver vivo a su marido.

Tanto ella como mis abuelos, estuvieron de acuerdo en no llamar a la Guardia Civil, porque temían por la vida del tío Miguel; sin embargo, no tenían dinero suficiente para pagar el rescate y durante los dos días siguientes mi abuelo estuvo haciendo gestiones en la Caja de Ahorros para poder hacer un préstamo a la tía Amelia sin despertar sospechas. Para entonces, todo el mundo en el pueblo se había enterado de la noticia. Al final, el abuelo consiguió el préstamo y la tía Amelia lo hizo llegar con un mensajero a la casa abandonada que los secuestradores habían especificado en la nota.

Varias horas después, el tío Miguel apareció mugriento en su casa, donde se comportó como si nada hubiera pasado, para desesperación de la tía Amelia, quién jamás entendió que su marido no denunciara a quienes lo habían secuestrado, pues, según sus palabras, él sabía perfectamente quienes eran.

La que sí fue denunciada por haber pagado el rescate fue la tía Amelia, ya que toda la gente del pueblo conocía el suceso y las autoridades no podían hacer la vista gorda y hacer como si no hubiera ocurrido nada.

Ella se presentó muy digna en el juicio y a la pregunta del fiscal de por qué había pagado en vez de dejar que la Guardia Civil hiciera su trabajo, ella respondió:

- Su señoría, ¿qué hubiera querido usted que hiciera su mujer en caso de estar en esa situación?

A la tía Amelia le pusieron una multa de quinientas pesetas y el juicio terminó con la declaración del tío Miguel. Lo único que él dijo entonces, prometiendo que nunca volvería a hablar del tema, fue que la guerra había dejado a su paso mucha necesidad, y que lo que había ocurrido sólo era producto de la miseria y el sufrimiento. Después, durante años, estuvo pagando el préstamo a la Caja de Ahorros y no permitió que nadie hablara del suceso en su presencia.

A mis catorce años, la historia del secuestro del tío Miguel sustituyó a la de la Cueva del Pozo Negro. Aunque años después pude visitar la cueva con un guía, e incluso estuve en el Museo de Ciencias de Madrid admirando el esqueleto de la niña prehistórica y el cartel que demostraba la autoría del hallazgo por parte del tío Miguel, desde entonces me persigue la obsesión por descubrir qué pasó durante aquellos días del secuestro y por qué mi tío nunca quiso explicar nada a nadie, a excepción, tal vez, de su hermano Isidoro.

sábado, 10 de noviembre de 2007

Variaciones sobre La fe, de Quim Monzó

© nacu


Hoy, por primera vez después de mucho tiempo, he vuelto a la destartalada cafetería en la que Alicia y yo solíamos encontrarnos. He pedido un capuccino con canela de los que ella siempre tomaba. Recuerdo que cada vez insistía en que lo probara. Yo me resistía diciendo que nunca me había gustado la canela. Y entonces podía ver la desilusión en su mirada y esperaba unos segundos mientras removía mi café con la cucharilla, a que ella expusiera su teoría.

- El amor es tan misterioso – empezaba diciendo ella.

- ¿Por qué dices eso, mi vida? – le preguntaba yo, sabiendo ya de antemano por dónde iba a encaminarse la conversación, mientras acariciaba una de sus manos, siempre frías.

- Yo me siento como si fuéramos uno, como si mi vida hubiera estado siempre unida a la tuya, incluso desde antes de conocernos. Y, sin embargo, hay cosas que a mi me encantan y que tú aborreces. Es tan raro... – ella perdía su mirada en su capuccino y yo me debatía entre decirle que lo probaría y demostrarle que el hecho de tener gustos distintos no tenía nada que ver con que estuviéramos unidos para siempre por nuestro amor.

- Que nos amemos no quiere decir que tengan que gustarnos las mismas cosas – respondía yo, sonriendo y llevándome su mano a mis labios para besarla.

- Ya lo sé, ya lo sé, pero todo me parece tan extraño... Estás tan dentro de mi, y a la vez tan lejos... Me gustaría poder estar en tu interior y pensar lo que tú piensas. Así sabría si me quieres de verdad como te quiero yo a ti – concluía ella, exponiendo su verdadero temor.

- ¡Claro que te quiero! – le aseguraba yo –. Te quiero más que a nadie en el mundo. Te quiero tanto que sería capaz de tomarme cien capuccinos si tú me lo pidieras. ¿Quieres que lo haga? ¿Eso te demostraría que te quiero de verdad? – le preguntaba yo, deseoso de encontrar una fórmula que definitivamente la hiciera creer en mi amor.

- Ay, Raúl, no se trata de eso, porque aunque lo hicieras yo no sabría si lo haces porque de verdad me quieres o porque quieres que crea que me quieres – respondía ella, y yo me llenaba de desconsuelo porque adivinaba que no había nada que pudiera hacer para despejar sus dudas.

- Te quiero. Lo sé porque estás en mi pensamiento a todas horas, porque en cualquier momento del día quiero estar contigo y abrazarte, porque no puedo pensar en otra mujer que no seas tú. Ojalá pudieras estar dentro de mi y comprobar que lo que te digo es cierto – insistía yo. - ¿Qué sentido tendría hacerte creer que te quiero si no te quisiera? – preguntaba, animado por la posibilidad de que la respuesta a aquella cuestión la hiciera entender que la quería.

- Es posible que creas que me quieres, pero que no me quieras. Las personas tenemos el deseo de amar, que no es lo mismo que amar de verdad – decía ella mirándome con tristeza.

- No creo que te quiero, sé que te quiero – volvía a decirle yo. – Me apena comprobar que no me crees, me aturdes con tus dudas – añadía, intentando hacerle ver que su incertidumbre también me afectaba.

- Quizás es que no me quieres – resolvía ella, dándole un sorbo a su capuccino.

Así pasaban las horas en aquella cafetería, antes de que saliéramos al cine y termináramos la noche haciendo el amor en mi casa, donde yo siempre insistía en que se viniera a vivir conmigo, con la esperanza de que esa petición despejara todas sus dudas. Ella me aseguraba que lo pensaría, que todavía no estaba totalmente segura de mi amor, pero que cada vez estaba más cerca de mi y que aquel día llegaría tarde o temprano.

Alicia nunca vino a vivir conmigo. Un día, en la cafetería de siempre, delante de su capuccino que aquella vez no me ofreció, me dijo que pensaba que era mejor que lo dejáramos.

- ¿Por qué? – pregunté yo, en aquel momento más atónito que herido.

Ella dijo que no sabía si yo la quería de verdad, que eso siempre había sido un obstáculo en nuestra relación. Yo insistí, como siempre, en que la quería. Desesperado, le pregunté qué era lo que esperaba de mi, qué podía hacer para que me creyera. Entonces me confesó que había conocido a alguien y que estaba segura de que esa persona la quería de verdad. Me quedé helado, no pude reprocharle nada, sólo deseaba saber una cosa.

- ¿Cómo sabes que te quiere de verdad? – pregunté, con un asombro absoluto. Ni siquiera pensaba en mi tristeza, sólo quería encontrar la clave que con tanto empeño yo había estado buscando sin lograrlo.

- No puedo explicártelo, Raúl, está mucho más allá de algo que pueda hacerse o decirse, simplemente sé que me quiere - dijo, y yo sentí que aquellas palabras me las estaba robando, como si en aquel momento se hubiera transformado en mi, y yo en ella.

miércoles, 31 de octubre de 2007

Veintisiete de febrero

© taliesin

Hoy, haciendo limpieza, he recuperado una vieja agenda de cuando tenía quince años. El veintisiete de febrero estaba señalado en rojo. Por aquel tiempo, yo había inventado un alfabeto secreto para anotar cosas que no quería que nadie entendiera. Todavía recuerdo la clave, era tan inocente como asignar a cada letra un símbolo distinto. Cualquiera con el mínimo interés habría podido descifrar lo que escribí: “¿Qué estaremos haciendo dentro de dos años?”


Aquel día señalado en rojo era un jueves previo al Día de Andalucía. Habíamos salido una hora antes del Instituto porque Don Manuel, el cura de Religión, se había puesto enfermo y su clase tuvo que suspenderse. La excusa perfecta para que Cecilia, Julián, Sandra y yo fuéramos directamente a la Bodeguita, a tomar una caña y unas papas al bastón, antes de ir a casa a comer. Bajando por la Cuesta de Santa María, Cecilia se preguntó qué estaríamos haciendo ese mismo día dentro de cuatro años. “O de dos”, añadió, probablemente porque cuatro se le antojó un horizonte temporal inimaginable. Nos quedamos en silencio imaginando. Entonces saqué mi agenda y les prometí recordarles aquella conversación al cabo de dos años.


En la Bodeguita se nos unieron Martín y Mercedes, que llevaban unas semanas exhibiendo su pasión mutua por las esquinas de las calles adyacentes al Instituto, entre cigarrillos fumados a medias y pictolines que disimulaban el olor a tabaco en el aliento. Ellos fueron los primeros del grupo en empezar a salir y el resto nos moríamos de envidia al verlos subir juntos de la mano las escaleras de acceso a las clases. Sandra les explicó la conversación que habíamos tenido por el camino, así que ellos también se unieron al pacto de recordar aquel día al cabo de dos años.


Aquel fin de semana largo, Julián y Sandra empezaron a salir, más animados por los martinis de la fiesta que organizó él en su casa, aprovechando que sus padres no estaban, que por una verdadera atracción recién descubierta. Antes de final de curso acumulaban tantas peleas y reconciliaciones que incluso los profesores del Instituto sabían lo qué pasaba cuando veían a Sandra salir del baño con los ojos hinchados de tanto llorar. Aquella situación proporcionó a Julián una espontánea fama de seductor que le convirtió en protagonista tanto de los sueños de muchas admiradoras como de los cientos de chismes que se contaban en el pueblo sobre él. Y, desde entonces, Martín empezó a llamarlo “truhán”.


La historia de Julián y Sandra terminó el último día del curso, después de que él se dejara arrastrar por su propia leyenda y apareciera en el recién estrenado Chiringuito de verano paseando orgulloso de la mano de Paula, una chica dos años mayor que él, de la que se decía que ella misma invitaba a sus eventuales novios a dormir con ella cuando sus padres se iban los fines de semana. Cecilia y yo pasamos la noche intentando consolar a Sandra y, desde aquel día, empezamos a mirar a Julián con ojos rencorosos cada vez que lo veíamos rompiendo corazones paseándose con la pandilla de los de COU.


Ese verano mis padres alquilaron una casa en la playa, en la que estuvimos desde mediados de julio hasta finales de agosto. Al principio, me resistí sin fruto a estar durante tanto tiempo lejos de mis amigos, así que empecé las vacaciones refunfuñando y afirmando que no era justo que no me dejaran quedarme unos días en el pueblo, en casa de Sandra, después de haber aprobado todo el curso en junio. El enfado se me pasó varios días después. Mi madre había entablado amistad con una vecina de la urbanización y un día la encontramos en la playa con sus dos hijos. Rocío, de mi edad, delgada y nerviosa, y su hermano, un chico guapo un poco destartalado, un año mayor, que se llamaba Pablo y se convirtió en mi primer amor. Todavía, de vez en cuando, me acuerdo de él, de aquellos primeros besos agitados, con sabor a arena de la playa, protagonistas de aquel verano apasionado.


Lloré varios días seguidos el regreso de las vacaciones, durante los que no dejé de hablar por teléfono y escribirme con Pablo, prometiéndonos que nos esperaríamos hasta el verano siguiente. Cecilia me acompañó en el desconsuelo, porque ella también sufría su primera ruptura; pero en su caso se trataba de un amor prohibido, porque el madrileño con el que había estado saliendo durante el verano ya iba a la Universidad y, además, tenía una novia desde hacía años, a la que no dejó a su vuelta a Madrid. A mí me sorprendió que mi amiga Cecilia hubiera accedido a salir con él, sabiendo que salía con otra; tuve la sensación de que se había transformado en otra persona, a la vez que sentía una gran desazón al verla sufrir por un desgraciado que la había engañado de aquella manera.


Sandra, que había pasado el verano en el pueblo porque había suspendido varias asignaturas, nos contó a la vuelta todos los rumores sobre Julián y que Mercedes había estado unos días en la casa de campo de los padres de Martín, lo que confirmaba la formalidad de su relación.

Cuando empezamos el curso, noté que Cecilia seguía estando rara. Hablaba con Julián de vez en cuando sin importarle lo que pensaba Sandra de él, y además, los fines de semana me sorprendía la desenvoltura con que se relacionaba con los amigos de Julián, la mayoría de los cuales, ese año, habían empezado a ir a la Universidad en la ciudad. Por otro lado, Sandra, que había suspendido otra vez en septiembre, decidió dejar el Instituto e irse a probar suerte a FP, por lo que no la veía con tanta frecuencia como antes. Martín y Mercedes seguían con su ya noviazgo formal, estaban todo el día juntos y se volvieron un poco aburridos, porque sólo hablaban de la familia, de los estudios, de lo que harían después del Instituto... como si tuvieran mucha prisa por planificar su futuro.


Yo seguí deseando durante unos meses que llegara pronto el próximo verano, para reencontrarme con Pablo; pero cada vez nos llamábamos menos, no sabíamos muy bien qué contarnos. Él me explicaba cosas de sus amigos y de su vida en la ciudad y a mi cada vez se me hacía más extraño imaginarlo en todas aquellas situaciones. Mis cartas se fueron acortando y, en las suyas, ya no enviaba cintas de El Último de la Fila, sino que me hablaba de David Bowie, que para él era el colmo de la originalidad. Pablo y yo nunca cortamos, pero yo me di cuenta de que todo había acabado el último día que hablé con él, el veintisiete de febrero, cuando le conté el pacto que había hecho un año antes con mis amigos, lo que a él le pareció poco menos que una niñería.


Aquel fue el curso de las huelgas en el Instituto. Pasamos casi dos meses en los que prácticamente cada semana suspendíamos las clases durante un día o dos. Protestábamos contra la Selectividad, aunque para nosotros todavía quedaba muy lejos, nos quejábamos de los cambios que el Gobierno quería hacer con la nueva Ley de Educación; pero casi ninguno de nosotros sabía exactamente cuáles eran esas reformas. Eso sí, los cabecillas de las suspensiones de clase parecía estar bien enterados y se encargaban de transmitirnos en las asambleas la importancia de rebelarnos contra lo que querían imponernos. Uno de ellos, Manuel Prados, Manu, iba siempre cargado con una guitarra y en las asambleas montaba un recital improvisado, así que acabábamos cantando canciones de Mecano y de Aute, y con eso nos creíamos que estábamos defendiendo nuestros desconocidos derechos.


Fue durante aquellos días de agitación en los que parecía que el tiempo era infinito, en los que empecé a relacionarme más con la pandilla de Manu, fruto del complicidad que nos unió al sentir que estábamos luchando por algo importante para nosotros. Sin darme cuenta, había dejado atrás al grupo de amigos de toda mi vida. Cecilia andaba ennoviada con uno de los universitarios amigos de Julián, quién venía de la ciudad a verla los fines de semana. Sandra se perdió entre sus compañeros de FP. Martín y Mercedes, que fueron contrarios a la huelga desde el principio, por el efecto que ésta causaría en nuestros futuros currículums, parecían también haber desaparecido de mi vida. Y Julián seguía enamorando a unas y otras, a las que paseaba por el pueblo en su envidiada vespino.


Terminó el curso a duras penas, con la mitad del temario por estrenar debido a las interrupciones. Para celebrar la llegada de las vacaciones, Manu organizó una fiesta en una casa de campo que tenían sus padres a siete kilómetros del pueblo. El día antes, me encontré a Julián en la Bodeguita y le dije que se viniera a la fiesta con su novia del momento. Noté que le hizo especial ilusión y me dijo que no faltaría.


Llevábamos ya varias horas en el campo, asando costillas en una barbacoa y bebiendo cervezas, cuando llegó Goyo, el hermano mayor de Manu, conduciendo el Seat Panda de su madre. Recuerdo que al verlo pensé que había pasado algo; pero nunca hubiera imaginado lo que venía a decirnos.


Tuve que oirlo tres veces antes de poder reaccionar. Julián había muerto. Iba en su vespino camino del campo, cuando se empotró contra un coche al girar en una curva. Recuerdo muy bien que grité “mentiroso” a Goyo, mientras un temblor gigantesco avanzaba desde mi estómago a la garganta y un calor inhumano me recorría la cara, la mirada perdida en el cuerpo de Manu y las lágrimas prisioneras enterradas en algún lugar de donde luchaban por salir, para calmar así el vendaval que se había instalado dentro de mi. Hasta un día después no pude llorar, abrazada a Cecilia, en el zaguán de la casa de Julián, cuando vimos pasar a sus amigos y hermanos llevando la caja hasta el coche fúnebre.


Aquel verano volví a la playa con mis padres. Pablo no apareció y en el fondo fue un alivio. No habría sabido cómo comportarme. Aunque eché de menos a mis amigos, tampoco tenía ganas de que acabaran las vacaciones, de las que me quedó el recuerdo de haber leído Cien años de soledad y Por quién doblan las campanas, mientras descubría la música hipnótica de Alchemy de Dire Straits, que ya siempre relacionaré con esos libros.


Volvimos al Instituto unas semanas más tarde. Ya estábamos en COU y teníamos la sensación de estarnos jugando el futuro de nuestras vidas. Los padres de Cecilia decidieron enviarla a estudiar a la ciudad, donde vivía con su abuela, así que ya casi no la veía. Sandra dejó FP y empezó a trabajar de dependienta en una zapatería. Cuando coincidía con ella me parecía que era como una señora, hablaba con desenvoltura con las mujeres del pueblo y parecía que hubiese una distancia infinita entre nosotras. Siempre que me la encontraba me acordaba de Julián y la misma nostalgia me impedía conversar con tranquilidad. Yo estaba segura de que ella también pensaba en él, sin embargo, nunca lo comentábamos. Martín y Mercedes vivían permanentemente agobiados por los exámenes y sólo me los cruzaba por los pasillos del Instituto o alguna vez en la cola del cine. Sin embargo, cada vez que veía a alguno de los cuatro, hacíamos el propósito de quedar algún día y tomar una cerveza juntos, como cuando éramos una pandilla.


Ese día fue el veintisiete de febrero, dos años después de aquella conversación. Unos días antes, al mirar mi agenda, lo recordé, los llamé por teléfono y los convoqué en la Bodeguita. Al principio estábamos un poco cortados, hacía tiempo que no quedábamos y, además, todos echábamos en falta a Julián, aunque nadie se atrevía a nombrarlo. Después de un par de cervezas, Martín me sorprendió diciendo: “vamos a brindar por el truhán”. Cecilia, Mercedes, Sandra y yo tuvimos que restregarnos los ojos, porque se nos saltaron las lágrimas. Pero desde ese momento ya no pudimos parar de hablar y de reirnos, recordando los días en que Martín y Mercedes empezaron a salir, o cuando Sandra se encerraba con sus celos en los baños del Instituto, o las clases de Religión con Don Manuel y su bronquitis crónica.


Cuando nos despedimos sabíamos que nada de todo aquello volvería; que cada uno había tomado ya un camino distinto en su vida. Y hoy, al encontrar mi vieja agenda y recordar aquellos años, he tenido la sensación de que el único que sigue ahí, igual que antes, es Julián, que se quedó conquistando a unas y a otras dando vueltas por el pueblo en su vespino.

domingo, 21 de octubre de 2007

Caos


Mi padre siempre había sido una persona silenciosa. Era muy inteligente, cultivado, leía mucho y le interesaban todas las ramas del arte y de la ciencia. Después de acabar la carrera de Física, consiguió una plaza de Catedrático en la Facultad de Granada y se había especializado en la Teoría del Caos, lo que le había procurado numerosos reconocimientos a nivel internacional. En sus relaciones personales carecía de la elocuencia y el dominio que exhibía en su vida profesional, hasta el punto de parecer desnaturalizado, aunque probablemente sólo se tratara de timidez. Se sentía cómodo estudiando los comportamientos impredecibles de los sistemas cuyas condiciones iniciales no se pueden determinar con exactitud, lo que se conoce como “el efecto mariposa”. En el verano de 1979, unos meses después de casarse con mi madre, fue incapaz de advertir que las condiciones iniciales impuestas por él en una situación personal, me transmitirían los dos datos personales que han condicionado toda mi vida: Me llamo Mortimer y nací en Baltimore.


- Andrés, cariño, he decidido que te acompañaré a ese congreso en Baltimore – dijo un día mi madre exultante, poniendo la cena sobre la mesa.
- ¿Cómo me vas a acompañar, en tu estado? Julia, pero si te da miedo el avión... – respondió mi padre sorprendido.
- Es igual, me tomaré una pastilla para dormir y te acompañaré.

- Pero no es bueno que tomes somníferos estando embarazada – argumentó él.

- No bebo, no fumo, unas pastillitas no le harán daño al niño, Andrés – resolvió ella.

- No te entiendo, nunca quieres acompañarme y ahora que estás embarazada y que me voy a la otra punta del mundo se te antoja venir conmigo...

- Exacto, es un antojo, así que tengo que ir. No quiero que mi hijo nazca con una mancha en forma de Baltimore.

- Y además, ¿qué vas a hacer tú en Baltimore? Estaré todo el día en el congreso. Y no sabes inglés.

- Sé francés. El francés lo entiende todo el mundo, mon amour – respondió mi madre seductora.

Mi padre se resistió a acceder al capricho de mi madre; pero las condiciones iniciales ya habían cambiado, ni siquiera se dio cuenta de que estaba inmerso en un sistema que había dejado de ser estable y que todo podía evolucionar de forma distinta a como él había determinado. Por eso, días después, subió al avión arrastrando a duras penas a su anestesiada esposa, quién se había tomado demasiado pronto una doble dosis de somníferos.

Después de un largo viaje en el que mi madre se despertó varias veces aterrorizada y hubo que sedarla de nuevo para que no sucumbiera a un ataque de histeria, llegaron a Baltimore.


- Est ce que l'hôtel se trouve très loins? – preguntó mi madre al conductor, nada más subir al taxi que les llevaba al hotel.

- I´m sorry, I don´t speak French – respondió el taxista.

- Te lo dije – reprochó mi padre a mi madre.

- Qué poca sensibilidad tienes, Andrés, después del viaje que he pasado.


Llegaron al hotel. Mi madre siempre me cuenta que ella supo que iba a pasar algo, porque mi padre estaba muy agitado, daba vueltas por la habitación y dudaba si colocar su ropa en el armario, entrar en el lavabo a darse una ducha o llamar a recepción para que subieran algo de comer. Ella, en cambio, estaba encantada de la aventura, orgullosa de haber sido capaz de acompañar a su marido hasta allí y deseosa de hacer planes para los ratos en los que mi padre estuviera libre.


- Andrés, mañana, ¿a qué hora empieza el congreso? – le preguntó mientras terminaba de colgar su ropa en el armario.

- Julia, tengo que decirte algo – dijo mi padre haciendo sentar a mi madre sobre la cama.

Entonces fue cuando le contó toda la verdad. Había recibido una oferta de trabajo de la Universidad de Baltimore. Una plaza en el Departamento de Física Dinámica, el más destacado de Estados Unidos en el estudio de la Teoría del Caos. Era una oportunidad óptima para avanzar en sus estudios, lo que probablemente lo convertiría en uno de los más importantes especialistas en Caos Determinista del mundo. Por eso había ido a Baltimore. Mi madre asentía, orgullosa de su marido, se levantó de la cama y lo abrazó feliz de haberlo acompañado ante la sorpresa de mi padre.

- Y, ¿hasta cuándo tienes ese trabajo? – preguntó mi madre.

- Son dos años – respondió mi padre sonriendo.

- ¿Cómo que dos años? – dijo mi madre aturdida - ¿Qué quiere decir que son dos años? – la pobre mujer no daba crédito.

- Un mínimo de dos años, sí, creí que lo habías entendido...

- ¿Que había entendido qué? – gritó mi madre desesperada - ¿Que me has traido aquí para que pasemos dos años? ¡He hecho una maleta para una semana! – mi madre se levantó de la cama y empezó a caminar arriba y abajo por la habitación, sujetándose la barriga y llorando.


Mi padre trató de explicarle que tenía intención de contárselo todo después de aquel viaje, en el que iba a firmar el contrato de trabajo y buscar una casa donde trasladarse a principios de otoño y que pensaba que ella podría viajar junto con el niño después de Navidad, cuando ella ya hubiera tenido tiempo de hacer todos los preparativos; pero que ella se había empeñado en acompañarlo y él se había visto incapaz de convencerla para que no lo hiciera.


- ¿Por qué no me lo dijiste antes de hacerme venir aquí, Andrés? Te has vuelto loco. No, no te has vuelto loco. ¡Siempre has estado loco! – gritaba mi madre fuera de sí.

- Pensé que si me acompañabas y veías cómo era Baltimore y me ayudabas a elegir la casa...

- ¡Ya tenemos una casa! ¡En Granada! – le cortó mi madre.


Antes de que mi padre pensara siquiera en cómo tranquilizarla, mi madre empezó a sentirse mal. Primero tuvo un mareo y mucho calor. Estaba a punto de desmayarse. Entonces, le sobrevino la primera contracción. Mi padre deseó que fuese una falsa alarma, un dolor aislado provocado por el disgusto. La tumbó sobre la cama y llamó a recepción para pedir un médico. Antes de que llegara la ambulancia mi madre ya había roto aguas. Estaba en el séptimo mes de embarazo, a punto de parir y con un ataque de nervios que le impedía poner en práctica cualquier ejercicio de respiración que le sugiriese mi padre.


Finalmente llegaron al hospital. Las enfermeras la sujetaban porque no dejaba de agitarse fuera de sí. Lloraba, gritaba a mi padre, cerraba las piernas. No quería que su hijo naciera allí, en aquellas condiciones. El ginecólogo se reunió de urgencia con mi padre y le dijo que era una situación grave, ya que la mujer no podría colaborar en el parto estando como estaba. Opinó que sólo había una solución. Dormirla y practicarle una cesárea. Mi padre accedió. Al cabo de unas horas, vine al mundo en medio de la situación más caótica a la que mi padre se había enfrentado en toda su vida. El ginecólogo que nos salvó la vida a mi madre y a mi se llamaba Mortimer Fine.

Estuve un mes en la incubadora. En ese tiempo, mi madre pudo recuperarse poco a poco. Durante una semana no dirigió la palabra a mi padre, y eso que era casi el único con el que podía hablar, a excepción de alguna enfermera que medio entendía el francés. Un día, estando junto a mi en la incubadora, apareció mi padre. Ella le dijo que pensaba volver con su hijo a Granada en cuanto yo pudiera viajar y que esperaba no volver a verlo nunca más. Mi padre no sabía ya cómo pedirle perdón por todo. Pasaba los días en los pasillos del hospital, porque mi madre no quería verlo en la habitación. Al final, un día, se armó de valor y fue a hablar con ella.

- Julia – le dijo nada más entrar en la habitación – déjame hablar contigo sólo hoy y después haz lo que quieras.

Mi madre lo escuchó en silencio.

- Lo he fastidiado todo. Lo siento mucho – el hombre había repasado mil veces lo que quería decir, pero en aquel momento no sabía cómo empezar. – Lo que más me importa sois tú y nuestro hijo.

Él espero a que ella dijera algo, pero mi madre no abrió la boca.

- Me habría gustado que las cosas hubieran salido de otra manera. Quería organizarlo todo para que no tuvieras que preocuparte durante el embarazo, para que te resultara más fácil el cambio de situación. No podía decir que no a este trabajo. Es lo que he querido toda mi vida.


A mi padre se le llenaron los ojos de lágrimas, estaba desahogándose, desde que nací no había podido hablar con nadie, no sabía cómo hacerlo, se sentía como un niño pequeño, sin herramientas para afrontar las situaciones, fracasado. Por eso, había tomado una decisión. Si ella quería volver a Granada y no hablar más del tema de Baltimore él estaba dispuesto a renunciar al trabajo. De hecho, ya había renunciado. No había aceptado la oferta que le habían mantenido hasta el día anterior.


Mi madre conocía bien a mi padre. A ella le gustaba de su marido esa timidez y esa falta de habilidad para relacionarse, siempre le dió mucha ternura verlo esforzarse por ser amable y considerado. Toda la vida había sido así. Se conocían desde niños. Ella siempre se sintió atraída por él, un chico callado y misterioso, que leía a todas horas; pero siempre dispuesto a dedicarle un momento, a pesar de que se llevaban diez años de edad. Cuando mi madre era niña, mi padre era un joven atractivo y solitario que vivía en el portal de al lado. El hijo del sastre. Se encontraban con frecuencia en la calle y él le hablaba con delicadeza, como si en ese momento conversar con ella fuera lo más importante que podía hacer. Aunque nunca le revelaba cosas personales, él la escuchaba y trataba siempre de encontrar una solución a sus pequeños problemas: cuando sus padres la castigaban, cuando suspendía una asignatura, cuando se enfadaba con una amiga... Él siempre la había acompañado.


Por eso, aquel día en que él renunció al sueño de su vida, ella se sintió tan apenada que, a pesar de todo lo que había pasado, supo que en aquel momento no podía abandonarlo.


Después de tantos años, todavía me admiro de la serenidad con que mi madre, una mujer sencilla y apasionada con tendencia al dramatismo, sugirió a mi padre que llamara enseguida a la Universidad para que le mantuvieran la oferta de trabajo. Él, sin saber todavía lo que sería de su matrimonio, salió de la habitación, telefoneó al Rector desde la cabina más cercana, y concertó una cita para el día siguiente.


Cuando volvió junto a mi madre, ella ya había decidido que se volvería a Granada en cuanto yo estuviera fuera de peligro y arreglaría todo lo necesario para poder viajar a Baltimore después de Navidad. También estaba resuelta a llamarme Mortimer, como agradecimiento al médico que me salvó la vida.


Pasamos los primeros tres años de mi vida en Baltimore. No tengo recuerdos de aquel tiempo en el que mi madre se vió obligada a aprender inglés y vivir en un lugar extraño, alejada de sus amigas y de su familia; y en el que mi padre se convirtió en el científico especializado en Teoría del Caos más importante de todo el mundo.


Hice a mi madre explicarme la historia de aquellos días miles de veces cuando era pequeño, inconsciente de todas las ocasiones en que yo tendría que repetirla a lo largo de mi vida, cuando me preguntaban mi nombre o el lugar donde nací. La última vez ha sido esta misma tarde, cuando he atendido a un periodista que llamaba para entrevistarme, porque mañana recogeré en Estocolmo, en nombre de mi padre, el Premio Nobel de Física. Hasta para esta ocasión mi padre ha sido imprevisible. Murió dormido en su cama, poco después de saber que se lo habían otorgado, dejándonos a mi madre y a mi el recuerdo de una persona buena, que se movía con dificultad en este mundo de leyes sociales que no comprendía; pero que sabía expresar con su silencio mucho más de lo que la mayoría de nosotros es capaz de decir con palabras.

lunes, 15 de octubre de 2007

No he dejado de pensar en ti

Empecé a escuchar tu programa para combatir el insomnio después de que Ana me dejara. Yo nunca había tenido afición por la radio, incluso recuerdo haber discutido con mi hermano, cuando todavía compartíamos habitación, porque a él le gustaba un programa deportivo nocturno y yo me concentraba en el murmullo de sus auriculares y no podía dormir.

La primera vez que te oí fue justo después de escuchar la declaración de un chico. Explicó que tenía que ir a la cárcel después de años de haber superado su adicción a la heroína. Había rehecho su vida y cuando todo le empezaba a ir bien lo reclamaban para cumplir su condena. Tu papel debía ser neutral, no te correspondía valorar lo que la gente contaba a través de tu programa, pero por el tono de tu voz era muy fácil deducir lo que pensabas sobre los temas que surgían cada noche. En aquella ocasión te conmoviste por el dramatismo con que el muchacho había expuesto su problema. Tu voz lanzó un reclamo emocionado a las personas de la audiencia que pudieran darle algún consejo legal al chico o que hubieran estado en una situación parecida, para que llamaran y le enviaran alguna palabra de consuelo. Estuve a punto de cambiar de emisora en ese momento, confieso que me decepcionó, me pareció deprimente ese formato que se aprovechaba de las debilidades de las personas enfermas de soledad, una especie de corral de vecinas radiofónico donde cuestionar la vida de esa gente indefensa. Pero justo entonces empezó a sonar Don´t Fall Apart on Me Tonight de Bob Dylan. Te imaginé seleccionando esa canción, entre miles de discos, para obsequiar al muchacho con unos minutos de compañía y esa imagen tuya me hizo seguir atento al programa.

A partir de ese día fui fiel a la cita cada noche. Me enseñaste a ser compasivo con las personas enfermas que explicaban sus dolencias hasta el último detalle. Tú los atendías con una paciencia infinita transmitiéndoles tu confianza en que esa noche, o quizás la siguiente, alguien expondría motivos para tener esperanza. Te acompañé mientras consolabas a cientos de mujeres maltratadas, comprobé cómo tu voz las abrazaba hasta hacerlas sentir menos solas. Estuve contigo el día que sutilmente reprochaste a un oyente su declarada homofobia. Aplaudí divertido la elección del declarado himno gay No more Tears (enough is enough) interpretado por Barbra Streisand y Donna Summer, mientras esperábamos alborozados las llamadas de censura a los comentarios que acabábamos de escuchar.

Cada vez me acordaba menos de Ana, tú la reemplazaste con tu voz sugerente y tu carácter optimista. Al principio no necesité nada más, pero después empecé a buscar información sobre ti en revistas y foros de Internet. Descubrí que estabas decidida a mantener tu anonimato. Tenías un alias en la radio, pero ni rastro de tu verdadero nombre, ni una foto tuya publicada. Respondías sin tapujos a las preguntas que te hacían en las entrevistas, por eso supe que tenías una familia numerosa a la que amabas, que tus amigos solían regalarte libros porque conocían tu amor por la Literatura, que habías combatido varios fracasos amorosos a base de películas antiguas y gin tonics compartidos con amigos y que en aquel momento no tenías pareja. Pero el misterio que mantenías sobre tu apariencia y tu identidad alimentaba mi fantasía. Me hice una imagen de cómo eras y podía verte en todas aquellas situaciones, con tu cuerpo menudo y proporcionado, tu ropa alegre, el pelo recogido en un moño desenfadado a la altura de una nuca delicada, las manos moviéndose con desenvoltura al ritmo de tus palabras, los ojos grandes y vivos, la boca pequeña, la nariz comedida, los pechos pequeños y redondos, el culo vivaracho.

Una noche en el programa se debatía si un oyente debía perdonar o no a su pareja por haberle sido infiel a través de Internet. Justo después de escuchar Nothing else matters, entró en antena un chico. Noté enseguida que lo conocías, te dirigiste a él con la confianza con que se le habla a un amigo. Él opinó que el oyente debía olvidar el asunto y continuar con su relación. Tú le preguntaste si él lo haría. Él respondió “sabes que sí” y eso fue suficiente para que yo sintiera unos celos endemoniados. Me reproché haberme enamorado de una persona a la que no conocía, de quién en realidad no sabía nada, a la que nunca había visto. Me había dejado engañar por una voz que simulaba ser mi compañera, pero que en realidad era interesada y sólo me necesitaba, como a otras tantas miles, para mantener la audiencia que le daba de comer. Estaba tan enfadado que ni siquiera advertí que el programa acababa y no fue hasta oír la melodía final cuando me di cuenta de que te había ignorado y no había escuchado tus palabras de despedida. Entonces empecé a llorar. Las lágrimas, como el primer cigarrillo que uno se fuma en una recaída tras haber dejado el tabaco, hicieron que, al mismo tiempo, me serenase y me sintiera culpable por dudar de tu lealtad. Fue entonces cuando decidí que las cosas iban a cambiar. Iría a buscarte, te declararía mi amor y prometería no volver a dudar de ti.

Al día siguiente era viernes. Salí de la oficina temprano y me dirigí a la emisora donde sabía que trabajabas. Esperé un rato en la puerta, confiado en identificarte cuando entraras en algún momento de la tarde. Después pensé que quizás ya estabas dentro y decidí preguntar al recepcionista. Atravesé la puerta justo detrás de dos mujeres. Tuve tiempo de fijarme en ellas. Una era alta, rubia y curvilínea, con aspecto de estrella de cine, una de esas que no se pueden dejar de mirar cuando pasan junto a ti. Su minifalda dejaba apreciar unas piernas impecables, seguramente propietarias de una agenda también perfecta llena de teléfonos de hombres triunfadores y atractivos. El aspecto de la otra mujer era opuesto por completo al de la modelo. Le sobraban unos quince kilos, todos ellos necesitados de un poco de ejercicio. Llevaba el pelo desordenado recogido en una coleta desvaída que caía sobre un jersey demasiado ancho y anodino. Ellas se dirigieron hacia el ascensor, que estaba justo enfrente del mostrador de la recepción. Esperé unos segundos a que el recepcionista me atendiera. Oí el timbre que precedía la apertura de las puertas del ascensor y justo en el momento en que el conserje me miró, escuché tu voz con toda claridad. “Al fin viernes, este fin de semana pienso dormir por lo menos diez horas seguidas”, dijiste. Una frase insignificante que podía haber pronunciado cualquiera. Me giré hipnotizado para mirarte; pero las puertas ya se habían cerrado. En décimas de segundo, mientras mi corazón latía trastornado, me planteé las posibilidades que teníamos juntos tú y yo, tanto si eras la mujer seductora de la minifalda como si la voz que oí pertenecía a la chica deslucida de la coleta. Me sentí incómodo ante cualquiera de las dos opciones. No podía sentirme atraído por alguien de aspecto abandonado, por fascinante que fuese su voz. Y la idea de declararme a una mujer espectacular con una agenda repleta de hombres interesantes me resultó ridícula.

Salí aturdido del edificio sin responder a la pregunta del conserje, me dirigí a la boca de metro y justo antes de bajar las escaleras, llamé a Ana. “No he dejado de pensar en ti en todo este tiempo”, le dije.

domingo, 7 de octubre de 2007

Seca



Hasta para titular este post me siento hoy seca. Esta noche no he dormido bien, demasiadas ideas en mi cabeza batallaban para protagonizar mi próximo cuento. Al final me he levantado y me he sentado delante del ordenador. Aquí sigo, desesperada. Todas las ideas salieron volando por la ventana y me han dejado sola ante la página en blanco.

He releído escritos antiguos, he buscado una imagen inspiradora, he revisado los momentos más importantes y los más ordinarios de mi vida. Nada de eso me ha servido. He recurrido a Internet, a menudo fuente de soluciones. Confieso avergonzada que he escrito en Google “técnicas de desbloqueo”. He utilizado una lista de palabras sugerentes, he jugado con ellas. Los dedos se quedaban atascados entre las teclas del ordenador. He probado a usar una metáfora; pero me ha parecido tan inútil como hacer un gazpacho con sandía. En un momento dado, he abandonado el reto de enfrentarme a la propuesta de la semana del curso de Escuela de Escritores y he bajado el listón hasta “escribir lo que salga sin pensar”. No salía nada. He llorado un rato preguntándome para qué tanto esfuerzo. A media tarde me he tumbado en la cama y he puesto en práctica una técnica de relajación que aprendí hace tiempo a ver si me tranquilizaba. He vuelto al ataque al cabo de un rato; pero ni el precioso atardecer ha logrado hacerme reaccionar. Incluso he escuchado ya no sé cuántas veces Parachutes de Coldplay.

Después de todo esto he mirado el correo por si tenía algún mensaje nuevo y he descubierto un par de avisos de comentarios en mi blog que no había contestado. Vergonzoso. Para dos lectores que tengo y los trato de esta manera. Menuda fiesta sorpresa. He respondido a chusdb que hoy especialmente agradecía sus comentarios y he entrado en el blog del Vendedor, compra venta de nubes, en busca de consuelo e inspiración. Me ha recibido una nube que no merecía. He llorado con su post de África. Me ha emocionado tanto que he intentado dejarle un comentario y, lo que me faltaba, no se ha encontrado la página, no tengo conexión, Internet ha caído. Queda pendiente, Vendedor, está visto que hoy los dioses se han aliado para que no escriba nada, pero te doy más de mil gracias por esa nube que pienso pagarte con un ancla rota, que es como hoy me siento yo. A ver si, por lo menos, consigo resolver el problema de la conexión, aunque eso sí que no está en mis manos.

sábado, 6 de octubre de 2007

La huida

© emlyn

Es curioso cómo a veces, en el peor de los momentos de la vida, se piensan cosas triviales.
Salimos del cortijo hacia las doce del mediodía. Pedro había ensillado a un burro para que yo no tuviera que hacer el camino andando con el niño en brazos, aunque, si todo iba bien, estaríamos en el pueblo en una hora. Pero no era un día cualquiera, no de los que se espera que una hora transcurra como cualquier otra.
Sólo unos minutos después de que José Macía aporreara la puerta de nuestra casa, gritando que los nacionales estaban en el Alamillo y que los republicanos los estaban esperando donde Fermín, nos encontrábamos en el sendero de Cerro Blanco con una única aspiración: sobrevivir. No estábamos solos en el camino. Otras personas se iban incorporando desde las veredas del monte, aparecían entre las encinas, cargados con las pocas pertenencias que habían podido coger en el último momento. Nos dejábamos tanto atrás y, a la vez, era tan insignificante comparado con la suerte de tener aquel camino por delante, que quizás por esa mezcla incoherente de pensamientos ninguno de nosotros era capaz de pronunciar palabra.
A la altura del arroyo, empezamos a oir los primeros tiroteos. No quise girarme a comprobar si la contienda había llegado ya a nuestra casa como nos temíamos, abracé a mi niño como si así pudiera evitar que el ruido lo despertara, me sujeté a la montura y busqué con la mirada a Pedro, que me observó un instante desde abajo y tampoco volvió la vista atrás. Nadie corrió, aunque todos apretamos el paso. Una mujer abandonó una valija debajo de un árbol para poder dar la mano a uno de sus hijos más pequeños y tiró de él con premura mientras el niño se echaba a llorar en silencio.
Poco después de cruzar el arroyo, nos paró un muchacho que venía corriendo en sentido contrario, cargado con un fusil. Era el hijo de Paredes el del molino, a quién tantas veces habíamos vendido parte de nuestra cosecha.
- Por Dios, Don Pedro, póngase esto, que lo van a confundir con un nacional en el control de Cerro Blanco – dijo en voz baja y casi sin aliento, mientras le entregaba un trapo rojo.
- Gracias, Juanito, te lo agradezco – respondió Pedro, metiéndose el pañuelo en el bolsillo de la solapa.
El chico se alejó en dirección al cortijo y Pedro tiró del burro para acelerar el paso. Me pregunté qué ocurriría si alguien en Cerro Blanco nos confundía con nacionales y qué forma tendrían de distinguir a unos de otros. Instintivamente cogí la medalla de la Virgen del Carmen que llevaba colgada del cuello y me puse a rezar, cuando caí en la cuenta de que sería mejor ocultarla debajo de la ropa. Apreté al niño contra mí y vi que no estaba dormido, tenía los ojos muy abiertos y me miraba. Lo besé y entonces empezó a llorar.
El tiroteo se intensificó, se oían gritos de hombres a lo lejos y, de pronto, un estruendo parecido al de un muro al caer, hizo que Pedro se abrazara a nosotros y que la gente del camino se tirase al suelo. Me bajé del burro porque tenía la sensación de que así iríamos más rápido. El niño no paraba de llorar y yo le tapaba la boquita con la mano para que no se le oyera, como si tuviera miedo de que su llanto pudiera delatarnos.
Por la última curva antes de llegar a Cerro Blanco vimos aparecer a un camión que corría en nuestra dirección a toda velocidad, haciendo sonar la bocina. La gente se salía del camino para darle paso. Nos echamos a un lado, pero el vehículo se detuvo. Salieron dos guardias civiles y apuntaron a Pedro con sus escopetas. Él miró el pañuelo rojo que llevaba en la solapa, pero antes de poder quitárselo, aquellos hombres ya lo habían encañonado. Pedro levantó los brazos y yo me arrodillé en el suelo, con el niño, que seguía llorando, apretado contra mi pecho. Cerré los ojos.
- Tú, ¿dónde vas? – preguntó uno de los hombres.
- Yo... no soy rojo – oí que decía mi marido. - ¡Me he puesto esto para que no me mataran! – gritó –. Voy con mi mujer y mi hijo al pueblo – añadió después, en voz más baja.
- ¿Quieres a España, gallina? – preguntó el otro hombre.
- Sí, sí... – respondió Pedro con un hilo de voz.
- Entonces quítate esa mierda, si no quieres que te matemos nosotros, que Cerro Blanco ya ha sido liberado por el ejército nacional.
Oí más tiroteos a lo lejos y al camión arrancar y alejarse. Entonces abrí los ojos y vi a Pedro caer de rodillas al suelo, en medio del camino, tapándose la cara con las manos, agitado por un llanto hondo y callado. Lo abracé durante unos segundos. Nos levantamos en silencio, algunas personas nos miraban, y continuamos recorriendo horrorizados lo poco que quedaba para llegar al pueblo, sin tratar de comprender cómo se habían desarrollado los acontecimientos.
Había transcurrido poco más de una hora desde que dejamos nuestra casa, pero nuestra vida ya era otra y sabíamos que nunca volvería a ser como antes. Fue en aquel instante, al atravesar el zaguán de casa de mis suegros, en uno de los peores momentos de nuestra vida, cuando me sobrevino aquel pensamiento trivial y absurdo. Me miré las viejas alpargatas que utilizaba a diario en mi casa y entonces deseé haberme puesto los zapatos que reservaba para las visitas de los domingos.

martes, 25 de septiembre de 2007

Mucho más increíble que cualquier telenovela


De todas las historias rocambolescas o secretos familiares que alguna vez haya podido escuchar a lo largo de mi vida, sin duda el que más ha despertado mi interés y ha desatado mi deseo de escribirlo, ha sido el de las abuelas de una amiga de mi juventud, Lola P.

Llevábamos diez largos minutos estudiando juntas en la biblioteca de la Facultad de Ciencias Políticas, que era la que, según nuestra estadística de bolsillo, acumulaba más chicos guapos por metro cuadrado, cuando Lola me propuso ir al bar a tomar un café. Vi reflejada en su rostro la urgencia propia de quién necesita desahogarse y accedí a su petición intentando controlar mi curiosidad al menos hasta llegar a la cafetería.

- ¿Qué pasa? - pregunté nada más sentarnos en la mesa, con los oídos preparados para la confesión.

- Una de mis abuelas es la madrastra de mi otra abuela - espetó ella, olvidando pronunciar la introducción que sin duda merecía tal confidencia.

Se quedó callada durante unos segundos en los que mis neuronas echaron chispas tratando de entender el árbol genealógico de mi amiga. Ahora sé que fui implacable con ella, quizás en ese momento mi amiga requería un poco de comprensión, pero aquello era lo único que yo no podía ofrecerle, debido a mi imperiosa necesidad de conocer todos los detalles de la historia, por lo que no tuve el menor reparo al decirle: “Coño, Lola, somos amigas, tendrías que habérmelo contado antes”.

A partir de ese momento, Lola se decidió a revelarme el jeroglífico de su familia y, haciendo alarde de sus dotes previsoras, me instó a sacar papel y bolígrafo para ir elaborando un esquema de lo que se disponía a contarme, algo que sin duda recomiendo a todo lector accidental de estas líneas que escribo para la revista local de San Basilio de Palenque.

La abuela materna de Lola, a la que llamaremos Abuela M, con sólo dieciocho años se casó con un sombrío pastor, dueño de un rebaño de cabras envidia de la comunidad, con el que engendró una hija, la madre de Lola, quién a lo largo de todo este relato citaremos como Madre para salvaguardar su verdadero nombre. Abuela M llevaba dos días pensando que no era feliz en su matrimonio, cuando, una noche, escuchó de boca de su marido pronunciar el nombre de su cabra más preciada en el lecho conyugal. Eso fue la gota que colmó el vaso y al amanecer, después de ver partir al pastor camino de tierras de barbecho, Abuela M salió huyendo de aquel lugar con Madre en brazos y un fajo de billetes oculto en el dobladillo de la combinación. La mujer, después de atravesar a pie una cadena montañosa, consiguió llegar a la ciudad al cabo de varios días y se instaló en una pensión de mala muerte.

En este punto se detenía la linealidad del relato, porque lo siguiente que recordaba haber escuchado Lola era que Abuela M, al poco tiempo, se convirtió en la amante de un rico terrateniente de la capital, a quien llamaremos Quid, veinticinco años mayor que ella. Gracias a ese afortunado acontecimiento, Madre y Abuela M vivieron como dos reinas en un coqueto pisito que Quid les puso y que visitaba con frecuencia cargado de regalos y golosinas.

Quid estaba casado con la señora Dolores, quién hacía honor a su nombre padeciendo una enfermedad que la obligaba a estar en la cama día y noche, rodeada de enfermeras que le administraban la suficiente morfina como para que la mujer pasara la mayor parte del tiempo inconsciente. Tenían una hija un poco mayor que Abuela M, casada desde hacía unos años con un oficial del ejército.

A riesgo de revelar el final de la historia y reventar la tensión dramática del relato, he de bautizar a la hija de Quid y la señora Dolores como Abuela P, si queremos seguir la nomenclatura adecuada para resolver el entuerto.

El caso es que Abuela P y el oficial del ejército tenían un hijo de corta edad, sólo un poco mayor que Madre, al que no me queda más remedio que llamar Padre.

Todo lector, por aplicado que sea, llegado a este punto de la narración, encontrará que quizás sus neuronas estén faltas de Red Bull por trabajar a velocidad superior a la normal. En este trance, existe una alta probabilidad de que el lector culpe a la inocente escritora de no saber expresar con claridad el argumento que tiene en la cabeza; pero he de advertir de la alta dificultad de explicar esta historia sin faltar a la verdad. Dicho esto, vuelvo a recomendar, como bien hizo conmigo mi amiga Lola, la utilización de lápiz y papel a aquellos que necesiten de un esquema aclaratorio.

Estábamos en que Padre era hijo de Abuela P, hija de Quid. Por otro lado, Quid tenía una amante, Abuela M, madre de Madre. Bien, pues unos cuantos años después, durante los cuales Abuela P, como es lógico, odió a muerte a Abuela M, dado que era la concubina oficial de su padre, la señora Dolores murió tras una larga agonía. Este hecho, llevó a Quid y Abuela M a legalizar su situación con boda de por medio, a pesar de la resistencia de la hija de Quid, quién recordemos que se trata de Abuela P.

(Tiempo para hacer un esquema y volver a leer el párrafo anterior)

Así fue como Abuela M se convirtió en madrastra de Abuela P. Pero toda esta historia no tendría ningún sentido ni interés si, al cabo de unos años de rencillas familiares, a los buenos de Padre y Madre no se les hubiera ocurrido enamorarse.

Para aquellos que se estén preguntando si aquella no se trataba de una historia incestuosa, debo aclarar que, aunque Padre y Madre se conocían y odiaban desde su infancia, nunca convivieron ni estaban unidos por lazo de sangre alguno, y sólo el puro azar que suele aplicarse de forma indiscriminada en cualquier telenovela, fue el que llevó a Padre y Madre a desearse de forma inmediata el día en que, años después, coincidieron en una fiesta de un conocido común. Ambos, al más puro estilo romeoyjulietesco, antepusieron su amor a la guerra familiar que los separaba, se casaron y, al poco tiempo, trajeron al mundo a Lola, mi pobre amiga, quién a estas alturas del relato, sollozaba frente a un carajillo de Bayley´s bien cargado, sentada en la cafetería de la Facultad donde me confesó toda la historia.

Pecaría de falsa modestia si digo que en aquel momento no me di cuenta del filón argumental de este enredo, pero por respeto a mi desconsolada amiga, quién acababa de enterarse del secreto familiar, no fue hasta días después cuando le propuse escribir un guión con el objetivo de forrarnos vendiéndoselo a la productora de telenovelas que más dinero nos ofreciese.

Ni que decir tiene que no lo conseguimos -si no, iba a estar yo aquí trabajando como articulista de la revista local de San Basilio de Palenque-. El guión existe, aderezado por miles de personajes de ficción añadidos a la historia para alargar la trama lo más posible, pero toda las productoras a las que se lo ofrecimos, resolvieron rechazarlo al cabo de unos días argumentando que aquello era “mucho más increíble que cualquier telenovela”.

El lector se estará preguntando por qué, después de tanto tiempo, me decido a contarlo en esta revistilla local. La respuesta es simple: no creo que nadie se tome la molestia de leerlo. Y, mucho menos, de plagiarlo.